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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LA ASAMBLEA DIOCESANA DE ROMA

Plaza de San Pedro
Domingo 14 de junio de 2015

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¡Buenas tardes!

Las previsiones de ayer por la noche anunciaban lluvia para hoy, para esta tarde y esta noche: ¡lluvia! Sí es verdad, lluvia de familias en la plaza de San Pedro. ¡Gracias!

Es hermoso encontraros al inicio de la Asamblea pastoral de nuestra diócesis de Roma. Os doy muchas gracias a vosotros padres, por haber aceptado la invitación de participar en tan gran número en este encuentro, que es importante para el camino de nuestra comunidad eclesial.

Como sabéis, desde hace algunos años estamos reflexionando y nos interrogamos acerca de cómo transmitir la fe a las nuevas generaciones de la ciudad que, también tras algunos hechos conocidos por todos, necesita un auténtico renacimiento moral y espiritual. Y esta es una tarea muy grande. Nuestra ciudad tiene que renacer moral y espiritualmente, porque parece que todo sea lo mismo, que todo sea relativo; que el Evangelio es sí una hermosa historia de cosas bonitas, que es hermoso leerlo, pero queda ahí, una idea. ¡No llega al corazón! Nuestra ciudad necesita este renacimiento. Y este compromiso es muy importante cuando hablamos de educación de adolescentes y jóvenes, de la cual los primeros responsables sois vosotros padres. Nuestros jóvenes empiezan a escuchar esas ideas raras, esas colonizaciones ideológicas que envenenan el alma y la familia: se debe actuar contra eso. Me decía, hace dos semanas, una persona, un hombre muy católico, bueno, joven, que sus chicos iban a primer y segundo grado, y que por la noche, él y su esposa, muchas veces tenían que «re-catequizar» a los niños, a los chicos, por lo que les informan algunos profesores de la escuela o por lo que decían los libros que daban allí. Esas colonizaciones ideológicas, que hacen tanto mal y destruyen una sociedad, un país, una familia. Es por ello que necesitamos un auténtico renacimiento moral y espiritual.

En octubre celebraremos un Sínodo sobre la familia, para ayudar a las familias a redescubrir la belleza de su vocación y a ser fieles. En la familia se viven las palabras de Jesús: «No hay amor más grande que este: dar la vida por los amigos» (cf. Jn 15, 13). Con vuestra relación conyugal, ejerciendo la paternidad y la maternidad donáis vuestra vida y sois la prueba de que vivir el Evangelio es posible: vivir el Evangelio es posible y hace felices. Y esta es la prueba, pero se hace en la familia. Esta tarde quisiera centrarme con vosotros en algunas sencillas palabras que expresan el misterio de vuestro ser padres. No sé si lograré decir todo lo que quiero decir, pero al menos quisiera hablar de vocación, comunión y misión.

La primera palabra es vocación. San Pablo escribió que de Dios deriva toda paternidad (cf. Ef 3, 15) y podemos añadir que toda maternidad. Todos somos hijos, pero convertirse en papá y mamá es una llamada de Dios. Es una llamada de Dios, es una vocación. Dios es el amor eterno, que se dona incesantemente y nos llama a la existencia. Es un misterio que, sin embargo, la Providencia quiso confiar en especial al hombre y a la mujer, llamados a amarse totalmente y sin reservas, cooperando con Dios en este amor y en transmitir la vida a los hijos. El Señor os ha elegido para amaros y transmitir la vida. Estas dos cosas son la vocación de los padres. Se trata de una llamada bellísima porque hace que seamos, de una forma totalmente especial, a imagen y semejanza de Dios. Convertirse en papá y mamá significa realizarse plenamente, porque es llegar a ser semejantes a Dios. Esto no se dice en los periódicos, no aparece, pero es la verdad del amor. Convertirse en papá y mamá nos hace mucho más semejantes a Dios.

Como padres vosotros estáis llamados a recordar a todos los bautizados que cada uno, si bien de diferentes modos, está llamado a ser papá o mamá. También un sacerdote, una religiosa, un catequista están llamados a la paternidad y a la maternidad espiritual. En efecto, un hombre y una mujer eligen formar una familia porque Dios los llama luego de haberles hecho experimentar la belleza del amor. No la belleza de la pasión, no la belleza de un entusiasmo pasajero: ¡la belleza del amor! Y esto se debe descubrir todos los días, todos los días. Dios llama a convertirse en padres —hombres y mujeres— que creen en el amor, que creen en su belleza. Quisiera preguntaros, pero no respondáis, por favor: ¿Vosotros creéis en la belleza del amor? ¿Vosotros creéis en la grandeza del amor? ¿Tenéis fe en esto? ¿Tenéis fe? Se trata de una fe de todos los días. El amor es hermoso incluso cuando los padres pelean; es hermoso, porque al final hacen las paces. Es tan bonito construir la paz después de una guerra. ¡Es tan hermoso! Una belleza es el amor conyugal, que ni siquiera las más grandes dificultades de la vida son capaces de oscurecer.

En una ocasión un niño me dijo: «¡Qué hermoso, mis padres se dieron un beso!». Es hermoso cuando el niño ve que papá y mamá se besan. Un bonito testimonio.

Vuestros hijos, queridos padres, necesitan descubrir, mirando vuestra vida, que es hermoso amarse. Nunca olvidéis que vuestros hijos os miran siempre. ¿Recordáis esa película de hace unos veinte años que se llamaba «Los niños nos miran»? Los niños miran. Miran mucho, y cuando ven que papá y mamá se aman, los niños crecen en ese clima de amor, de felicidad y también de seguridad, porque no tienen miedo: saben que están seguros en el amor del papá y la mamá. Me permito decir algo feo, pero pensemos cuánto sufren los niños cuando ven a papá y mamá, todos los días, todos los días, todos los días, gritarse, insultarse, incluso golpearse... Papá y mamá, cuándo caéis en estos pecados, ¿pensáis que las primeras víctimas son precisamente vuestros niños, vuestra misma carne? Es feo pensar en esto, pero es la realidad... Los niños nos miran. No os miran sólo cuando les enseñáis algo. Os miran cuando os habláis uno al otro, cuando volvéis del trabajo, cuando invitáis a vuestros amigos, cuando descansáis. Tratan de captar en vuestra mirada, en vuestras palabras, en vuestros gestos, si sois felices de ser padres, si sois felices de ser marido y mujer, si creéis que existe la bondad en el mundo. Os escrutan —no sólo os miran, os escrutan— para ver si es posible ser buenos y si es verdad que con el amor mutuo se supera toda dificultad.

Para un hijo no existe enseñanza y testimonio mayor que ver a sus padres que se aman con ternura, se respetan, son amables entre ellos, se perdonan mutuamente; esto llena de alegría y de felicidad auténtica el corazón de los hijos. Los hijos, antes de habitar en una casa construida con ladrillos habitan en otra casa, aún más esencial: habitan en el amor mutuo de los padres. Os pregunto, cada uno responda en su corazón: ¿vuestros hijos habitan en vuestro amor mutuo? Los padres tienen la vocación de amarse. Dios ha sembrado en su corazón la vocación al amor, porque Dios es amor. Y esta es vuestra vocación, de los padres: el amor. Pero pensad siempre en los niños, pensad siempre en los niños.

La segunda palabra que se me ocurre, el segundo tema sobre el cual reflexionar es comunión. Nosotros sabemos que Dios es comunión en la diversidad de las tres Personas de la Santísima Trinidad. Ser padres se fundamenta en la diversidad de ser, como recuerda la Biblia, varón y mujer. Esta es la «primera» y más fundamental diferencia, constitutiva del ser humano. Es una riqueza. Las diferencias son riquezas. Hay mucha gente que tiene miedo a las diferencias, pero son riquezas. Y esta diferencia es la «primera» y fundamental diferencia, constitutiva del ser humano. Cuando los novios vienen a casarse, me gusta decirle a él, después de hablar del Evangelio: «No olvides que tu vocación es hacer que tu esposa sea más mujer»; y a ella le digo: «tu vocación es hacer que tu marido sea más hombre». Y así se aman, pero se aman en las diferencias, más hombre y más mujer. Y este es el trabajo artesanal de cada día del matrimonio, de la familia; hacer que el otro crezca, pensar en el otro: el marido en la esposa, la esposa en el marido. Esto es comunión. Os cuento que muchas veces vienen aquí a la misa en Santa Marta parejas que cumplen 50°, incluso 60° aniversario de matrimonio. Y son felices, sonríen. Algunas veces he visto —más de una vez— al marido acariciar a la esposa. ¡Después de 50 años! Les hago esta pregunta: «Dime, ¿quién ha soportado a quién?». Y ellos responden siempre: «Los dos». El amor nos lleva a esto: a tener paciencia. Y en estos ancianos matrimonios, que son como el buen vino, que llega a ser más bueno cuando es más añejo, se ve este trabajo cotidiano del hombre por hacer más mujer a su esposa y de la mujer por hacer más hombre a su esposo. No tienen miedo a las diferencias. Este desafío de llevar adelante las diferencias, este desafío los enriquece, los hace madurar, los hace grandes y tienen los ojos brillantes de alegría, de tantos años vividos así en el amor. Qué gran riqueza es esta diversidad, una diversidad que llega a ser complementariedad, pero también reciprocidad. Es como hacer un lazo el uno con el otro. Y esta reciprocidad y complementariedad en la diferencia es muy importante para los hijos. Los hijos maduran viendo a papá y mamá así; maduran la propia identidad en la confrontación con el amor, en la confrontación con esta diferencia. Nosotros hombres aprendemos a reconocer, a través de las figuras femeninas que encontramos en la vida, la extraordinaria belleza de la cual es portadora la mujer. Y las mujeres recorren un itinerario similar, aprendiendo de las figuras masculinas que el hombre es distinto y tiene un modo propio de sentir, comprender y vivir. Y esta comunión en la diversidad es muy importante también para la educación de los hijos, porque las mamás tienen una mayor sensibilidad para algunos aspectos de su vida, mientras que los papás la tienen para otros. Es hermoso este intercambio educativo, que pone al servicio del crecimiento de los hijos los diversos talentos de los padres. Es una cualidad importante, que se debe cultivar y custodiar.

Es muy doloroso cuando una familia vive una tensión que no se puede resolver, una fractura que no logra sanar. ¡Es doloroso! Cuando se presentan las primeras manifestaciones de esto, un papá y una mamá tienen el deber hacia ellos y hacia sus hijos de pedir ayuda, apoyo. Pedir ayuda ante todo a Dios. Recordad el relato de Jesús, lo conocéis bien: el Padre que sabe dar el primer paso hacia sus dos hijos, uno que dejó la casa y gastó todo, el otro que permaneció en casa... El Señor os dará la fuerza para comprender que se puede superar el mal, que la unidad es más grande que el conflicto, que se pueden curar las heridas que nos ocasionamos unos a otros, en nombre de un amor más grande, de ese amor que Él os ha llamado a vivir con el sacramento del matrimonio.

E incluso cuando la separación —tenemos que hablar también de esto— ya parece inevitable, sabed que la Iglesia os lleva en el corazón. Y que vuestra tarea educativa no se interrumpa: vosotros sois y seréis siempre papá y mamá, que no pueden vivir juntos por heridas, por problemas. Por favor buscad siempre un entendimiento, una colaboración, una armonía por el bien y la felicidad de vuestros hijos. Por favor, no usar a los hijos como rehenes. ¡No usar a los hijos como rehenes! Cuánto mal hacen los padres que se han separado, o que están separados en su corazón, cuando el papá habla mal al hijo de la mamá y la mamá le habla mal del papá. Esto es terrible, porque ese niño, ese joven, crece con una tensión que no sabe resolver y aprende el mal camino de la hipocresía, de decir lo que a cada uno le gusta para aprovecharse de la situación. ¡Esto es un mal terrible! Jamás, jamás hablar mal a los hijos del otro. ¡Jamás! Porque ellos son las primeras víctimas de esta lucha y —permitidme la palabra— también de ese odio muchas veces entre los dos. Los hijos son sagrados. ¡No herirlos! «Mira, papá y mamá no se entienden, es mejor separarse. Pero, sabes —dice la mamá— tu papá es un buen hombre»; «sabes —dice el papá— tu mamá es una buena mujer». Se guardan los problemas para ellos, pero no los llevan a los hijos.

Está también el camino del perdón. Perdonaros y acoger mutuamente vuestros límites os ayudará también a comprender y aceptar las fragilidades y las debilidades de vuestros hijos. Ello es una ocasión para amarlos aún más y ayudarles a crecer. Sólo así ellos podrán no asustarse ante los propios límites, no perder la estima, sino seguir adelante. Un papá y una mamá que se aman saben cómo hablar al hijo o a la hija del hecho que se encuentra en un camino difícil; incluso cómo hablar sin palabras. Me decía un dirigente que su mamá había quedado viuda y él era el único hijo; a los 20 años era alcohólico y la mamá trabajaba como empleada doméstica; eran muy pobres, y cuando la mamá salía para ir al trabajo, lo miraba cómo dormía —pero él no dormía, la veía— y sin decir una palabra, se marchaba. Esta mirada de la mamá salvó al hijo, porque él dijo: «No puede ser que mi mamá vaya a trabajar y yo viva para emborracharme». Y este hombre cambió. La mirada, sin palabras, puede incluso salvar a los hijos. Los hijos perciben todo esto.

Y el don del matrimonio, que es tan bonito, tiene también una misión. Una misión que es muy importante.

Vosotros sois colaboradores del Espíritu Santo que nos susurra las palabras de Jesús. Sedlo también para vuestros hijos. Sed misioneros de vuestros hijos. Ellos aprenderán de vuestros labios y de vuestra vida que seguir al Señor dona entusiasmo, ganas de entregarse por los demás, dona esperanza siempre, también ante las dificultades y el dolor, porque nunca se está solo, sino siempre con el Señor y con los hermanos. Y esto es importante sobre todo en la edad de la pre-adolescencia, cuando la búsqueda de Dios se hace más consciente y las preguntas exigen respuestas bien fundadas.

Y no quisiera acabar sin decir una palabra a los abuelos, a nuestros abuelos. ¿Sabéis que en Roma los ancianos son el 21,5 por ciento de la población? Un cuarto de la población romana la forman los abuelos. En esta ciudad hay 617.635 abuelos. ¡Cuántos ancianos! Sólo una pregunta: en la familia, ¿tienen los abuelos un lugar digno? Ahora estoy seguro que sí, porque con la falta de trabajo van a los abuelos a buscar la pensión... Esto sí, se hace... Pero los abuelos, que son la sabiduría de un pueblo, que son la memoria de un pueblo, que son la sabiduría de la familia, ¿tienen un lugar digno? Los abuelos que salvaron la fe en muchos países donde estaba prohibido practicar la religión y llevaban a escondidas a bautizar a los niños; y los abuelos que enseñaban las oraciones. Hoy los abuelos están en el seno de la familia... Los abuelos son aburridos, hablan siempre de lo mismo, llevémoslos a una residencia de ancianos... Cuántas veces pensamos así. Estoy seguro que ya conté esta historia, una historia que escuché siendo niño, en mi casa. Se cuenta que en una familia el abuelo vivía allí, con el hijo, la nuera, los nietos. Pero el abuelo había envejecido, había sufrido un pequeño ictus, era anciano y cuando comía en la mesa se ensuciaba un poco. El papá sentía vergüenza de su padre, y decía: «No podemos invitar gente a casa...». Y decidió hacer una mesita, en la cocina, para que el abuelo comiese solo en la cocina. La situación acabó así... Algunos días después, al llegar a casa después del trabajo encuentra a su hijo —de 6-7 años— jugando con madera, martillo y clavos... «¿Qué haces, niño?» - «Estoy haciendo una mesita...» - «¿Para qué?» - «Para que cuando tú seas anciano puedas comer solo como come el abuelo». No os avergoncéis del abuelo. No os avergoncéis de los ancianos. Ellos nos transmiten sabiduría, prudencia; nos ayudan mucho. Y cuando se enferman nos piden muchos sacrificios, es verdad. Algunas veces no hay otra solución más que llevarlos a una residencia... Pero que sea la última, la última cosa que se haga. Los abuelos en casa son una riqueza.

Muchas gracias por esto. Recordad: amor, amor. Sembrad amor. Recordad lo que dijo aquel niño: «Hoy vi a papá y mamá darse un beso». ¡Qué hermoso!

 



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