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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MISIONEROS DE LA MISERICORDIA

Sala Regia
Martes, 10 de abril de 2018

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Queridos misioneros:

Bienvenidos, gracias, y espero que los que hayan sido nombrados obispos no hayan perdido la capacidad de “misericordiar”. Es importante.

Para mí es una alegría encontraros después de la hermosa experiencia del Jubileo de la Misericordia. Como sabéis, al final de ese Jubileo extraordinario vuestro ministerio debería haber terminado. Y, sin embargo, reflexionando sobre el gran servicio que habéis prestado a la Iglesia, y sobre cuánto bien habéis hecho a muchos creyentes a través de vuestra predicación y especialmente con la celebración del sacramento de la Reconciliación, he pensado que era apropiado que vuestro mandato pudiera ser prolongado durante algún un tiempo. He recibido muchos testimonios de conversiones surgidas a través de vuestro servicio. Y sois testigos de ello. Debemos reconocer verdaderamente que la misericordia de Dios no conoce fronteras y con vuestro ministerio sois un signo concreto de que la Iglesia no puede, no debe y no quiere crear ninguna barrera o dificultad que impida el acceso al perdón del Padre. El “hijo pródigo” no tuvo que pasar por la aduana: fue acogido por el Padre, sin obstáculos.

Doy las gracias a Monseñor Fisichella por sus palabras introductorias y a los colaboradores del Consejo Pontificio para la Nueva Evangelización por organizar estos días de oración y reflexión. Pienso también en aquellos que no pudieron venir, para que se sientan, de todas formas, partícipes y, aunque sea a distancia, también les llegue mi aprecio y mi agradecimiento.

Me gustaría compartir con vosotros algunas reflexiones para sostener mejor la responsabilidad que he puesto en vuestras manos, y para que el ministerio de misericordia que estáis llamados a vivir de un modo especial se exprese de la mejor manera, de acuerdo con la voluntad del Padre que Jesús nos reveló, y que en la luz de Pascua adquiere su significado más pleno. Y con estas palabras ―el discurso quizás será algo largo― quisiera subrayar la doctrina de vuestro ministerio, que no es una idea ―“hagamos esta experiencia pastoral y luego veremos cómo sale”―, no. Es una experiencia pastoral que tiene detrás una doctrina verdadera y propia.

Una primera reflexión la sugiere el texto del profeta Isaías, donde leemos: «En el momento de la benevolencia, te respondí, el día de la salvación te ayudé. [...] el Señor consuela a su pueblo y tiene misericordia de sus pobres. Dice Sión : “El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado”. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (Is 49, 8.13-15). Es un texto impregnado del tema de la misericordia. La benevolencia, el consuelo, la cercanía, la promesa del amor eterno...: todas son expresiones que pretenden expresar la riqueza de la misericordia divina, sin agotarla solamente en un aspecto.

San Pablo, en su segunda carta a los Corintios, tomando este texto de Isaías, lo actualiza y parece querer aplicarlo precisamente a nosotros. Escribe así: «Y como cooperadores suyos que somos, os exhortamos a que no recibáis en vano la gracias de Dios. Pues dice él: “En el tiempo favorable te escuché y en el día de salvación te ayudé”. ¡Mirad, ahora es el tiempo favorable; ahora el día de salvación!» (6,1-2). La primera indicación que nos brinda el Apóstol es que somos colaboradores de Dios. Cuanto sea intenso este llamado, es fácil de verificar. Algunos versículos antes, Pablo había expresado el mismo concepto diciendo: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios exhortara por medio de nosotros. En nombre de Cristo os suplicamos: ―parece como si estuviera de rodillas― ¡reconciliaos con Dios!» (5,20). El mensaje que nosotros llevamos como embajadores en nombre de Cristo es hacer las paces con Dios. Nuestro apostolado es un llamado a buscar y recibir el perdón del Padre. Como podemos ver, Dios necesita hombres que lleven al mundo su perdón y su misericordia. Es la misma misión que el Señor resucitado dio a los discípulos después de su Pascua: «Jesús les dijo otra vez: “¡La paz sea con vosotros! Como el Padre me envío, también yo os envío”. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,21-23). Esta responsabilidad puesta en nuestras manos ―nosotros somos responsables― requiere un estilo de vida coherente con la misión que hemos recibido. Siempre es el Apóstol quien lo recuerda: «A nadie damos ocasión alguna de tropiezo, para que no se haga mofa del ministerio» (2 Cor 6,3). Ser colaboradores de la misericordia, por lo tanto, presupone vivir el amor misericordioso que nosotros hemos experimentado primero. No podría ser de otra manera.

En este contexto, recuerdo las palabras que Pablo, al final de su vida, ya anciano, escribió a Timoteo, su fiel colaborador que dejará como sucesor suyo en la comunidad de Éfeso. El Apóstol agradece al Señor Jesús por haberlo llamado al ministerio (cf. 1Tm 1,12); confiesa que fue un «blasfemo, un perseguidor y un insolente»; y sin embargo, dice, «encontré misericordia» (1,13). Os confieso que tantas, tantas veces, me detengo en este versículo: “Encontré misericordia”. Y a mí me hace bien, me da valor. Por decirlo así, siento come el abrazo del Padre, las caricias del Padre. Repetir esto, a mí, personalmente, da mucha fuerza, porque es verdad: yo también puedo decir “encontré misericordia”. La gracia del Señor fue superabundante en él; actuó de tal manera que le hizo comprender lo pecador que era y, a partir de aquí, le permitió descubrir el núcleo del Evangelio. Por eso escribe: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo. Y si hallé misericordia, fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia» (1,15-16). Al final de la vida, el Apóstol no renuncia a reconocer quién era, no oculta su pasado. Podría hacer una lista de sus muchos éxitos, nombrar las tantas comunidades que había fundado...; en cambio, prefiere subrayar la experiencia que más le afectó y marcó en la vida. A Timoteo le indica el camino a seguir: reconocer la misericordia de Dios sobre todo en la existencia personal. Ciertamente, no se trata de acomodarse al hecho de ser pecadores, como si quisiéramos justificarnos cada vez, anulando así el poder de la conversión. Pero siempre debemos recomenzar desde este punto fijo: Dios me ha tratado con misericordia. Esta es la clave para convertirse en cooperadores de Dios. Experimentamos la misericordia y nos convertimos en ministros de misericordia. En resumen, los ministros no se colocan por encima de los demás como si fueran jueces de los hermanos pecadores. Un verdadero misionero de misericordia se refleja en la experiencia del Apóstol: Dios me ha elegido; Dios confía en mí; Dios ha puesto su confianza en mí llamándome, a pesar de ser un pecador, para que sea su cooperador para que haga real, eficaz y concreta su misericordia.

Este es el comienzo, por decirlo así. Prosigamos.

Sin embargo, San Pablo agrega a las palabras del profeta Isaías algo extremadamente importante. Cuántos son cooperadores de Dios y administradores de misericordia deben prestar atención para no hacer vana la gracia de Dios. Él escribe: «Os exhortamos a que no recibáis en vano la gracia de Dios» (2Cor 6,1). Esta es la primera advertencia que recibimos: reconocer la acción de la gracia y su primacía en nuestras vidas y personas.

Sabéis que me gusta mucho el neologismo: primerear. Como la flor del almendro, así se define el Señor. “Yo soy como la flor del almendro”. Primerear. La primavera, primerear. Y me gusta este neologismo para expresar precisamente la dinámica del primer acto con el que Dios viene a nuestro encuentro. El primerear de Dios nunca puede ser olvidado o dado como obvio, de lo contrario no se entiende plenamente el misterio de la salvación realizada mediante el acto de reconciliación que Dios obra a través del misterio pascual de Jesucristo. La reconciliación no es, como a menudo pensamos, una iniciativa privada nuestra o el fruto de nuestro esfuerzo. Si este fuera el caso, caeríamos en esa forma de neo-pelagianismo que tiende a sobreestimar al hombre y sus proyectos, olvidando que el Salvador es Dios y no nosotros. Siempre debemos reiterar, pero especialmente con respecto al sacramento de la Reconciliación, que la primera iniciativa es del Señor; es Él quien nos precede en el amor, pero no de forma universal: caso por caso. En cada caso Él precede, con cada persona. Por esta razón, la Iglesia «sabe adelantarse ―tiene que hacerlo―, sabe tomar la iniciativa sin miedo, salir al encuentro, buscar a los lejanos y llegar a los cruces de los caminos para invitar a los excluidos. El Evangelio nos dice que la fiesta fue con ellos (cf. Lc 14,21).Vive un deseo inagotable de brindar misericordia, fruto de haber experimentado la infinita misericordia del Padre y su fuerza difusiva» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 24) .

Cuando se acerca a nosotros un penitente, es importante y consolador reconocer que estamos ante el primer fruto del encuentro ya acaecido con el amor de Dios, que con su gracia ha abierto su corazón haciéndolo disponible a la conversión. Nuestro corazón sacerdotal debe percibir el milagro de una persona que se ha encontrado con Dios y que ya ha experimentado la eficacia de su gracia. No podría haber una verdadera reconciliación, si ésta no comenzase con la gracia de un encuentro con Dios que precede al encuentro con nosotros los confesores. Esta mirada de fe permite situar la experiencia de reconciliación como un evento que tiene su origen en Dios, el Pastor que apenas se da cuenta de haber perdido una oveja sale a buscarla hasta que no la encuentra (cf. Lc 15,4 -6).

Nuestra tarea, y este es un segundo paso, consiste en no hacer vana la acción de la gracia de Dios, sino sostenerla y permitir que se realice. A veces, desafortunadamente, puede suceder que un sacerdote, con su comportamiento, en lugar de acercar al penitente, lo aleje. Por ejemplo, para defender la integridad del ideal evangélico, se descuidan los pasos que una persona da día tras día. No se alimenta así la gracia de Dios. Reconocer el arrepentimiento del pecador equivale a darle la bienvenida con los brazos abiertos, para imitar al padre de la parábola que da la bienvenida a su hijo cuando vuelve a casa (Lc 15,20); significa no dejarle que termine ni siquiera las palabras. A mí, esto me ha llamado siempre la atención: el papá ni siquiera le ha dejado que terminase las palabras, lo ha abrazado. Él tenía el discurso preparado pero (el padre) lo abraza. Significa no dejarle ni siquiera terminar las palabras que había preparado para disculparse (cf. v 22), porque el confesor ya ha entendido todo, fuerte de la experiencia de ser un pecador también. No hay necesidad de hacer que se avergüence aquel que ya ha reconocido su pecado y sabe que se ha equivocado; no es necesario inquirir ―esos confesores que preguntan, preguntan, diez, veinte, treinta, cuarenta minutos… ¿Y cómo se hizo? ¿Y cómo…? No es necesario inquirir allí donde la gracia del Padre ya ha intervenido; no está permitido violar el espacio sagrado de una persona en su relación con Dios. Un ejemplo de la Curia romana: hablamos tan mal de la Curia romana, pero aquí dentro hay santos. Un cardenal, Prefecto de una Congregación, tiene la costumbre de ir a confesar a Santo Spirito in Sassia, dos o tres veces por semana ―tiene su horario fijo― y un día, explicando, dijo: “ Cuando me doy cuenta de que una persona empieza a tener dificultades en decir algo y yo ya he entendido de qué se trata, le digo: “He entendido. Sigue”. Y esa persona “respira”. Es un buen consejo: cuando se sabe de qué se trata “he entendido, sigue”.

Aquí, la bella expresión del profeta Isaías adquiere todo su significado: «En tiempo favorable te escuché, el día de la salvación te ayudé» (49.8). De hecho, el Señor siempre responde a la voz de los que claman a Él con un corazón sincero. Aquellos que se sienten abandonados y solo pueden experimentar que Dios sale a su encuentro. La parábola del hijo pródigo relata que «cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio, tuvo compasión, corrió a su encuentro» (Lc 15,20). Y se arrojó a sus brazos. Dios no está ocioso esperando al pecador: corre hacia él, porque la alegría de verlo regresar es demasiado grande, y Dios tiene esta pasión de alegrarse, de alegrarse cuando ve que llega el pecador. Casi parece que Dios mismo tenga un “corazón inquieto” hasta que encuentra al hijo que se había perdido. Cuando aceptamos al penitente, tenemos que mirarlo a los ojos y escucharlo para permitir que sienta el amor de Dios que perdona a pesar de todo, que lo viste con el traje de fiesta y le da el anillo, signo de pertenencia a su familia (cf. v. 22).

El texto del profeta Isaías nos ayuda a dar un paso más en el misterio de la reconciliación, donde dice: «el que tiene piedad de ellos los conducirá y a manantiales de agua los guiará» (49,10). La misericordia, que requiere escuchar, permite guiar los pasos del pecador reconciliado. Dios libera del miedo, de la angustia, de la vergüenza, de la violencia. El perdón es realmente una forma de liberación para restaurar la alegría y el significado de la vida. El grito de los pobres que pide ayuda corresponde al grito del Señor que promete la liberación a los prisioneros y a los que están en la oscuridad les dice: «Salid» (49, 9). Una invitación a salir de la condición de pecado para retomar la vestimenta de los hijos de Dios. En resumen, la misericordia liberando restaura la dignidad. El penitente no se demora en compadecerse por el pecado cometido; y el sacerdote no lo culpa por el mal del que se arrepintió; más bien, lo alienta a mirar hacia el futuro con nuevos ojos, llevándolo «a los manantiales de agua» (cf. 49,10). Esto significa que el perdón y la misericordia nos permiten mirar de nuevo a la vida con confianza y compromiso. Es como decir que la misericordia abre a la esperanza, crea esperanza y se nutre de esperanza. La esperanza también es realista, es concreta. El confesor es misericordioso también cuando dice: “Sigue, adelante, sigue, ve”. Le da esperanza. “¿Y si pasa algo?” ― Vuelves, no hay problemas. El Señor siempre te espera. No te avergüences de volver, porque el camino está lleno de piedras y de cáscaras de plátano que te hacen resbalar.

San Ignacio de Loyola ―permitidme algo de publicidad de la familia― tiene una enseñanza significativa sobre el tema, porque habla de la capacidad de hacer sentir el consuelo de Dios. No hay solamente perdón, paz, sino también consuelo. Escribe así: «La consolación interior, que echa toda turbación, y trae a todo amor del Señor, y a quiénes ilumina en tal consolación, a quiénes descubre muchos secretos. Finalmente, con esta divina consolación todos trabajos son placer, y todas fatigas descanso. El que camina con este fervor, calor y consolación interior, no hay tan grande carga que no le parezca ligera; ni penitencia, ni otro trabajo tan grande, que no sea muy dulce. Esta nos muestra y abre el camino de lo que debemos seguir, y huir de lo contrario ―repito: esta consolación nos muestra y abre el camino de lo que debemos seguir, y huir de lo contrario. Hay que aprender a vivir con consolación―; ésta ―sigue diciendo Ignacio― no está siempre en nosotros, mas camina siempre sus tiempos ciertos según la ordenación, y todo esto para nuestro provecho» (Carta a Sor Teresa Rejadell, 18 de junio de 1536: Epistolario 99-107). Es bueno pensar que precisamente el sacramento de la Reconciliación puede convertirse en un momento favorable para percibir y aumentar la consolación interior que anima el camino del cristiano. Y quiero decir esto: nosotros, con la “espiritualidad de las quejas”, corremos el peligro de perder el sentido de la consolación. También de perder ese oxígeno que es vivir con consolación. A veces es fuerte, pero siempre hay una consolación mínima, que es dada a todos: la paz. La paz es el primer grado de la consolación. No hay que perderla. Porque es precisamente el oxígeno puro, sin smog, de nuestra relación con Dios. La consolación. Del más alto al más bajo, que es la paz.

Vuelvo a las palabras de Isaías, encontramos después los sentimientos de Jerusalén que se siente abandonada y olvidada por Dios: «Dice Sión : “El Señor me ha abandonado, el Señor me ha olvidado”. ¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido» (49,13-15). Por un lado, resulta extraño este reproche al Señor por haber abandonado a Jerusalén y a su pueblo. Con mucha más frecuencia, leemos en los profetas que es el pueblo el que abandona al Señor. Jeremías es muy claro al respecto cuando dice: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas que el agua no retienen» (2,13). El pecado es abandonar a Dios, darle la espalda para mirarse solo a sí mismo. Una dramática confianza en sí mismo que causa grietas por todos los lados y no es capaz de dar estabilidad y consistencia a la vida. Sabemos que esta es la experiencia diaria que vivimos en primera persona. Y, sin embargo, hay momentos en los que realmente se siente el silencio y el abandono de Dios. No solo en las grandes horas oscuras de la humanidad de todas las épocas, que hacen surgir en muchos el interrogante del abandono de Dios. Pienso ahora en la Siria de hoy, por ejemplo. También sucede que en las vivencias personales, incluso en las de los santos, podamos experimentar el abandono.

¡Qué triste experiencia la del abandono! Tiene diferentes grados, hasta la separación definitiva por la llegada de la muerte. Sentirse abandonado lleva a la desilusión, a la tristeza, a veces a la desesperación, y a las diversas formas de depresión que muchos sufren hoy en día. Y, sin embargo, cada forma de abandono, por paradójico que parezca, se inserta dentro de la experiencia del amor. Cuando se ama y se experimenta el abandono, entonces la prueba se vuelve dramática y el sufrimiento adquiere rasgos de violencia inhumana. Si no se inserta en el amor, el abandono se vuelve sin sentido y trágico, porque no encuentra esperanza. Por lo tanto, es necesario que esas expresiones del profeta sobre el abandono de Jerusalén por Dios se coloquen a la luz del Gólgota. El grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), da voz al abismo del abandono. Pero el Padre no le responde. Las palabras del Crucificado parecen resonar en el vacío, porque este silencio del Padre por el Hijo es el precio a pagar para que nadie se sienta abandonado por Dios. El Dios que amó al mundo hasta el punto de dar a su Hijo (Jn 3,16), hasta el punto de abandonarlo en la cruz, nunca abandonará a nadie: su amor siempre estará allí, más cerca, más grande y más fiel que cualquier abandono.

Isaías, después de reiterar que Dios no olvidará a su pueblo, concluye diciendo: «Míralo, en las palmas de mi mano te tengo tatuada» (49,16). Increíble: Dios ha “tatuado” mi nombre en su mano. Es como un sello que me da certeza, con el que promete que nunca se alejará de mí. Estoy siempre delante de él; cada vez que Dios mira su mano, me recuerda porque ¡ha grabado mi nombre! Y no olvidemos que mientras el profeta escribe, Jerusalén está realmente destruida; el templo ya no existe; la gente es esclava en el exilio. Sin embargo, el Señor dice: «Tus muros están ante mí perpetuamente» (ibíd.). En la palma de la mano de Dios, los muros de Jerusalén son sólidos como una fortaleza inexpugnable. La imagen también se aplica a nosotros: mientras la vida se destruye bajo la ilusión del pecado, Dios mantiene viva su salvación y sale al encuentro con su ayuda. En su mano paternal encuentro mi vida renovada y proyectada hacia el futuro, llena del amor que solo Él puede dar. También vuelve a la mente el libro del amor, el Cantar de los Cantares, donde encontramos una expresión similar a la recordada por el profeta: «Ponme cual sello sobre tu corazón, como un sello en tu brazo» (8,6). Como sabemos, la función del sello era evitar que se violara algo íntimo; en la cultura antigua se tomaba como una imagen para indicar que el amor entre dos personas era tan sólido y estable que continuaba más allá de la muerte. La continuidad y la perennidad son la base de la imagen del sello que Dios ha puesto sobre sí para evitar que alguien pueda pensar que lo ha abandonado: «Yo no te olvido» (Is 49,15). Sello. Tatuaje.

Y termino. Es esta certeza típica del amor la que estamos llamados a sostener en aquellos que se acercan al confesionario, para darles la fuerza para creer y esperar. La capacidad de poder comenzar de nuevo, a pesar de todo, porque Dios toma cada vez de la mano y empuja a mirar hacia adelante. La misericordia toma de la mano e infunde la certeza de que el amor con el que Dios ama derrota toda forma de soledad y abandono. Los Misioneros de la Misericordia están llamados a ser intérpretes y testigos de esta experiencia, que se inserta en una comunidad que acoge a todos y siempre sin distinción, que sostiene a todos en las necesidades y las dificultades, que vive la comunión como fuente de vida.

En las últimas semanas, me ha conmovido especialmente una colecta del tiempo de Cuaresma (miércoles de la cuarta semana), que de alguna manera parece hacer una síntesis de estas reflexiones. La comparto con vosotros, para que podemos convertirlo en nuestra oración y estilo de vida:

«Padre, que concedes a los justos el premio de sus méritos
y el perdón a los pecadores que se arrepienten;
ten piedad de quienes te suplicamos
para que la confesión de nuestras culpas
nos obtenga tu perdón».

Y me gustaría terminar con dos anécdotas de dos grandes confesores, ambos en Buenos Aires. Uno, un sacramentino, que había tenido un trabajo importante en su congregación, era Provincial, pero siempre encontraba tiempo para ir al confesionario. No sé cuántos, pero la mayoría del clero de Buenos Aires iba a confesarse con él. Incluso cuando San Juan Pablo II fue a Buenos Aires y pidió un confesor, lo llamaron de la Nunciatura. Era un hombre que te daba el valor para seguir adelante. He tenido esa experiencia porque me confesaba con él cuando yo era Provincial, para no hacerlo con mi director jesuita ... Cuando empezaba “bueno, bueno, está bien”, y te animaba, “adelante, adelante”. ¡Qué bueno era! Murió a los 94 años y confesó hasta un año antes, y cuando no estaba en el confesionario, llamabas y bajaba. Y una vez, yo era vicario general y salí de mi habitación, donde había un fax; ―lo hacía temprano todas las mañanas para ver las noticias urgentes―; era el domingo de Pascua y había un fax: “Ayer, media hora antes de la vigilia de Pascua, murió el Padre Aristi”, que era su nombre... Fui a almorzar a la residencia de los sacerdotes ancianos para pasar Pascua con ellos y al regreso fui a la iglesia que estaba en el centro de la ciudad, donde estaba la capilla ardiente.. Había un ataúd y dos viejecitas rezando el rosario. Me acerqué, y no había flores, nada. Pensé, ¡pero este es el confesor de todos nosotros! Esto me llamó la atención. Sentí lo mala que es la muerte. Salí y recorrí 200 metros, donde había un puesto de flores, de los que están en las calles, compré algunas flores y volví. Y mientras estaba poniendo flores allí en el ataúd, vi que tenía el rosario en las manos... El séptimo mandamiento dice: “No robarás”. El rosario estaba allí, pero mientras fingía arreglar las flores, hice así y tomé la cruz. Y las viejecitas miraban, esas viejecitas. Esa cruz la llevo aquí conmigo desde ese momento y le pido la gracia de ser misericordioso, siempre la llevo conmigo. Esto habrá sido en el año 96, más o menos. Le pido esta gracia. El testimonio de estos hombres es grandioso.

Después, el otro caso. Este está vivo, 92 años. Es un capuchino que tiene una cola de penitentes, de todos los colores, pobres, ricos, laicos, sacerdotes, algún obispo, monjas... todos, nunca termina. Es un gran perdonador, pero no uno “de manga ancha”, un gran perdonador, un gran misericordioso. Y lo sabía, lo conocí, fui dos veces al santuario de Pompeya, donde confesaba en Buenos Aires, y lo saludé. Ahora tiene 92 años. En ese momento, cuando acudió a mí, tendría unos 85. Y me dijo: “Quiero hablar contigo porque tengo un problema. Tengo un gran escrúpulo: a veces siento deseos de perdonar demasiado”. Y me explicó: “No puedo perdonar a una persona que viene a pedir perdón y dice que le gustaría cambiar, que hará de todo, pero no sabe si lo logrará ... ¡Y sin embargo, lo perdono! Y a veces me viene una angustia, un escrúpulo...”. Y le dije: “¿Qué haces cuando tienes este escrúpulo?”. Y me respondió así: “Voy a la capilla, la capilla del convento, delante del sagrario, y sinceramente pido disculpas al Señor: Señor, perdóname, hoy he perdonado demasiado. Perdóname... ¡Pero fíjate bien, fuiste tú quien me dio un mal ejemplo!”. Así rezaba ese hombre.

 



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