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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

Qué piensa un tibio

Martes 15 de noviembre de 2016

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 46, viernes 18 de noviembre de 2016

Es el encuentro con un Señor «fuerte», que reprende ásperamente —aunque siempre por amor— el propuesto por el papa Francisco en la homilía de la misa celebrada en Santa Marta el martes 15 de noviembre. Es la imagen, sugerida por la liturgia, de Jesús «que está delante de nosotros», y lo hace «para reprendernos, porque nos ama, o para invitarnos o para hacerse invitar».

El reproche es el que se encuentra en el libro del Apocalipsis (3, 1-6.14-22) y que el Señor dirige a los cristianos de la Iglesia de Laodicea. Se trata —explicó el Pontífice — del «ejemplo de una Iglesia», pero que se encuentra «por todos lados». De hecho se puede aplicar a todos «esos cristianos que no son ni fríos, ni calientes: son tibios. Son aguas tranquilas, siempre». Al Señor que les reprende, ellos preguntan: «¿Pero por qué me reprendes, Señor? Yo no soy malo».

«¡Ojalá —comentó el Papa— fueras malo! Esto es peor. Estás muerto». Y de hecho el Señor usa palabras fuertes: «Porque eres así agua tranquila, que no se mueve, porque eres tibio, voy a vomitarte de mi boca». Es, indicó Francisco, la situación que se encuentra cuando «el calor entra en la Iglesia, en una comunidad, en una familia cristiana» y se escucha decir: «No, no, todo tranquilo, aquí todo bien, somos creyentes, hacemos las cosas bien»; cuando todo es «almidonado» y «sin consistencia» y «con la primera lluvia de disuelve».

Pero, se preguntó el Papa, «¿qué piensa un tibio» para merecerse tanta dureza? Esto se lee en el pasaje de la Escritura: «piensa que es rico». De hecho es seguro: «Me he enriquecido y no necesito nada. Estoy tranquilo». Es víctima, es decir, de «esa tranquilidad que engaña». Pero, advirtió el Pontífice, «cuando en el alma de una Iglesia, de una familia, de una comunidad, de una persona, todo está siempre tranquilo, allí no está Dios. Estemos atentos a no caminar así en la vida cristiana». De hecho, añadió el Papa parafraseando el pasaje de la Apocalipsis: «Tú dices: “soy rico”», pero «¿no sabes que eres un infeliz? Un miserable, un pobre ciego y desnudo?”». Son, comentó, «tres buenas bofetadas, para despertar ese alma tibia, dormida en el calor ». Y a quien se lamenta: «Pero, yo no hago mal a nadie, estoy tranquilo», se puede recordar: «¡Tampoco haces el bien!».

La respuesta del Señor es dura, «parece un insulto»; pero Él «lo hace por amor». De hecho poco después se lee: «Yo, a todos los que amo, los reprendo y los educo». Y se añade también un consejo: el de «comprarme oro acrisolado al fuego para que te enriquezcas». Es decir: descubrir otra riqueza, «la que puedo darte yo. No esa riqueza del alma que tú crees tener porque eres bueno, hace todo bien, todo tranquilo»; sino precisamente «otra riqueza, la que viene de Dios, que siempre lleva una cruz, siempre lleva una tempestad, siempre lleva algo de inquietud en el alma».

El consejo sucesivo es el de «comprar vestidos blancos, para vestirte, para que no quede descubierta la vergüenza de tu desnudez». Los tibios, explicó al respecto el Papa, «no se dan cuenta de que están desnudos, como la fábula del rey donde un niño es el que le dice: “Pero, ¡el rey está desnudo!”». Incluso el Señor sugiere comprar un colirio para «que te des en los ojos y recobres la vista»: los tibios —dijo Francisco— «pierden la capacidad de contemplación, la capacidad de ver las grandes y bellas cosas de Dios».

Por tanto, el Señor está delante del tibio y le dice: «¡Despiértate, corrígete!». Lo hace «para ayudarnos a convertirnos». Pero Dios, prosiguió el Pontífice, está presente también «de otra manera: está para invitarnos». Se lee en el Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo. Si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo».

Es importante, aclaró el Papa, «esa capacidad de escuchar cuando el Señor llama a nuestra puerta, porque quiere darnos algo bueno, quiere entrar a nuestra casa». Lamentablemente hay cristianos «que no se dan cuenta cuando el Señor llama. Todos los ruidos son los mismos para ellos». Y no se dan cuenta de que el Señor llama y dice: «Soy yo, no tengáis miedo. Y quiero entrar, estar contigo, cenar contigo. Es decir, festejar, consolarte. No con la consolación del calor, la que no sirve; sino con la consolación de la fecundidad, de hacerte ir adelante, de dar vida a los otros. Abre».

Finalmente, el Señor quiere «ser invitado». Como en el episodio de Zaqueo contado en el Evangelio de Lucas (19, 1-10): el publicano de Jericó «siente esa curiosidad, una curiosidad que viene de la gracia», que «ha sido sembrada por el Espíritu Santo» y lleva a decir: «yo quiero ver al Señor». La iniciativa —advirtió el Pontífice — «viene del Espíritu». Por eso el Señor «alza los ojos y dice: “Pero ven, ¡invítame a tu casa!”».

Dios, por tanto, «siempre está con amor: o para corregirnos o para invitarnos a cenar o para ser invitado. Está para decirnos: “Despiértate”. Está para decirnos: “Abre”. Está para decirnos: “Baja”. Pero siempre es Él».

De aquí la invitación conclusiva, para que cada cristiano se pregunte: «¿Yo sé distinguir en mi corazón cuándo me dice el Señor “despiértate”? ¿cuándo me dice “abre”? ¿Y cuándo me dice “baja”?

 



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