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PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles 19 de agosto de 2015

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de reflexionar sobre el valor de la fiesta en la vida de la familia, hoy nos centramos en el elemento complementario, que es el trabajo. Ambos forman parte del proyecto creador de Dios, la fiesta y el trabajo.

El trabajo, se dice comúnmente, es necesario para mantener a la familia, criar a los hijos y asegurar una vida digna a los seres queridos. De una persona seria, honrada, lo más hermoso que se puede decir es: «Es un trabajador», se trata precisamente de alguien que trabaja, que en la comunidad no vive a expensas de los demás. He visto que hay muchos argentinos, y lo diré como lo decimos nosotros: «No vive de arriba».

El trabajo, en efecto, en sus mil formas, comenzando por la labor de ama de casa, se ocupa también del bien común. Y, ¿dónde se aprende este estilo de vida laborioso? Ante todo se aprende en la familia. La familia educa al trabajo con el ejemplo de los padres: el papá y la mamá que trabajan por el bien de la familia y de la sociedad.

En el Evangelio, la Sagrada Familia de Nazaret se presenta como una familia de trabajadores, y Jesús mismo era conocido como el «hijo del carpintero» (Mt 13, 55) o incluso «el carpintero» (Mc 6, 3). Y san Pablo no duda en poner en guardia a los cristianos: «Si alguno no quiere trabajar, que no coma» (2 Ts 3, 10) —es una buena receta para adelgazar: no trabajas, no comes—. El apóstol se refiere explícitamente al falso espiritualismo de algunos que, de hecho, viven a expensas de sus hermanos y hermanas «sin hacer nada» (2 Ts 3, 11). El compromiso del trabajo y la vida del espíritu, en la concepción cristiana, no están de ninguna manera en contraste entre sí. Es importante comprender bien esto. Oración y trabajo pueden y deben ir de la mano, en armonía, como enseña san Benito. La falta de trabajo perjudica al espíritu, como la ausencia de oración hace daño también a la actividad práctica.

Trabajar —repito, de mil maneras— es propio de la persona humana y expresa su dignidad de ser creada a imagen de Dios. Por ello se dice que el trabajo es sagrado. Y por este motivo la gestión del trabajo es una gran responsabilidad humana y social, que no se puede dejar en manos de unos pocos o de un «mercado» divinizado. Causar una pérdida de puestos de trabajo significa provocar un grave daño social. Me entristece cuando veo que hay gente sin trabajo, que no encuentra trabajo y no tiene la dignidad de llevar el pan a casa. Y me alegro mucho cuando veo que los gobernantes hacen numerosos esfuerzos para crear puestos de trabajo y tratar que todos tengan un trabajo. El trabajo es sagrado, el trabajo da dignidad a una familia. Tenemos que rezar para que no falte el trabajo en una familia.

Por lo tanto, también el trabajo, como la fiesta, forma parte del proyecto de Dios Creador. En el libro del Génesis, el tema de la tierra como casa-jardín, confiada al cuidado y al trabajo del hombre (2, 8.15), lo anticipa un pasaje muy conmovedor: «El día en que el Señor Dios hizo tierra y cielo, no había aún matorrales en la tierra, ni brotaba hierba en el campo, porque el Señor Dios no había enviado lluvia sobre la tierra, ni había hombre que cultivase el suelo; pero un manantial salía de la tierra y regaba toda la superficie del suelo» (2, 4b-6). No es romanticismo, es revelación de Dios; y nosotros tenemos la responsabilidad de comprenderla y asimilarla en profundidad. La encíclica Laudato si’, que propone una ecología integral, contiene también este mensaje: la belleza de la tierra y la dignidad del trabajo fueron hechas para estar unidas. Ambas van juntas: la tierra llega a ser hermosa cuando el hombre la trabaja. Cuando el trabajo se separa de la alianza de Dios con el hombre y la mujer, cuando se separa de sus cualidades espirituales, cuando es rehén de la lógica del beneficio y desprecia los afectos de la vida, el abatimiento del alma contamina todo: también el aire, el agua, la hierba, el alimento... La vida civil se corrompe y el hábitat se arruina. Y las consecuencias golpean sobre todo a los más pobres y a las familias más pobres. La organización moderna del trabajo muestra algunas veces una peligrosa tendencia a considerar a la familia un estorbo, un peso, una pasividad para la productividad del trabajo. Pero preguntémonos: ¿qué productividad? ¿Y para quién? La así llamada «ciudad inteligente» es indudablemente rica en servicios y organización; pero, por ejemplo, con frecuencia es hostil a los niños y a los ancianos.

En algunas ocasiones, quien proyecta se interesa en la gestión de la fuerza-trabajo individual, que se ha de acoplar y utilizar o descartar según la conveniencia económica. La familia es un gran punto de verificación. Cuando la organización del trabajo la tiene como rehén, o incluso dificulta su camino, entonces estamos seguros de que la sociedad humana ha comenzado a trabajar en contra de sí misma.

Las familias cristianas reciben de esta articulación un gran desafío y una gran misión. Ellas llevan en sí los valores fundamentales de la creación de Dios: la identidad y el vínculo del hombre y la mujer, la generación de los hijos, el trabajo que cuida la tierra y hace habitable el mundo. La pérdida de estos valores fundamentales es una cuestión muy seria, y en la casa común ya hay demasiadas grietas. La tarea no es fácil. A las asociaciones de las familias a veces les puede parecer que están como David ante Goliat... ¡pero sabemos cómo acabó ese desafío! Se necesita fe y astucia. Que Dios nos conceda acoger su llamada con alegría y esperanza, en este momento difícil de nuestra historia, la llamada al trabajo para dar dignidad a sí mismos y a la propia familia.


Saludos

Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Pidamos a la Virgen María que interceda por todas las familias, y especialmente por las que sufren a causa del desempleo y la crisis, para que se les ayude a cumplir su importante misión en la Iglesia y en el mundo. Muchas gracias y que Dios los bendiga.

  


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