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MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO,
CON OCASIÓN DEL XVI CONGRESO INTERNACIONAL DE LA
CONSOCIATIO INTERNATIONALIS STUDIO IURIS CANONICI PROMOVENDO

 

Queridos hermanos y hermanas:

La celebración del centenario de la promulgación del primer Código de Derecho Canónico, el 27 de mayo de 1917 con la constitución apostólica Providentissima Mater Ecclesia, nos lleva a considerar el significado que históricamente ha tenido esa decisión audaz para la vida de la Iglesia; una decisión totalmente dominada por la preocupación pastoral, consciente del servicio que un derecho canónico claro, ordenado sistemáticamente, accesible a todos habría rendido al cuidado ordenado del pueblo cristiano. La instancia pastoral fue sin duda determinante en la decisión de san Pío X, un Papa que venía de la cura de las almas, para dar a las disposiciones canónicas, acumuladas a lo largo de los siglos, un sistema orgánico en un código. Antes de ascender al solio de Pedro, Giuseppe Sarto, en su ministerio sacerdotal y episcopal, se había convencido de que había que ayudar al clero con herramientas adecuadas y sencillas, para hacer frente a los nuevos tiempos y las nuevas demandas planteadas a la acción pastoral. Desde este punto de vista, la organización de las normas canónicas en el sistema de un código moderno, destinado a sostener la vida cotidiana de los pastores, está en perfecta correspondencia con el Catecismo, que tomó el nombre de ese santo Pontífice, y que resultó una herramienta formidable para la formación cristiana. La elección de la codificación marcó, después del fin del poder temporal de los Papas, la transición de un derecho canónico contaminado por elementos de la temporalidad a un derecho canónico más en línea con la misión espiritual de la Iglesia.

Mirando hacia el siglo que nos separa de ese acto de promulgación, no se puede negar que el Código pío-benedictino había hecho un gran servicio a la Iglesia, a pesar de las limitaciones de toda obra humana y de las distorsiones que, en la teoría y en la práctica, las disposiciones del código pueden haber conocido, incluyendo alguna tentación positivista. En esencia, la codificación equipó a la Iglesia para hacer afrontar la navegación de las aguas turbulentas de la edad contemporánea, manteniendo la unidad y la solidaridad del Pueblo de Dios y el apoyo al gran esfuerzo de evangelización que, con la última expansión misionera hizo que la Iglesia estuviera realmente presente en todo el mundo. Tampoco hay que subestimar el papel jugado por la codificación en la emancipación de la institución eclesiástica del poder secular, en línea con el principio evangélico de «dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (cf. Mateo 22, 15-22). En este sentido, el Código ha tenido un doble efecto: aumentar y garantizar la autonomía propia de la Iglesia, y al mismo tiempo —indirectamente— contribuir a la afirmación de una sana laicidad en las jurisdicciones estatales.

Sin embargo, el centenario que se celebra este año también debe ser la ocasión de mirar al hoy y al mañana, para recuperar y profundizar en el verdadero sentido del derecho en la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, donde dominan la Palabra y Sacramentos, mientras que las normas jurídicas tienen sí, un papel necesario, pero de servicio. También es una ocasión propicia para reflexionar sobre una verdadera formación jurídica en la Iglesia, que haga comprender el carácter pastoral del derecho canónico su instrumentalidad con el fin de la salus animarum (c. 1752 del Código de 1983), su necesidad en orden a la virtud de la justicia, que también in Ecclesia debe ser afirmada y garantizada. Bajo este punto de vista, retorna con fuerza la invitación de Benedicto XVI en su Carta a los seminaristas, pero válida para todos los fieles: «aprended a comprender y —me atrevo a decir— a amar el derecho canónico por su necesidad intrínseca y por su aplicación práctica: una sociedad sin derecho sería una sociedad carente de derechos. El derecho es una condición del amor». (18 de octubre de 2010). Nulla est charitas sine iustitia.

Urge señalar, en esta recurrencia, otra consideración que induce a mirar el futuro. San Juan Pablo II escribía en la Constitución Apostólica Sacrae disciplinae del 25 de enero de 1983, cuando fue promulgado el nuevo Código para la Iglesia latina, que representa «el gran esfuerzo por traducir al lenguaje canonístico, [...] la eclesiología conciliar». La afirmación expresa el vuelco que, después del Vaticano II, marcó la transición de una eclesiología moldeada sobre el derecho canónico a un derecho canónico conformado a la eclesiología.

Pero la misma afirmación también indica la necesidad de que el derecho canónico sea siempre conforme con la eclesiología conciliar y se haga instrumento dócil y eficaz de la traducción de las enseñanzas del Concilio Vaticano II en la vida diaria del Pueblo de Dios. Pienso, por ejemplo, en los dos recientes Motu proprio que han reformado el proceso canónico para las causas de nulidad del matrimonio.

Como cada Concilio, también el Vaticano II está destinado a ejercer una larga influencia en toda la Iglesia. Por lo tanto, el derecho canónico puede ser un instrumento privilegiado para favorecer su recepción en el tiempo y en la sucesión de generaciones. Colegialidad, sinodalidad en el gobierno de la Iglesia, valorización de la Iglesia particular, la responsabilidad en la misión de la Iglesia de todos los christifideles, el ecumenismo, la misericordia y la proximidad como principio pastoral primaria, la libertad religiosa secularismo personal, colectiva e institucional, laicidad abierta y positiva, colaboración saludable entre la comunidad eclesial y la civil en sus diversas expresiones, son algunos de los temas principales en los que el derecho canónico también puede desempeñar un papel educativo, facilitando en el pueblo cristiano, el crecimiento de un sentimiento y de una cultura sensible a las enseñanzas conciliares.

Desde el Vaticano, 30 de septiembre 2017

Francisco

 



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