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VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD EL PAPA FRANCISCO
A LITUANIA, LETONIA Y ESTONIA

[22-25 DE SEPTIEMBRE DE 2018]

ENCUENTRO ECUMÉNICO CON LOS JÓVENES

DISCURSO DEL SANTO PADRE

Iglesia luterana de San Carlos, Tallin
Martes, 25 de septiembre de 2018

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Queridos jóvenes:

Gracias por vuestra cálida bienvenida, por vuestros cantos y los testimonios de Lisbel, Tauri y Mirko. Agradezco las gentiles y fraternas palabras del arzobispo de la Iglesia evangélica luterana de Estonia, Urmas Viilma, como también la presencia del Presidente del Consejo de Iglesias de Estonia, arzobispo Andrés Põder, la del obispo Mons. Philippe Jourdan, administrador apostólico en Estonia, y la de los demás representantes de las distintas confesiones cristianas presentes en el país. También agradezco la presencia de la señora Presidenta de la República.

Siempre es bueno reunirnos, compartir testimonios de vida, expresar lo que pensamos y queremos; y es muy lindo estar juntos los que creemos en Jesucristo. Estos encuentros hacen realidad aquel sueño de Jesús en la última cena: «Que todos sean uno, […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). Si nos esforzamos por vernos como peregrinos que hacen el camino juntos, aprenderemos a confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, mirando solamente lo que en realidad buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Y como la paz es artesanal, confiarse al otro es también algo artesanal, es fuente de felicidad: «Bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Y este camino, este camino no lo hacemos solo con creyentes, sino con todos. Todos tienen algo que decirnos. A todos tenemos algo que decir.

La gran pintura que está en el ábside de esta iglesia contiene una frase del evangelio de san Mateo: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Vosotros, jóvenes cristianos, os podéis identificar con algunos elementos de esta parte del evangelio.

En las narraciones anteriores, Mateo nos cuenta que Jesús viene acumulando desengaños. Primero se queja porque parece que a los que se dirige nada les cae bien (cf. Mt 11,16-19). A vosotros jóvenes os sucede a menudo que los adultos que tenéis cerca no saben lo que quieren o esperan de vosotros; o a veces, cuando os ven muy alegres, desconfían; y si os ven angustiados, relativizan lo que os pasa. En la consulta previa al Sínodo, que celebraremos dentro de poco y en el que reflexionaremos sobre los jóvenes, muchos de vosotros pedís que alguien os acompañe y os comprenda sin juzgar y que sepa escucharos, como también que responda a vuestros interrogantes (cf. Sínodo dedicado a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 132). Nuestras iglesias cristianas —y me animo a decir que todo proceso religioso estructurado institucionalmente— a veces arrastra estilos donde nos ha sido más fácil hablar, aconsejar y proponer desde nuestra experiencia, que escuchar, que dejarnos interpelar e iluminar desde lo que vosotros vivís. Muchas veces la comunidad cristiana se cierra, sin darse cuenta, y no escucha vuestras inquietudes. Sabemos que vosotros queréis y «esperáis ser acompañados no por un juez inflexible o por un padre temeroso y sobreprotector que crea dependencia, sino por alguien que no tiene miedo de su propia debilidad y sabe hacer resplandecer el tesoro que, como recipiente de barro, protege dentro de sí (cf. 2 Co 4)» (ibíd., 142). Hoy aquí deseo deciros que queremos llorar con vosotros si estáis llorando, acompañar con nuestras palmas y nuestra risa vuestras alegrías, ayudaros a vivir el seguimiento del Señor. Vosotros, muchachos y muchachas, jóvenes, sabed esto: cuando una comunidad cristiana es verdaderamente cristiana, no hace proselitismo. Solo escucha, acoge, acompaña y camina; pero no impone nada.

También Jesús se queja de las ciudades que ha visitado haciendo en ellas más milagros y teniendo con ellas mayores gestos de ternura y cercanía; y se lamenta de la falta de tino que tienen para darse cuenta de que el cambio que les venía a proponer era urgente, no podía esperar. Hasta llega a decir que son más tercas y obcecadas que Sodoma (cf. Mt 20-24). Y cuando los adultos nos cerramos a una realidad que ya es un hecho, vosotros nos decís con franqueza: “¿Es que no lo veis?”. Y algunos más valientes os animáis a más: “¿No percibís que ya nadie os escucha, ni os cree?”. En verdad nos falta convertirnos, descubrir que para estar a vuestro lado debemos revertir tantas situaciones que son, en definitiva, las que os alejan.

Sabemos —así nos lo habéis dicho— que muchos jóvenes no nos piden nada porque no nos consideran interlocutores significativos para su existencia. Esto es feo, cuando una Iglesia, una comunidad se comporta de tal manera que los jóvenes piensan: “Estos no me dirán nada que me sirva para mi vida". Algunos incluso, piden que los dejemos en paz, sienten la presencia de la Iglesia como algo molesto y hasta irritante. Y esto es verdad. Les indignan los escándalos económicos y sexuales ante los que no ven una firme condena, el no saber interpretar adecuadamente la vida y la sensibilidad de los jóvenes por falta de preparación, o simplemente el rol pasivo que les asignamos (cf. Sínodo dedicado a los Jóvenes, Instrumentum laboris, 66); estos son algunos de sus reclamos. Queremos responder a ellos, queremos, como vosotros mismos lo expresáis, ser una «comunidad transparente, acogedora, honesta, atractiva, comunicativa, asequible, alegre e interactiva» (ibíd., 67), es decir, una comunidad sin miedo. Los temores hacen que nos encerremos. Los temores nos instan a ser proselitistas. Y ser hermanos es otra cosa: el corazón abierto y el abrazo fraterno.

Antes de llegar al escrito del Evangelio que preside este templo, Jesús comienza haciendo una alabanza al Padre. Lo hace porque se percata de que los que sí se han dado cuenta, los que entienden el centro de su mensaje y de su persona, son los pequeños, aquellos que tienen el alma sencilla, abierta. Y al veros así, reunidos, cantando, yo me uno a la voz de Jesús y me admiro, porque vosotros, a pesar de nuestras faltas de testimonio, seguís descubriendo a Jesús en el seno de nuestras comunidades. Porque sabemos que donde está Jesús siempre hay renovación, siempre hay oportunidad para la conversión, para dejar atrás todo lo que nos aparta de él y de nuestros hermanos. Donde está Jesús la vida siempre tiene sabor a Espíritu Santo. Vosotros, hoy aquí, sois la actualización de aquella admiración de Jesús.

Entonces sí, volvemos a decir: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11,28). Pero lo decimos convencidos de que más allá de nuestros límites, de nuestras divisiones, Jesús sigue siendo la razón de ser para estar aquí. Sabemos que no hay alivio más grande que dejar que Jesús lleve nuestros agobios. También sabemos que hay muchos que todavía no lo conocen y viven en la tristeza y el desconcierto. Una famosa cantante vuestra, hace unos diez años decía en una de sus canciones: «El amor ha muerto, el amor se ha ido, el amor ya no vive aquí» (Kerli Kõiv, El amor ha muerto). ¡No, por favor! Hagamos que el amor esté vivo, y todos nosotros debemos hacer esto. Y son tantos los que hacen esa experiencia: ven que se termina el amor de sus padres, se disuelve el amor de pareja apenas casados, experimentan el desamor cuando a nadie le importa que tengan que emigrar a buscar trabajo o se los mire de reojo por ser extranjeros. Pareciera que el amor ha muerto, como decía Kerli Kõiv, pero nosotros sabemos que no, y tenemos una palabra que decir, algo que anunciar, con pocos discursos y muchos gestos. Porque vosotros sois la generación de la imagen, la generación de la acción sobre la especulación, la teoría.

Y así le gusta a Jesús; porque él pasó haciendo el bien, y al morir privilegió el gesto contundente de la cruz sobre las palabras. A nosotros nos une la fe en Jesús, y es él el que está esperando que lo llevemos a todos los jóvenes que han perdido el sentido de sus vidas. Y el riesgo es, incluso para nosotros, creyentes, perder el sentido de la vida. Y esto sucede cuando nosotros creyentes somos incoherentes. Aceptemos juntos esa novedad que trae Dios a nuestra vida; esa novedad que nos empuja a partir una y otra vez, para ir allí donde está la humanidad más herida. Allí donde los hombres, más allá de la apariencia de superficialidad y conformismo, siguen buscando una respuesta a la pregunta por el sentido de sus vidas. Pero nunca iremos solos: Dios viene con nosotros; él no tiene miedo, no tiene miedo a las periferias, es más, él mismo se hizo periferia (cf. Flp 2,6-8; Jn 1,14). Si nos atrevemos a salir de nosotros mismos, de nuestros egoísmos, de nuestras ideas cerradas, e ir a las periferias, allí lo encontraremos, porque Jesús nos primerea en la vida del hermano que sufre y está descartado. Él ya está allí (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 135).

Jóvenes: El amor no está muerto, nos llama y nos envía. Pide solo que abramos el corazón. Pidamos el valor apostólico de llevar el Evangelio a los demás —pero ofrecerlo no imponerlo— y de renunciar a hacer de nuestra vida cristiana un museo de recuerdos. La vida cristiana es vida, es futuro, es esperanza. No es un museo. Dejemos que el Espíritu Santo nos haga contemplar la historia en la clave de Jesús resucitado, así la Iglesia, así nuestras Iglesias serán capaces de seguir adelante acogiendo en ellas las sorpresas del Señor (cf. ibíd., 139), recuperando su juventud, la alegría y la belleza, que hablaba Mirko, de la esposa que va al encuentro del Señor. Las sorpresas del Señor. El Señor nos sorprende, porque la vida siempre nos sorprende. Sigamos adelante, saliendo al encuentro de estas sorpresas. Gracias.

 



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