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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCESCO
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO INTERNACIONAL PARA CENTROS ACADÉMICOS,
MOVIMIENTOS Y ASOCIACIONES DE NUEVA EVANGELIZACIÓN

Sala Clementina
Sábado, 21 de septiembre de 2019

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Queridos hermanos y hermanas:

Os doy la bienvenida y agradezco a Monseñor Fisichella las palabras que me ha dirigido en nombre de todos ustedes.

Habéis reflexionado sobre un tema central para la evangelización: cómo encender el deseo de encontrar a Dios a pesar de los signos que oscurecen su presencia. En este sentido, el Evangelio de Lucas nos ofrece un buen punto de partida cuando habla de los dos discípulos que se dirigían a Emaús: Cristo caminaba con ellos, pero debido a la zozobra en sus corazones no eran capaces de reconocerlo (cf. Lucas 24, 13-27). Este es también el caso de muchos de nuestros contemporáneos: Dios está cerca de ellos, pero no son capaces de reconocerlo. Se dice que una vez el Papa Juan Pablo II estaba reunido con un periodista que le dijo que no creía y le contestó: «¡Tranquilo! ¡Eso es lo que tú dices! Dios no lo sabe, y te considera igualmente como un hijo al que ama». El secreto, pues, esta en el sentir, junto con sus incertidumbres, la maravilla de esta presencia. Es el mismo asombro que sintieron los discípulos de Emaús: «¿No estaba ardiendo nuestro corazón dentro de nosotros cuando nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?» (v. 32). Hacer arder el corazón es nuestro desafío.

A menudo sucede que la Iglesia es un recuerdo frío para el hombre de hoy, si no una ardiente decepción, como lo era la historia de Jesús para los discípulos de Emaús. Muchos, especialmente en Occidente, tienen la impresión de una Iglesia que no los entiende y que está lejos de sus necesidades. De este modo, algunos, que quieren seguir la lógica no evangélica de la relevancia, juzgan a la Iglesia demasiado débil en relación con el mundo, mientras que otros todavía la ven como demasiado poderosa en comparación con las grandes pobrezas del mundo. Diré que es justo preocuparse, pero sobre todo hay que ocuparse, cuando se percibe una Iglesia mundana, es decir, que sigue los criterios de éxito del mundo y olvida que no existe para proclamarse a sí misma, sino a Jesús. Una Iglesia preocupada por defender su buen nombre, que tiene dificultades para renunciar a lo que no es esencial, ya no siente el ardor de llevar el Evangelio al día de hoy. Y termina siendo más un bello objeto de museo que la sencilla y festiva casa del Padre. ¡Ay, la tentación de los museos! Y también concebir la tradición viva de la Iglesia como un museo, para preservar las cosas para que todas estén en su lugar: “Yo soy católico porque... he digerido el Denzinger” [Recopilación de símbolos, definiciones y declaraciones sobre temas de fe y moral], digámoslo claro.

Sin embargo, son muchos los hijos que el Padre quiere hacer “sentir como en casa”; son nuestros hermanos y hermanas que, beneficiándose de muchos logros técnicos, viven absorbidos por el torbellino de un gran frenesí. Y mientras llevan profundas heridas dentro y luchan por encontrar un trabajo estable, se encuentran rodeados de un bienestar externo que los anestesia por dentro y los distrae de las decisiones valientes. Cuántas personas a nuestro lado viven apuradas, esclavas de lo que debería ayudarles a sentirse mejor y olvidan el sabor de la vida: la belleza de una familia grande y generosa, que llena el día y la noche, pero que expande el corazón, la luminosidad que está en los ojos de los niños, que ningún teléfono inteligente puede dar, la alegría de las cosas sencillas, la serenidad que da la oración. Lo que nuestros hermanos y hermanas nos piden a menudo, tal vez sin poder hacer la pregunta, corresponde a las necesidades más profundas: amar y ser amados, ser aceptados por lo que uno es, encontrar la paz del corazón y una alegría más duradera que el entretenimiento. Hemos experimentado todo esto en una sola palabra, y más aún en una sola persona, Jesús. Nosotros que, aunque frágiles y pecaminosos, hemos sido inundados por el río de la bondad de Dios, tenemos esta misión: encontrarnos con nuestros contemporáneos para hacerles conocer su amor. No tanto enseñando, nunca juzgando, sino haciéndonos compañeros de camino. Como el diácono Felipe, que —nos dicen los Hechos de los Apóstoles— se levantó, se puso en camino, corrió hacia el etíope y, como amigo, se sentó a su lado, entrando en diálogo con aquel hombre que tenía un gran deseo de Dios en medio de muchas dudas (cf. Hechos 8, 26-40). ¡Qué importante es sentirse interpelado por las preguntas de los hombres y mujeres de hoy! Sin pretender tener respuestas inmediatas y sin dar respuestas preenvasadas, sino compartiendo palabras de vida, no para hacer prosélitos, sino para dejar espacio a la fuerza creadora del Espíritu Santo, que libera el corazón de la esclavitud que lo oprime y lo renueva. Transmitir a Dios, pues, no es hablar de Dios, no es justificar su existencia: ¡hasta el diablo sabe que Dios existe! Anunciar al Señor es testimoniar la alegría de conocerlo, es ayudar a vivir la belleza de su encuentro. Dios no es la respuesta a una curiosidad intelectual o a un compromiso de voluntad, sino una experiencia de amor, llamada a convertirse en historia de amor. Porque —y esto vale ante todo para nosotros— una vez que hemos encontrado al Dios vivo, debemos seguir buscándolo. El misterio de Dios nunca se agota, es inmenso como su amor.

«Dios es amor» (I Juan 4, 8), dice la Escritura. Usa el verbo ser, porque Dios es así, no varía según cómo nos comportemos: es amor incondicional, no cambia, a pesar de todo lo que podamos hacer. Como dice el Salmo: «es eterno su amor» (Salmo 136, 1). Es amor que no se consume, como en la escena de la zarza ardiente cuando Dios, revelando su nombre por primera vez, ya usó el verbo ser: «Yo soy el que soy!» (Éxodo 3, 14). Qué hermoso es anunciar este Dios fiel, un fuego que no se consume, a nuestros hermanos y hermanas que viven en la tibieza porque el primer entusiasmo se ha enfriado. Qué hermoso es decírselo: «Jesucristo te ama, dio su vida para salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día » (Exort. Ap. Evangelii gaudium, 164). A la luz de este kerygma se desarrolla la vida de fe, que no es una construcción complicada hecha de muchos ladrillos que hay que unir, sino el descubrimiento siempre nuevo del «núcleo fundamental», el latido palpitante del «corazón del evangelio: la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado» (ibíd., 36). Con este primer anuncio se renueva siempre la vida cristiana. Quisiera reiterar ante ustedes que «cuando decimos que esta proclamación es “la primera”, no significa que sea el principio y después se olvida o se sustituye por otros contenidos que la superan. Es la primera en el sentido cualitativo, porque es la proclamación principal, la que siempre debemos volver a escuchar de diferentes maneras y la que siempre debemos volver a proclamar durante la catequesis de una forma u otra, en todas sus etapas y momentos» (ibíd., 64). De lo contrario, existe una sutil presunción de que ser más “sólido” significa ser educado, experto en cosas sagradas. (cf. Exort. ap. postsin. Christus vivit, 214). Pero la sabiduría de Dios se concede a los pobres en espíritu, a los que permanecen con Jesús, amando a todos en su nombre.

Una última cosa que me gustaría compartir con ustedes. Puesto que la fe es la vida que nace y renace del encuentro con Jesús, el encuentro en la vida ayuda a crecer en la fe: acercarse a los necesitados, construir puentes, servir a los que sufren, cuidar a los pobres, “ungir con paciencia” a quien está cerca de nosotros, consolar a los que están desanimados, bendecir a los que nos lastiman... Así nos convertimos en signos vivos del Amor que proclamamos. Os doy las gracias, queridos hermanos y hermanas, porque queréis difundir la alegría de ser amados por Dios y de amar como Él nos enseñó. Os acompaño con mi bendición y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.

 



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