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VISITA PASTORAL DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A POMPEYA Y NÁPOLES

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

Plaza del Plebiscito, Nápoles
Sábado 21 de marzo de 2015

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El pasaje del Evangelio que hemos escuchado nos presenta una escena ambientada en el templo de Jerusalén, al final de la fiesta judía de las tiendas, después de que Jesús proclamara una gran profecía revelándose como fuente de «agua viva», es decir el Espíritu Santo (cf. Jn 7, 37-39). Entonces la gente, muy impresionada, se puso a discutir acerca de Él. También hoy la gente discute sobre Él. Algunos están entusiasmados y dicen que «es de verdad el profeta» (v. 40). Alguno incluso afirma: «Este es el Mesías» (v. 41). Pero otros se oponen porque —dicen— el Mesías no viene de Galilea, sino de la estirpe de David, de Belén; y así, sin saberlo, confirman precisamente la identidad de Jesús.

Los jefes de los sacerdotes habían mandado a los guardias a arrestarlo, como se hace en las dictaduras, pero vuelven con la manos vacías y dicen: «Jamás ha hablado nadie como ese hombre» (v. 46). He aquí la voz de la verdad, que resuena en esos hombres sencillos.

La palabra del Señor, ayer como hoy, provoca siempre una división: la Palabra de Dios divide, ¡siempre! Provoca una división entre quien la acoge y quien la rechaza. A veces también en nuestro corazón se enciende un contraste interior; esto sucede cuando advertimos la fascinación, la belleza y la verdad de las palabras de Jesús, pero al mismo tiempo las rechazamos porque nos cuestionan, nos ponen en dificultad y nos cuesta demasiado observarlas.

Hoy he venido a Nápoles para proclamar juntamente con vosotros: ¡Jesús es el Señor! Pero no quiero decirlo sólo yo: quiero escucharlo de vosotros, de todos, ahora, todos juntos «¡Jesús es el Señor!», otra vez «¡Jesús es el Señor!». Nadie habla como Él. Sólo Él tiene palabras de misericordia que pueden curar las heridas de nuestro corazón. Sólo Él tiene palabras de vida eterna (cf. Jn 6, 68).

La palabra de Cristo es poderosa: no tiene el poder del mundo, sino el de Dios, que es fuerte en la humildad, también en la debilidad. Su poder es el del amor: este es el poder de la Palabra de Dios. Un amor que no conoce confines, un amor que nos hace amar a los demás antes que a nosotros mismos. La palabra de Jesús, el santo Evangelio, enseña que los auténticos bienaventurados son los pobres de espíritu, los no violentos, los mansos, los agentes de paz y de justicia. Esta es la fuerza que cambia al mundo. Esta es la palabra que da fuerza y es capaz de cambiar al mundo. No hay otro camino para cambiar al mundo.

La palabra de Cristo quiere llegar a todos, en especial a quienes viven en las periferias de la existencia, para que encuentren en Él el centro de su vida y la fuente de la esperanza. Y nosotros, que hemos tenido la gracia de recibir esta Palabra de Vida —¡es una gracia recibir la Palabra de Dios!— estamos llamados a ir, a salir de nuestros recintos y, con ardor en el corazón, llevar a todos la misericordia, la ternura, la amistad de Dios: es un trabajo que corresponde a todos, pero de manera especial a vosotros sacerdotes. Llevar misericordia, llevar perdón, llevar paz, llevar alegría en los Sacramentos y en la escucha. Que el pueblo de Dios encuentre en vosotros hombres misericordiosos como Jesús. Al mismo tiempo que cada parroquia y cada realidad eclesial se convierta en un santuario para quien busca a Dios y casa acogedora para los pobres, los ancianos y quienes atraviesan situaciones de necesidad. Ir y acoger: así late el corazón de la madre Iglesia y de todos sus hijos. Ve, acógelos. Ve, busca. Ve, lleva amor, misericordia, ternura.

Cuando los corazones se abren al Evangelio, el mundo comienza a cambiar y la humanidad resucita. Si acogemos y vivimos cada día la Palabra de Jesús, resucitamos con Él.

La Cuaresma que estamos viviendo hace resonar en la Iglesia este mensaje, mientras caminamos hacia la Pascua: en todo el pueblo de Dios se vuelve a encender la esperanza de resucitar con Cristo, nuestro Salvador. Que no venga en vano la gracia de esta Pascua, para el pueblo de Dios de esta ciudad. Que la gracia de la Resurrección sea acogida por cada uno de vosotros, para que Nápoles se llene de la esperanza de Cristo Señor. La esperanza: «Abrid paso a la esperanza», dice el lema de mi visita. Lo digo a todos, de manera especial a los jóvenes: abríos al poder de Jesús resucitado, y llevaréis frutos de vida nueva a esta ciudad: frutos de gestos que saben compartir, de reconciliación, de servicio, de fraternidad. Dejaos envolver y abrazar por su misericordia, por la misericordia de Jesús, la misericordia que sólo Jesús nos da.

Queridos napolitanos, abrid paso a la esperanza y no os dejéis robar la esperanza. No cedáis a las tentaciones de ganancias fáciles o de entradas deshonestas: esto es pan para hoy y hambre para mañana. No te puede aportar nada. Reaccionad con firmeza ante las organizaciones que explotan y corrompen a los jóvenes, los pobres y los débiles, con el cínico comercio de la droga y otros delitos. No os dejéis robar la esperanza. No permitáis que vuestra juventud sea explotada por esta gente. Que la corrupción y la delincuencia no desfiguren el rostro de esta bella ciudad. Y más aún: que no desfiguren la alegría de vuestro corazón napolitano. A los criminales y a todos sus cómplices hoy yo humildemente, como hermano, repito: convertíos al amor y a la justicia. Dejaos encontrar por la misericordia de Dios. Sed conscientes de que Jesús os está buscando para abrazaros, para besaros, para amaros aún más. Con la gracia de Dios, que perdona todo y perdona siempre, es posible volver a una vida honrada. Os lo piden también las lágrimas de las madres de Nápoles, mezcladas con las de María, la Madre celestial invocada en Piedigrotta y en numerosas iglesias de Nápoles. Que estas lágrimas ablanden la dureza de los corazones y reconduzcan a todos por el camino del bien.

Hoy comienza la primavera y la primavera trae esperanza: tiempo de esperanza. Y el hoy de Nápoles es tiempo de rescate para Nápoles: este es mi deseo y mi oración por una ciudad que tiene en sí muchas potencialidades espirituales, culturales y humanas, y sobre todo gran capacidad de amar. Las autoridades, las instituciones, las diversas realidades sociales y los ciudadanos, todos juntos y concordes, pueden construir un futuro mejor. Y el futuro de Nápoles no es replegarse resignada en sí misma: este no es vuestro futuro. Sino que el futuro de Nápoles es abrirse con confianza al mundo, abrirse a la esperanza. Esta ciudad puede encontrar en la misericordia de Jesús, que hace nuevas todas las cosas, la fuerza para seguir adelante con esperanza, la fuerza para muchas vidas, muchas familias y comunidades. Esperar es ya resistir al mal. Esperar es mirar al mundo con la mirada y con el corazón de Dios. Esperar es apostar por la misericordia de Dios que es Padre y perdona siempre y perdona todo.

Dios, fuente de nuestra alegría y razón de nuestra esperanza, vive en nuestras ciudades. ¡Dios vive en Nápoles! Que su gracia y su bendición sostengan vuestro camino en la fe, en la caridad y en la esperanza, vuestros buenos propósitos y vuestros proyectos de rescate moral y social. Hemos proclamado todos juntos que Jesús es el Señor: digámoslo una vez más al final: «¡Jesús es el Señor!», todos tres veces: «¡Jesús es el Señor!». E ca ‘a Maronna v’accumpagne!

 



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