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SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO

Cementerio del Verano, Roma
Sábado 1 de noviembre de 2014

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«El hombre se adueña de todo, se cree Dios, se cree el rey» y devasta toda la creación: lo destacó el Papa Francisco en la homilía de la misa celebrada el 1 de noviembre en el cementerio monumental romano del Verano en la solemnidad de Todos los santos. «¿Pero quién paga la fiesta? —continuó el Pontífice— ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, quienes en persona acabaron en el descarte. Y esto no es historia antigua: sucede hoy».

Cuando en la primera lectura escuchamos esta voz del Ángel que gritó con voz potente a los cuatro Ángeles que se les había encargado devastar la tierra y el mar y destruir todo: «No dañéis a la tierra ni al mar ni a los árboles» (Ap 7, 3) a mí me vino a la memoria una frase que no está aquí, pero está en el corazón de todos nosotros: «Los hombres son capaces de hacerlo mejor que vosotros». Nosotros somos capaces de devastar la tierra mejor que los Ángeles. Y esto lo estamos haciendo, esto lo hacemos: devastar la Creación, devastar la vida, devastar las culturas, devastar los valores, devastar la esperanza. ¡Cuánta necesidad tenemos de la fuerza del Señor para que nos selle con su amor y con su fuerza, para detener esta descabellada carrera de destrucción! Destrucción de lo que Él nos ha dado, de las cosas más hermosas que Él hizo por nosotros, para que nosotros las llevásemos adelante, las hiciésemos crecer, para dar frutos. Cuando miraba en la sacristía las fotografías de hace 71 años (bombardeo del Verano del 19 de julio de 1943), pensé: «Esto ha sido grave, muy doloroso. Esto es nada en comparación con lo que sucede hoy». El hombre se adueña de todo, se cree Dios, se cree el rey. Y las guerras: las guerras que continúan, no precisamente sembrando semilla de vida, sino destruyendo. Es la industria de la destrucción. Es un sistema, incluso de vida, que cuando las cosas no se pueden acomodar, se descartan: se descartan los niños, se descartan los ancianos, se descartan los jóvenes sin trabajo. Esta devastación ha construido esta cultura del descarte: se descartan pueblos... Esta es la primera imagen que se me ocurrió cuando escuché esta lectura.

La segunda imagen, en la misma lectura: esta «muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas» (7, 9). Los pueblos, la gente... Ahora empieza el frío: estos pobres que para salvar su vida tienen que huir de sus casas, de sus pueblos, de sus aldeas, hacia el desierto... y viven en tiendas, sienten el frío, sin medicinas, hambrientos, porque el «dios-hombre» se adueñó de la Creación, de todo lo hermoso que Dios hizo por nosotros. ¿Pero quién paga la fiesta? ¡Ellos! Los pequeños, los pobres, quienes en persona acabaron en el descarte. Y esto no es historia antigua: sucede hoy. «Pero, padre, es lejano...» — También aquí, en todas partes. Sucede hoy. Diré aún más: parece que esta gente, estos niños hambrientos, enfermos, parece que no cuentan, que son de otra especie, que no son humanos. Y esta multitud está ante Dios y pide: «¡Por favor, salvación! ¡Por favor, paz! ¡Por favor, pan! ¡Por favor, trabajo! ¡Por favor, hijos y abuelos! ¡Por favor, jóvenes con la dignidad de poder trabajar!». Entre estos perseguidos, están también los que son perseguidos por la fe. «Uno de los ancianos me dijo: “Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?”... “Son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero”» (7, 13-14). Y hoy, sin exagerar, hoy, en el día de Todos los santos, quisiera que pensáramos en todos ellos, los santos desconocidos. Pecadores como nosotros, peor que nosotros, pero destruidos. A esta tan numerosa gente que viene de la gran tribulación. La mayor parte del mundo vive en la tribulación. Y el Señor santifica a este pueblo, pecador como nosotros, pero lo santifica con la tribulación.

Y al final, la tercera imagen: Dios. La primera, la devastación; la segunda, las víctimas; la tercera, Dios. En la segunda lectura hemos escuchado: «Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3, 2): es decir la esperanza. Y esta es la bendición del Señor que aún tenemos: la esperanza. La esperanza de que tenga piedad de su pueblo, que tenga piedad de estos que están en la gran tribulación, que tenga piedad también de los destructores, a fin de que se conviertan. Así, la santidad de la Iglesia sigue adelante: con esta gente, con nosotros que veremos a Dios como Él es. ¿Cuál debe ser nuestra actitud si queremos entrar en este pueblo y caminar hacia el Padre, en este mundo de devastación, en este mundo de guerras, en este mundo de tribulaciones? Nuestra actitud, lo hemos escuchado en el Evangelio, es la actitud de las Bienaventuranzas. Sólo ese camino nos llevará al encuentro con Dios. Sólo ese camino nos salvará de la destrucción, de la devastación de la tierra, de la creación, de la moral, de la historia, de la familia, de todo. Sólo ese camino: ¡pero nos hará pasar por cosas desagradables! Nos traerá problemas, persecuciones. Pero sólo ese camino nos llevará hacia adelante. Y así, este pueblo que hoy sufre tanto por el egoísmo de los devastadores, de nuestros hermanos devastadores, este pueblo sigue adelante con las Bienaventuranzas, con la esperanza de encontrar a Dios, de encontrar cara a cara al Señor, con la esperanza de llegar a ser santos, en ese momento del encuentro definitivo con Él.

Que el Señor nos ayude y nos dé la gracia de esta esperanza, pero también la gracia de la valentía de salir de todo lo que es destrucción, devastación, relativismo de vida, exclusión de los demás, exclusión de los valores, exclusión de todo lo que el Señor nos ha dado: exclusión de la paz. Que nos libre de esto y nos done la gracia de caminar con la esperanza de encontrarnos un día cara a cara con Él. Y esta esperanza, hermanos y hermanas, no defrauda.

 



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