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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN MIXTA INTERNACIONAL PARA EL DIÁLOGO TEOLÓGICO
ENTRE LA IGLESIA CATÓLICA Y LAS IGLESIAS ORTODOXAS ORIENTALES

Sala Clementina
Viernes 27 de enero de 2017

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Queridos hermanos en Cristo:

Al mismo tiempo que os doy una alegre bienvenida agradezco vuestra presencia y las amables palabras que el Metropolitano Bishoy me ha dirigido en nombre de todos. Gracias también por ese hermoso icono, tan significativo, de la sangre de Cristo, que nos revela la redención desde el seno de la Virgen María. ¡Muy hermoso! A través de vosotros extiendo un cordial saludo a los Jefes de las Iglesias ortodoxas orientales, mis venerables hermanos.

Miro con gratitud la labor de vuestra Comisión, fundada en 2003 y llegada a su decimocuarto encuentro. El año pasado comenzasteis a profundizar en la naturaleza de los sacramentos, especialmente el bautismo. Precisamente en el bautismo hemos redescubierto el fundamento de la comunión entre los cristianos; católicos y ortodoxos orientales podemos repetir lo que afirmaba el apóstol Pablo: «Nosotros fuimos bautizados en un solo Espíritu» y pertenecemos a «un solo cuerpo» (1Cor 12,13). Durante esta semana habéis reflexionado ulteriormente sobre los aspectos históricos, teológicos y eclesiológicos de la Santa Eucaristía, «fuente y cumbre de toda la vida cristiana», que admirablemente expresa y realiza la unidad del pueblo de Dios (Conc. Ecum. Vat. II, Const. Lumen gentium, 11). Mientras os animo a perseverar, cultivo la esperanza de que vuestro trabajo dé indicaciones preciosas para nuestro recorrido, facilitando el camino hacia ese día tan esperado cuando tengamos la gracia de celebrar el Sacrificio del Señor en el mismo altar, como signo de comunión eclesial plenamente restablecida.

Muchos de vosotros pertenecéis a Iglesias que asisten cotidianamente al azote de la violencia y de actos terribles, perpetrados por el extremismo fundamentalista. Somos conscientes de que situaciones de semejante sufrimiento se arraigan con mayor facilidad en contextos de pobreza, injusticia y exclusión social, debidas también a la inestabilidad generada por intereses de parte, a menudo externos, y por conflictos precedentes, que han producido condiciones de vida miserables y desiertos culturales y espirituales, en los cuales es fácil manipular e instigar al odio. Día tras día, vuestras Iglesias están cercanas al sufrimiento, llamadas a sembrar concordia y a reconstruir pacientemente la esperanza, confortando con la paz que viene del Señor, una paz que juntos tenemos que ofrecer a un mundo herido y lacerado.

«Si un miembro sufre, todos sufren con él», escribía San Pablo (1Cor 12,26). Estos sufrimientos vuestros son nuestros sufrimientos. Me uno a vosotros en la oración, invocando el fin de los conflictos y la cercanía de Dios a las poblaciones sometidas a duras pruebas, en especial por los niños, los enfermos y los ancianos. Llevo en mi corazón, en particular, a los obispos, sacerdotes, consagrados y fieles, víctimas de secuestros crueles, y a todos aquellos que han sido tomados como rehenes o reducidos a la esclavitud.

Ojalá sea un fuerte apoyo a la comunidad cristiana la intercesión y el ejemplo de tantos mártires y santos, que han dado un valiente testimonio de Cristo y han alcanzado la plena unidad: ellos. Y nosotros ¿qué esperamos? Ellos nos revelan el corazón de nuestra fe, que no consiste en un mensaje genérico de paz y de reconciliación, sino en el mismo Jesús, crucificado y resucitado: él es nuestra paz y nuestra reconciliación (cf. Ef 2,14; 2Cor 5,18). Como discípulos suyos, estamos llamados a testimoniar por doquier, con fortaleza cristiana, su amor humilde que reconcilia al hombre de todo tiempo. Allí donde la violencia llama más violencia y donde la violencia siembra la muerte, nuestra respuesta es el fermento puro del Evangelio, que, sin prestarse a lógicas de fuerza, hace surgir frutos de vida también en la tierra árida y auroras de esperanza después de las noches de terror.

El centro de la vida cristiana, el misterio de Jesús, muerto y resucitado por amor, es también el punto de referencia para el camino hacia la unidad plena. Los mártires, una vez más, nos muestran el camino: ¡cuántas veces el sacrificio de la vida ha llevado a los cristianos, de lo contrario divididos en muchas cosas, a estar unidos! Mártires y santos de todas las tradiciones eclesiales ya son en Cristo una sola cosa (cf. Jn 17,22); sus nombres están escritos en el martirologio único e indivisible de la Iglesia de Dios. Se sacrificaron por amor en la tierra y habitan la única Jerusalén celeste, cerca del Cordero inmolado (Ap 7,13-17). Su vida ofrecida como don nos llama a la comunión, a avanzar con mayor impulso por el camino hacia la unidad plena. Así como en la Iglesia primitiva la sangre de los mártires fue semilla de nuevos cristianos, que también hoy la sangre de tantos mártires sea semilla de unidad entre los creyentes, signo e instrumento de un porvenir de comunión y paz.

Queridos hermanos, os estoy agradecido porque trabajáis con este fin. Mientras os doy las gracias por la visita, invoco sobre vosotros y vuestro ministerio la bendición y la protección de la Santa Madre de Dios.

Y si os parece bien, cada uno en su propio idioma, podemos rezar juntos el Padre Nuestro.

[Padre Nuestro]


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 27 de enero de 2017.

 



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