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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

Cuidar a los ancianos y a los jóvenes es la cultura de la esperanza

Lunes, 30 de septiembre de 2019

 

Fuente:  L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 46, viernes 15 de noviembre de 2019

 

El amor de Dios por su pueblo es grande, es como un fuego que nos hace más humanos. Al releer un pasaje del Profeta Zacarías, el Santo Padre en su homilía de la Misa del 30 de septiembre puso de relieve una vez más que, tanto en las familias como en la sociedad, descuidar a los niños y a los ancianos porque no son productivos no es un signo de la presencia de Dios. Cuán fuerte es el amor de Dios por su pueblo a pesar de que lo dejó, lo traicionó y se olvidó de él. En Dios hay siempre una llama ardiente que da origen a la promesa de salvación para cada uno de nosotros. En su homilía de la Misa matutina celebrada en la capilla de la Casa de Santa Marta, el Papa Francisco releyó el octavo capítulo del libro del Profeta Zacarías donde está escrito: «Así dice el Señor de los ejércitos: Siento gran celo por Sión, gran cólera en favor de ella. Así dice el Señor: Volveré a Sión y habitaré en medio de Jerusalén». Gracias al amor de Dios, entonces, Jerusalén volverá a vivir.

En la primera lectura —señaló Francisco— también son claros los «signos de la presencia del Señor» con su pueblo, una «presencia que nos hace más humanos» y nos hace “maduros”. Estos son los signos de la abundancia de la vida, de la abundancia de niños y ancianos que animan nuestras plazas, sociedades y familias: «El signo de la vida, el signo del respeto por la vida, del amor por la vida, el signo de hacer crecer la vida… es el signo de la presencia de Dios en nuestras comunidades y también el signo de la presencia de Dios que hace madurar a un pueblo cuando hay ancianos. Esto es hermoso: “Se sentarán todavía en las plazas de Jerusalén, cada uno con el bastón en la mano, debido a su longevidad”, es una señal. Y muchos niños, también —usa una hermosa expresión— “se moverán como hormigas”. ¡Muchos! La abundancia de la vejez y la infancia. Es la señal, cuando un pueblo se preocupa por los ancianos y los niños, los tiene como su tesoro, es signo de la presencia de Dios, es la promesa de un futuro». En palabras del Papa volvió la amada profecía de Joel: «Sus ancianos tendrán sueños, sus jóvenes tendrán visiones». Y así —repite— hay un intercambio recíproco entre unos y otros, algo que no ocurre cuando, por el contrario, lo que prevalece en nuestra civilización es la cultura del descarte, una «ruina» que nos hace «devolver al remitente» a los niños que llegan o nos hace adoptar como «criterio» el de encerrar a los mayores en las residencias de ancianos porque «no producen», «porque impiden la vida normal».

He aquí, pues, el recuerdo del Papa que vuelve sobre una historia de su abuela, citada en otras ocasiones, para ayudarnos a comprender lo que significa descuidar a los ancianos y a los niños. Es la historia de una familia en la que el padre decidió mandar al abuelo a comer solo en la cocina porque, a medida que envejecía, empezaba a dejar caer la sopa y se ensuciaba. Pero un día ese papá, al regresar a casa, encontró a su hijo que estaba construyendo una mesa de madera porque, el mismo aislamiento, tarde o temprano le tocaría a él. «Cuando se descuida a los niños y a los ancianos» se termina en los efectos de las sociedades modernas, que Francisco señala hablando de tradiciones no comprendidas y del invierno demográfico:

«Cuando un país envejece y no hay niños, no se ven cochecitos de niños en las calles, no se ven a las mujeres embarazadas: “Un niño, mejor no...” Cuando se lee que en ese país hay más pensionistas que trabajadores. ¡Es trágico! Y cuántos países hoy en día están empezando a vivir este invierno demográfico. Y cuando se descuidan a los viejo se pierde —digámoslo sin vergüenza— la tradición, la tradición que no es un museo de cosas viejas, es la garantía del futuro, es el jugo de las raíces que hace crecer el árbol y da flores y frutos. Es una sociedad estéril para ambas partes y por eso termina mal». «Sí, es verdad», añade el Papa, «la juventud se puede comprar»: hoy en día hay muchas empresas que la ofrecen en forma de maquillaje, cirugía plástica y lifting, pero —es la reflexión de Francisco— todo termina siempre en lo «ridículo». ¿Cuál es, entonces, el corazón del mensaje de Dios? Es lo que el Papa llama «la cultura de la esperanza» y que está representada precisamente por «viejos y jóvenes». Son ellos la certeza de la supervivencia de «un país, de una patria y de la Iglesia».

Y en la conclusión de su homilía nos remite a sus numerosos viajes por el mundo, cuando los padres levantan a sus hijos para que el Papa los bendiga y lo hacen como para mostrar sus propias «joyas», una imagen que debe hacernos reflexionar: «Y no me olvido de esa ancianita en la plaza central de Iai, en Rumanía, cuando esta abuela me miró —era como las abuelas rumanas, con el velo— me miró, tenía a su nieto en brazos y me lo mostraba, como diciendo: “Ésta es mi victoria, éste es mi triunfo”. Esa imagen, que ha dado la vuelta al mundo, nos dice más que esta predicación. Por lo tanto, el amor de Dios es siempre sembrar amor y hacer crecer al pueblo. No a la cultura del descarte. Me dan ganas de decir, disculpen, a ustedes, los párrocos, cuando por la noche hacen su examen de conciencia, pregúntense lo siguiente: ¿Cómo me he comportado hoy con los niños y los ancianos? Nos ayudará».



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