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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE JAPÓN,
EN VISITA “AD LIMINA APOSTOLORUM”

Viernes, 20 de marzo de 2015

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Queridos hermanos obispos:

Os doy una calurosa bienvenida con ocasión de vuestra visita ad limina Apostolorum, mientras realizáis vuestra peregrinación a las tumbas de los santos Pedro y Pablo. Vuestra presencia aquí me da gran alegría, porque es una oportunidad para renovar los vínculos de amor y comunión entre la Sede de Pedro y la Iglesia en Japón, y para reflexionar sobre la vida de vuestras comunidades locales. Agradezco al arzobispo Okada los saludos que me ha dirigido en nombre vuestro y de los sacerdotes, religiosos y laicos de vuestras diócesis. Os pido que les aseguréis mi afecto y mis oraciones.

La Iglesia en Japón ha experimentado abundantes bendiciones, pero también ha conocido sufrimientos. A partir de estas alegrías y dolores, vuestros antepasados en la fe os transmitieron una herencia viva que hoy adorna a la Iglesia y alienta su camino hacia el futuro. Tal herencia se funda en los misioneros que antes que nadie llegaron a estas orillas y proclamaron la Palabra de Dios, Jesucristo. Pensemos, especialmente, en san Francisco Javier, en sus compañeros, y en todos los que a lo largo de los años ofrecieron su vida al servicio del Evangelio y del pueblo japonés. El testimonio de Cristo llevó a muchos de estos misioneros, así como a algunos de los primeros miembros de la comunidad católica japonesa, a derramar su propia sangre y, a través de este sacrificio, produjo muchas bendiciones para la Iglesia, fortaleciendo la fe del pueblo. Recordemos, en particular, a san Pablo Miki y sus compañeros, cuya sólida fe en medio de las persecuciones fue para la pequeña comunidad cristiana un estímulo para perseverar en las pruebas.

Este año celebráis otro aspecto de esta rica herencia, o sea, la aparición de los «cristianos ocultos». Aun cuando todos los misioneros laicos y los sacerdotes fueron expulsados del país, la fe de la comunidad cristiana no se enfrió. Más aún, los tizones de la fe que el Espíritu Santo encendió a través de la predicación de aquellos evangelizadores y sostuvo con el testimonio de los mártires, quedaron a salvo gracias a la solicitud de los fieles laicos que conservaron la vida de oración y de catequesis de la comunidad católica en una situación de gran peligro y persecución.

Estos dos pilares de la historia católica en Japón, la actividad misionera y los «cristianos ocultos», siguen sosteniendo la vida de la Iglesia hoy y ofrecen una guía para vivir la fe. En todo tiempo y en todo lugar la Iglesia es una Iglesia misionera, que se esfuerza por evangelizar y hacer discípulos en todas las naciones, y al mismo tiempo enriquece continuamente la fe de la comunidad de los creyentes e instila en ellos la responsabilidad de alimentar esta fe en el hogar y en la sociedad.

Me uno a vosotros al expresar profunda gratitud a los numerosos misioneros que aún hoy cooperan con vuestras diócesis. En colaboración con los sacerdotes y religiosos locales, así como con los responsables laicos, contribuyen generosamente a satisfacer las necesidades no sólo de la comunidad católica, sino también de la sociedad en sentido más amplio. Además de sostener sus diversos esfuerzos de evangelización, también os animo a estar atentos a sus necesidades espirituales y humanas, de modo que no se descorazonen en su servicio, sino que perseveren en sus compromisos. De igual modo, guiadlos en la comprensión de las usanzas del pueblo japonés para que puedan ser cada vez más servidores eficientes del Evangelio y busquen juntos nuevos modos de evangelizar la cultura (cf. Evangelii gaudium, 69).

Sin embargo, la obra de evangelización no es sólo responsabilidad de cuantos dejan su propia casa y van a tierras lejanas a predicar el Evangelio. De hecho, a través de nuestro bautismo todos estamos llamados a ser evangelizadores y a testimoniar la buena nueva de Jesús dondequiera que estemos (cf. Mt 28, 19-20).

Estamos llamados a ir más allá, a ser una comunidad evangelizadora, aunque esto signifique sencillamente abrir la puerta principal de nuestra casa y salir para encontrar a nuestros vecinos. «La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así “olor a oveja” y éstas escuchan su voz» (Evangelii gaudium, 24). Aunque la comunidad católica es pequeña, la sociedad japonesa aprecia vuestras Iglesias particulares por sus numerosas contribuciones nacidas de vuestra identidad cristiana, que sirve a las personas independientemente de su religión. Os elogio por vuestros numerosos esfuerzos en los campos de la educación, la salud, el servicio a los ancianos, a los enfermos y a los discapacitados, y por vuestras obras caritativas, que han sido particularmente importantes con ocasión de la trágica devastación provocada por el terremoto y el tsunami hace cuatro años. Asimismo, expreso profundo aprecio por vuestras iniciativas en favor de la paz, sobre todo por vuestros esfuerzos por conservar frente al mundo el inmenso sufrimiento padecido por el pueblo de Hiroshima y Nagasaki al final de la segunda guerra mundial, hace setenta años. Con todas estas obras no sólo satisfacéis las necesidades de la comunidad, sino que también creáis oportunidades de diálogo entre la Iglesia y la sociedad. Tal diálogo es particularmente importante porque favorece la comprensión recíproca y promueve una mayor cooperación con vistas al bien común. Abre, además, nuevos caminos a la predicación del Evangelio, y a quienes servimos los invita a encontrarse con Jesucristo. Jamás rechacemos predicar el Evangelio y, mediante nuestras buenas obras, testimoniar a Cristo (cf. St 2, 18).

Si vuestros esfuerzos misioneros deben dar fruto, el ejemplo de los «cristianos ocultos» tiene mucho que enseñarnos. Aun siendo pocos y debiendo afrontar cada día persecuciones, esos creyentes fueron capaces de conservar la fe estando atentos a su relación personal con Jesús, una relación construida mediante una sólida vida de oración y un compromiso sincero en favor del bien de la comunidad. De modo análogo, la Iglesia está hoy fortalecida, y sus esfuerzos de evangelización llegan a ser efectivos cuando su fe está anclada en la relación personal con Cristo y sostenida por las comunidades parroquiales y eclesiales que los acompañan diariamente.

Aunque los «cristianos ocultos» no tuvieron el beneficio de la plena vida sacramental de la Iglesia, hoy vuestras Iglesias particulares se benefician con el ministerio de muchos sacerdotes piadosos que atienden las necesidades espirituales de los fieles. Pero se exige mucho de ellos, y las numerosas responsabilidades que tienen a menudo los alejan de las mismas personas a las que deberían servir. Os exhorto a trabajar con vuestros sacerdotes para asegurar que tengan el tiempo y la libertad necesarios para estar a disposición de quienes son confiados a su cuidado. Para que sean eficientes al proclamar el Evangelio, os pido que prestéis una atención particular a su formación humana y espiritual no sólo mientras están en el seminario, sino también durante toda su vida. Que vuestros sacerdotes vean en vosotros tanto a un padre que está siempre disponible para sus hijos como a un hermano que permanece siempre a su lado para compartir las alegrías y las dificultades de la vida. Este fuerte testimonio de fraternidad y comunión entre los obispos y sus sacerdotes ayudará a los jóvenes a discernir más fácilmente y aceptar la llamada al sacerdocio.

Vuestras comunidades están ulteriormente fortalecidas por el testimonio de religiosos y religiosas cuya consagración prefigura la nueva Jerusalén en el cielo, y cuyos apostolados están al servicio de la edificación del reino de Cristo en la tierra (cf. Ap 21, 1-2). También me uno a vosotros en la acción de gracias al Señor por el don de la vida religiosa en Japón, por cuantos provienen del extranjero y por los que vienen de vuestras comunidades locales. En unión con vuestros sacerdotes y responsables laicos, sirven generosamente a la Iglesia en Japón y ofrecen los frutos de su fe a la sociedad. Que ellos tengan siempre vuestro apoyo y que vosotros busquéis siempre nuevas oportunidades de cooperación en la obra apostólica.

Los «cristianos ocultos» de Japón nos recuerdan que la obra para promover la vida de la Iglesia y de la evangelización requiere la participación plena y activa de los laicos. Su misión es doble: comprometerse en la vida de la parroquia y de la Iglesia particular e impregnar el orden social con su testimonio cristiano. Esta misión se realiza sobre todo en la familia, donde la fe acompaña cada fase de la vida e ilumina todas nuestras relaciones en la sociedad (cf. Lumen fidei, 53-54). Cuando dirigimos nuestra atención y nuestros recursos a apoyar a la familia, comenzando por la preparación matrimonial y continuando con la catequesis en cada fase de la vida, enriquecemos nuestras parroquias y nuestras Iglesias particulares. De este modo, también nuestras sociedades y nuestras culturas se impregnan de la fragancia del Evangelio. A través del testimonio de los fieles japoneses, «la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra “la belleza de este rostro pluriforme”» (Evangelii gaudium, 116). Así, a menudo, cuando este testimonio nos parece carente, no es porque los fieles no quieran ser discípulos misioneros, sino más bien porque se consideran incapaces de dicha tarea. Os animo en cuanto pastores a instilar en ellos un profundo aprecio por su llamada y a darles muestras concretas de apoyo y guía, para que puedan responder con generosidad y valentía a esta llamada.

Queridos hermanos, os agradezco el testimonio cristiano que vosotros y vuestras Iglesias particulares dais cada día. Con estos pensamientos, os encomiendo a la intercesión de María, Madre de la Iglesia, y os imparto de corazón mi bendición apostólica, como prenda de paz y alegría en el Señor.

 



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