Index   Back Top Print

[ AR  - DE  - EN  - ES  - FR  - HR  - PL  - PT ]

VIAJE APOSTÓLICO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A SARAJEVO (BOSNIA Y HERZEGOVINA)

ENCUENTRO CON LOS SACERDOTES, RELIGIOSAS, RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS EN LA CATEDRAL

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Sábado 6 de junio de 2015

[Multimedia]


 

Tenía preparado un discurso para vosotros, pero después de escuchar el testimonio de este sacerdote, de este Religioso, de esta Religiosa, siento la necesidad de hablaros de manera espontánea.

Ellos nos han contado vida, nos han contado experiencias, nos han contado muchas cosas feas y hermosas. Le doy el discurso –que es bonito– al Cardenal Arzobispo.

Los testimonios hablaban por sí mismos. ¡Y esta es la memoria de vuestro pueblo! Un pueblo que olvida su memoria no tiene futuro. Esta es la memoria de vuestros padres y madres en la fe: aquí sólo han hablado tres personas, pero detrás de ellas hay tantos y tantas que han sufrido las mismas cosas.

Queridas hermanas, queridos hermanos, no tenéis ningún derecho a olvidar vuestra historia. No para vengaros, sino para hacer la paz. No para mirar [estos testimonios] como una cosa extraña, sino para amar como ellos han amado. En vuestra sangre, en vuestra vocación, está la vocación, está la sangre de estos tres mártires. Y está la sangre y está la vocación de tantas religiosas, tantos sacerdotes, tantos seminaristas. El autor de la Carta a los Hebreos nos dice: Por favor, no os olvidéis de vuestros antepasados, que os han transmitido la fe. Estos [señala a los testigos] os han transmitido la fe; estos os han transmitido cómo se vive la fe. El mismo Pablo nos dice: "No os olvidéis de Jesucristo", el primer Mártir. Y estos han seguido las huellas de Jesús.

Retomar la memoria para hacer la paz. Algunas palabras se me han quedado grabadas en el corazón. Una, repetida: "perdón". Un hombre, una mujer que se consagra al servicio del Señor y no sabe perdonar, no sirve. Perdonar a un amigo que te ha dicho una mala palabra, con el que habías discutido, o a una religiosa que tiene celos de ti, no es tan difícil. Pero perdonar al que te golpea, a quien te tortura, a quien te pisotea, a quien te amenaza con un fusil para matarte, eso es difícil. Y ellos lo han hecho, y predican que se haga.

Otra palabra que se me ha grabado es la de los 120 días del campo de concentración. Cuántas veces el espíritu del mundo nos hace olvidar estos antepasados nuestros, el sufrimiento de nuestros antepasados. Esos días están contados, y no por días, sino por minutos, porque cada minuto, cada hora es una tortura. Vivir todos juntos, sucios, sin comida, sin agua, con calor o con frío, ¡y esto durante tanto tiempo! Y nosotros, que nos quejamos cuando nos duele un diente, o queremos tener la televisión en nuestra habitación con tantas comodidades, y que hablamos de la superiora o del superior cuando la comida no es muy buena ... No olvidéis, por favor, los testimonios de vuestros antepasados. Pensad en lo mucho que han sufrido estas personas; pensad en esos seis litros de sangre que ha recibido el padre –el primero que ha hablado– para sobrevivir. Y llevad una vida digna de la cruz de Jesucristo.

Religiosas, sacerdotes, obispos, seminaristas mundanos, son una caricatura, no sirven. No tienen la memoria de los mártires. Han perdido la memoria de Jesucristo crucificado, nuestra única gloria.

Otra cosa que me viene a la mente es aquel miliciano que dio una pera a la religiosa; y aquella mujer musulmana que ahora vive en Estados Unidos, que dio de comer... Todos somos hermanos. Incluso aquel hombre cruel pensó... No sé lo que pensó, pero sintió el Espíritu Santo en su corazón y tal vez pensó en su madre y dijo: "Toma esta pera y no digas nada". Y aquella mujer musulmana fue más allá de las diferencias religiosas: amaba. Creía en Dios e hizo el bien.

Buscad el bien de todos. Todos tienen la posibilidad, la semilla del bien. Todos somos hijos de Dios.

Dichosos vosotros que tenéis tan cerca estos testimonios: por favor, no los olvidéis. Que vuestra vida crezca con este recuerdo. Pienso en aquel sacerdote, cuyo papá murió cuando él era un niño, después murió la mamá, después su hermana, y quedó solo... Pero él era el fruto de un amor, de un amor matrimonial. Pensad en aquella religiosa mártir: también ella era hija de una familia. Y pensad también en el franciscano, con dos hermanas franciscanas; y me viene a la mente lo que ha dicho el Cardenal Arzobispo: ¿qué pasa con el jardín de la vida, es decir la familia? Algo malo, sucede: que no florece. Rezad por las familias, para que florezcan con muchos hijos y haya también muchas vocaciones.

Y, por último, quisiera deciros que ésta ha sido una historia de crueldad. También hoy, en esta guerra mundial vemos tantas, tantas, tantas crueldades. Haced siempre lo contrario de la crueldad: tened actitudes de ternura, de fraternidad, de perdón. Y llevad la Cruz de Jesucristo. La Iglesia, la santa Madre Iglesia, os quiere así: pequeños, pequeños mártires, delante de estos pequeños mártires, pequeños testigos de la Cruz de Jesús.

Que el Señor os bendiga. Y, por favor, rezad por mí. Gracias.


 

Queridos hermanos y hermanas:

Saludo afectuosamente a todos vosotros, así como a vuestros hermanos y hermanas enfermos y ancianos que no pueden estar aquí, pero están con nosotros espiritualmente. Doy las gracias al Cardenal Puljić por sus palabras, como también a Sor Ljubica, al Reverendo Zvonimir y Fray Jozo por sus testimonios. Agradezco a todos el servicio que hacéis al Evangelio y a la Iglesia. He venido a vuestra tierra como peregrino de paz y de diálogo, para confirmar y animar a los hermanos en la fe, y en particular a vosotros, llamados a trabajar “a tiempo completo” en la viña del Señor. Él nos dice: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,21). Esta es la certeza que infunde consuelo y esperanza, especialmente en los momentos difíciles para el ministerio. Pienso en los sufrimientos y en las pruebas pasadas y presentes de vuestras comunidades cristianas. Incluso viviendo en esas situaciones, vosotros no os habéis rendido, habéis resistido, esforzándoos por afrontar las dificultades personales, sociales y pastorales con incansable espíritu de servicio. El Señor os lo recompense.

Imagino que la situación numéricamente minoritaria de la Iglesia Católica en vuestra tierra, así como los fracasos del ministerio, en ocasiones os hacen sentir como los discípulos de Jesús cuando, habiendo bregado toda la noche, no habían pescado nada (cf. Lc 5,5). Pero es precisamente en estos momentos, si nos fiamos del Señor, cuando experimentamos el poder de su Palabra, la fuerza de su Espíritu, que renueva en nosotros la confianza y la esperanza. La fecundidad de nuestro servicio depende sobre todo de la fe; la fe en el amor de Cristo, del cual nada podrá separarnos, como afirma el apóstol Pablo, que de pruebas entendía (cf. Rm 8,35-39). Y también la fraternidad nos sostiene y nos anima; la fraternidad entre sacerdotes, entre religiosos, entre laicos consagrados, entre seminaristas; la fraternidad entre todos nosotros, a quienes el Señor ha llamado a dejarlo todo para seguirlo, nos da alegría y consuelo, y hace más eficaz nuestro trabajo. Nosotros somos testimonio de fraternidad.

«Tened cuidado de vosotros y de todo el rebaño» (Hch 20,28). Esta exhortación de san Pablo –narrada en los Hechos de los Apóstoles– nos recuerda que, si queremos ayudar los demás a ser santos, debemos cuidar de nosotros mismos, es decir, de nuestra santificación. Y, de la misma manera, la dedicación al pueblo fiel de Dios, la inmersión en su vida y sobre todo la cercanía a los pobres y a los pequeños nos hace crecer en la configuración con Cristo. El cuidado del propio camino personal y la caridad pastoral hacia los demás van siempre juntas y se enriquecen mutuamente. No van nunca por separado.

¿Qué significa para un sacerdote y para una persona consagrada, hoy, aquí en Bosnia y Herzegovina, servir al rebaño de Dios? Pienso que significa realizar la pastoral de la esperanza, cuidando las ovejas que están en el redil, pero también yendo, saliendo en la búsqueda de cuantos esperan la Buena Noticia y no saben hallar o reencontrar solos el camino que conduce a Jesús. Encontrar a la gente allí donde vive, incluso aquella parte del rebaño que está fuera del redil, lejos, en ocasiones sin conocer aún a Jesucristo. Cuidar la formación de los católicos en la fe y en la vida cristiana. Animar los fieles laicos a ser protagonistas de la misión evangelizadora de la Iglesia. Por tanto, os exhorto a formar comunidades católicas abiertas y “en salida”, capaces de acogida y de encuentro, y que den testimonio con valentía del Evangelio.

El sacerdote, el consagrado está llamado a vivir las inquietudes y las esperanzas de su gente; a actuar en los contextos concretos de su tiempo, con frecuencia caracterizado por tensión, discordia, desconfianza, precariedad y pobreza. Ante las situaciones más dolorosas, pidamos a Dios un corazón que sepa conmoverse, capacidad de empatía; no hay mejor testimonio que estar cerca de las necesidades materiales y espirituales de los demás. Es nuestra tarea como obispos, sacerdotes y religiosos hacer sentir a las personas la cercanía de Dios, su mano que conforta y sana; acercarse a las heridas y a las lágrimas de nuestro pueblo; no nos cansemos de abrir el corazón y de tender la mano a cuantos nos piden ayuda y a cuantos, quizás por pudor, no la piden, pero tienen gran necesidad. A este respecto, deseo expresar mi reconocimiento a las religiosas, por todo lo que hacen con generosidad y sobre todo por su presencia fiel y solícita.

Queridos sacerdotes, religiosos y religiosas, os animo a proseguir con alegría vuestro servicio pastoral, cuya fecundidad viene de la fe y la gracia, pero también del testimonio de una vida humilde y despegada de los intereses del mundo. No caigáis, por favor, en la tentación de formar una especie de elite cerrada en sí misma. El generoso y transparente testimonio sacerdotal y religioso constituyen un ejemplo y un estímulo para los seminaristas y para cuantos el Señor llama a servirlo. Estando al lado de los jóvenes, invitándolos a compartir experiencias de servicio y de oración, los ayudáis a descubrir el amor de Cristo y a abrirse a la llamada del Señor. Que los fieles laicos puedan ver en vosotros aquel amor fiel y generoso que Cristo ha dejado como testamento a sus discípulos.

Y una palabra en particular para vosotros, queridos seminaristas. Entre los bellos testimonios de consagrados de vuestra tierra, recordamos al siervo de Dios Petar Barbarić. Él une Herzegovina, donde nace, con Bosnia, donde emite su profesión, y une también a todo el clero, tanto diocesano como religioso. Este joven candidato al sacerdocio, con su vida virtuosa, sea para todos un gran ejemplo.

La Virgen María está siempre con nosotros, como madre atenta. Ella es la primera discípula del Señor y ejemplo de vida dedicada a Él y a los hermanos. Cuando nos encontramos en una dificultad o ante una situación que nos hace sentir impotentes, nos dirigimos a Ella con confianza de hijos. Y Ella siempre nos dice –como en las bodas de Caná– : «Haced lo que Él os diga» (Jn 2,5). Nos enseña a escuchar a Jesús y a seguir su Palabra, pero con fe. Este es su secreto, que como madre nos quiere transmitir: la fe, aquella fe genuina, de la que basta una migaja para mover montañas.

Con este confiado abandono, podemos servir al Señor con alegría y ser por dondequiera sembradores de esperanza. Os aseguro mi recuerdo en la oración y bendigo de corazón a todos vosotros y a vuestras comunidades. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí.

 



Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana