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SANTA MISA DE ACCIÓN DE GRACIAS
POR LA CANONIZACIÓN EQUIPOLENTE DE DOS SANTOS CANADIENSES

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Basílica Vaticana
Domingo 12 de octubre de 2014

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Hemos escuchado la profecía de Isaías: «El Señor enjugará las lágrimas de todos los rostros…» (Is 25, 8). Estas palabras, llenas de esperanza en Dios, indican la meta, muestran el futuro hacia el que estamos caminando. En este camino los santos nos preceden y nos guían. Estas palabras también delinean la vocación de los hombres y las mujeres misioneros.

Los misioneros son aquellos que, dóciles al Espíritu Santo, tienen la valentía de vivir el Evangelio. También este Evangelio que acabamos de escuchar: «Id ahora a los cruces de los caminos», dice el rey a sus siervos (Mt 22, 9). Y los siervos salieron y reunieron a todos los que encontraron, «malos y buenos», para llevarlos al banquete de bodas del rey (cf. v. 10).

Los misioneros acogieron esta llamada: salieron a llamar a todos en los cruces de caminos del mundo; y así hicieron mucho bien a la Iglesia, porque si la Iglesia se detiene y se cierra, se enferma, puede corromperse, ya sea con los pecados, ya sea con la falsa ciencia separada de Dios, que es el secularismo mundano.

Los misioneros dirigieron la mirada a Cristo crucificado, acogieron su gracia y no la guardaron para sí. Como san Pablo, se hicieron todo para todos; supieron vivir en la pobreza y en la abundancia, en la saciedad y en el hambre; todo lo podían en Aquel que les daba la fuerza (cf. Flp 4, 12-13). Con esta fuerza de Dios tuvieron la valentía de «salir» a los caminos del mundo, confiando en el Señor que llama. Así es la vida de un misionero y de una misionera…, para terminar después lejos de su casa, de su patria; muchas veces muertos, asesinados. Como les sucedió en estos días a muchos hermanos y hermanas nuestros.

La misión evangelizadora de la Iglesia es esencialmente anuncio del amor, de la misericordia y del perdón de Dios, revelados a los hombres mediante la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Los misioneros sirvieron a la misión de la Iglesia, partiendo el pan de la Palabra para los más pequeños y los más lejanos y llevando a todos el don del amor inagotable, que brota del corazón mismo del Salvador.

Así fueron san Francisco de Laval y santa María de la Encarnación. En este día quiero daros a vosotros, queridos peregrinos canadienses, dos consejos: están tomados de la Carta a los Hebreos, y pensando en los misioneros, harán mucho bien a vuestras comunidades.

El primero es este: «Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la Palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe» (13, 7). La memoria de los misioneros nos sostiene en el momento en que experimentamos la escasez de obreros del Evangelio. Su ejemplo nos atrae, nos impulsa a imitar su fe. ¡Son testimonios fecundos que generan vida!

El segundo es este: «Recordad aquellos días primeros, en los que, recién iluminados, soportasteis múltiples combates y sufrimientos… No renunciéis, pues, a vuestra valentía, que tendrá una gran recompensa. Os hace falta paciencia…» (10, 32. 35-36). Honrar a quien sufrió por llevarnos el Evangelio significa que también nosotros combatimos el buen combate de la fe, con humildad, mansedumbre y misericordia en la vida de cada día. Y esto da fruto.

Memoria de aquellos que nos precedieron, de aquellos que fundaron nuestra Iglesia. ¡Iglesia fecunda la de Quebec! Fecunda en tantos misioneros que fueron por doquier. El mundo se llenó de misioneros canadienses, como estos dos. Ahora, un consejo: que esta memoria no nos haga perder la fidelidad y la valentía. Quizá —no, más bien sin quizá— el diablo es envidioso y no acepta que una tierra sea tan fecunda en misioneros. Pidámosle al Señor que Quebec vuelva a este camino de fecundidad, para dar al mundo muchos misioneros. Que estos dos, que —por decirlo así— fundaron la Iglesia en Quebec, nos ayuden como intercesores. Que la semilla que sembraron crezca y dé fruto de nuevos hombres y mujeres intrépidos, clarividentes, con el corazón abierto a la llamada del Señor. Hoy se debe implorar esto para vuestra patria. Ellos, desde el cielo, serán nuestros intercesores. Ojalá Quebec vuelva a ser la fuente de misioneros audaces y santos.

He aquí la alegría y la consigna de vuestra peregrinación: traer a la memoria a los testigos, a los misioneros de la fe en vuestra tierra. Esta memoria nos sostiene siempre en el camino hacia el futuro, hacia la meta, cuando «el Señor Dios enjugue las lágrimas de todos los rostros…».

«Celebremos y gocemos con su salvación» (Is 25, 9).

 



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