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LITURGIA PENITENCIAL CON EL CLERO DE LA DIÓCESIS DE ROMA

Basílica de San Juan de Letrán
Jueves, 27 de febrero de 2020


Discurso preparado por el Santo Padre Francesco para liturgia penitencial
leído por S. E. el cardenal Angelo De Donatis,
vicario general de Su Santidad para la diócesis de Roma

 

Las amarguras en la vida del sacerdote.

Una reflexión ad intra

No deseo reflexionar tanto sobre las tribulaciones que se derivan de la misión del presbítero: son cosas muy conocidas y ya ampliamente diagnosticadas. Deseo hablaros, en esta ocasión, de un enemigo sutil que encuentra muchas maneras para camuflarse y esconderse y como un parásito nos roba lentamente la alegría de la vocación a la que un día fuimos llamados. Quiero hablaros de esa amargura centrada en la relación con la fe, el obispo y los hermanos. Sabemos que pueden existir otras raíces y situaciones. Pero éstas sintetizan tantos encuentros que he tenido con algunos de vosotros.

Señalo enseguida dos cosas: la primera, que estas líneas son fruto de la escucha de algunos seminaristas y sacerdotes de diferentes diócesis italianas y que no pueden o no deben referirse a ninguna situación específica. La segunda: que la mayoría de los sacerdotes que conozco son felices con sus vidas y consideran estas amarguras como parte de la vida normal, sin dramas. He elegido dar la preferencia a lo que escucho en lugar de expresar mi opinión sobre el tema.

Mirar nuestras amarguras cara a cara y enfrentarlas nos hace entrar en contacto con nuestra humanidad, con nuestra bendita humanidad. Y recordar así que como sacerdotes no estamos llamados a ser omnipotentes sino hombres pecadores perdonados y enviados. Como decía San Ireneo de Lyon: “Lo que no se asume no se redime”. Dejemos que también estas “amarguras” nos muestren el camino hacia una mayor adoración al Padre y nos ayuden a experimentar de nuevo la fuerza de su unción misericordiosa (cf. Lc 15,11-32). Como dice el salmista: «Has trocado mi lamento en una danza, me has quitado el sayal y me has ceñido de alegría, mi corazón por eso te salmodiará sin tregua» (Sal 30,12-13).

Primera causa de amargura: problemas con la fe.

“Creíamos que era Él”, se decían uno al otro los discípulos de Emaús (cf. Lc 24,21). Una esperanza defraudada está en la raíz de su amargura. Pero debemos reflexionar: ¿es el Señor quien nos ha defraudado, o hemos confundido la esperanza con nuestras expectativas? La esperanza cristiana en realidad no defrauda y no falla. Esperar no es convencerse de que las cosas mejorarán, sino de que todo lo que sucede tiene sentido a la luz de la Pascua. Pero para esperar cristianamente uno debe —como enseñaba San Agustín a Proba — vivir una vida de oración sustanciosa. Es allí donde se aprende a distinguir entre las expectativas y las esperanzas.

Ahora bien, la relación con Dios, más que las decepciones pastorales, puede ser una profunda causa de amargura. A veces casi parece que Él no cumpla las expectativas de una vida plena y abundante que teníamos el día de la ordenación. A veces una adolescencia inacabada no nos ayuda a pasar de los sueños a la spes. Tal vez como sacerdotes somos demasiado “modosos” en nuestra relación con Dios y no nos atrevemos a protestar en la oración, como, en cambio, lo hace a menudo el salmista —no sólo por nosotros, sino también por nuestro pueblo; porque el pastor también carga con la amargura de su pueblo— pero los salmos también han sido “censurados” y difícilmente hacemos nuestra la espiritualidad de la protesta. Así caemos en el cinismo: descontentos y algo frustrados. La verdadera protesta —la del adulto— no es contra Dios sino ante Él, porque nace precisamente de la confianza en Él: el orante recuerda al Padre quién es y qué es digno de su nombre. Debemos santificar su nombre, pero a veces depende de los discípulos despertar al Señor y decirle: «¿No te importa que estemos perdidos?» (Mc 4,35-41). Así el Señor quiere involucrarnos directamente en su reino. No como espectadores, sino participando activamente.

¿Cuál es la diferencia entre la expectativa y la esperanza? La expectativa nace cuando pasamos la vida a salvarnos la vida: nos afanamos buscando seguridad, recompensas, progresos... Cuando recibimos lo que queremos casi sentimos que nunca moriremos, que siempre será así. Porque el punto de referencia somos nosotros. La esperanza, en cambio, es algo que nace en el corazón cuando decidimos no defendernos más. Cuando reconozco mis límites, y que no todo comienza y termina conmigo, entonces reconozco la importancia de la confianza. El teatino Lorenzo Scupoli ya lo enseñaba en su Combattimento spirituale: La clave de todo está en un movimiento doble y simultáneo: desconfiar de uno mismo, confiar en Dios. Espero no cuando no hay nada más que hacer, sino cuando dejo de hacer algo por mí mismo. La esperanza se asienta en una alianza: Dios me ha hablado y me ha prometido el día de mi ordenación que la mía será una vida plena, con la plenitud y el sabor de las Bienaventuranzas; ciertamente trabajosa —como la de todos los hombres— pero hermosa. Mi vida es gustosa si es como Pascua, no si las cosas van como yo digo.

Y aquí se entiende otra cosa: no basta solamente escuchar la historia para entender estos procesos. Debemos escuchar la historia y nuestra vida a la luz de la Palabra de Dios. Los discípulos de Emaús superaron su decepción cuando el Resucitado abrió sus mentes a la inteligencia de las Escrituras. Es decir: las cosas mejorarán no sólo porque cambiaremos de superiores, o de misión, o de estrategias, sino porque nos consolará la Palabra. Confesaba el profeta Jeremías: «Era tu palabra para mí un gozo y alegría de mi corazón» (15,16).

La amargura —que no es una culpa— hay que aceptarla. Puede ser una gran oportunidad. Tal vez también sea saludable, porque hace sonar la sirena interior: ten cuidado, has confundido la seguridad con la alianza, te estás volviendo “insensato y tardo de corazón”. Hay una tristeza que puede llevarnos a Dios. Aceptémosla, no nos enfademos con nosotros mismos. Puede ser la buena ocasión. San Francisco de Asís también lo experimentó, nos lo recuerda en su Testamento (cf. Fonti Francescane, 110). La amargura se convertirá en una gran dulzura, y las dulzuras fáciles y mundanas se convertirán en amargura.

Segunda causa de amargura: problemas con el obispo

No quiero caer en la retórica ni buscar el chivo expiatorio, ni tampoco quiero defenderme o defender a los de mi ámbito. El estereotipo de que los superiores tienen la culpa de todo ya no vale. Todos tenemos carencias en lo pequeño y en lo grande. Hoy en día parece que se respira una atmósfera general (no sólo entre nosotros) de mediocridad difusa, que no nos permite ampararnos en juicios fáciles. Pero es cierto que mucha amargura en la vida del sacerdote se debe a las omisiones de los pastores.

Todos experimentamos nuestras limitaciones y carencias. Nos enfrentamos a situaciones en las que nos damos cuenta de que no estamos adecuadamente preparados... Pero a medida que ascendemos a los servicios y ministerios con mayor visibilidad, las carencias se hacen más evidentes y estridentes; y también es una consecuencia lógica de que en esta relación nos jugamos mucho, para bien o para mal. ¿Qué omisiones? No estamos aludiendo aquí a las diferencias a menudo inevitables sobre los problemas de gestión o los estilos pastorales. Esto es tolerable y forma parte de la vida en esta tierra. Hasta que Cristo no será todo en todos, todos intentarán imponerse a todos. El Adán caído que está en nosotros es quien nos juega estas malas pasadas.

El verdadero problema que amarga no son las diferencias (y tal vez ni siquiera los errores: ¡incluso un obispo tiene derecho a equivocarse como todas las criaturas!), cuanto más bien, dos razones muy serias y desestabilizadoras para los sacerdotes.

En primer lugar, una cierta deriva autoritaria suave: no se aceptan entre nosotros los que piensan de una forma diferente. Por una palabra se pasa a la categoría de los que reman en contra, por una “objeción” se es clasificado entre los descontentos. La parresia está enterrada por el frenesí de imponer proyectos. El culto de las iniciativas está reemplazando lo esencial: una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios Padre de todos. La adhesión a las iniciativas corre el riesgo de convertirse en el metro de la comunión. Pero no siempre coincide con la unanimidad de opinión. Tampoco se puede pretender que la comunión sea exclusivamente unidireccional: los sacerdotes deben estar en comunión con el obispo... y los obispos en comunión con los sacerdotes: no es un problema de democracia, sino de paternidad.

San Benito en la Regla —estamos en el famoso capítulo III— recomienda que el abad, cuando deba hacer frente a una cuestión importante, consulte a toda la comunidad, incluso a los más jóvenes. Luego reitera que la decisión final depende sólo del abad, que debe disponer todo con prudencia y equidad. Para Benito no se cuestiona la autoridad, al contrario, es el abad quien responde ante Dios de la conducción del monasterio; pero se dice que al decidir deba ser “prudente y ecuo”. Conocemos bien la primera palabra: la prudencia y el discernimiento son parte del vocabulario común.

Menos habitual es la “equidad”: la equidad significa tener en cuenta la opinión de todos y salvaguardar la representatividad de la grey, sin hacer preferencias. La gran tentación del pastor es rodearse de “los suyos”, de los “vecinos”; y así, desgraciadamente, la verdadera competencia es suplantada por una cierta lealtad presunta, sin distinguir ya entre el que complace y el que aconseja de manera desinteresada. Esto hace sufrir mucho a la grey, que a menudo acepta sin exteriorizar nada. El Código de Derecho Canónico recuerda que los fieles «tienen el derecho, y a veces incluso el deber de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia» (can. 212 § 3). Ciertamente, en esta época de precariedad y fragilidad generalizadas, la solución parece el autoritarismo (en la esfera política esto es evidente). Pero el cuidado verdadero —como aconseja San Benito— reside en la equidad, no en la uniformidad[1].

Tercera causa de amargura: los problemas entre nosotros

El presbítero ha sufrido en los últimos años los golpes de los escándalos, financieros y sexuales. La sospecha ha hecho drásticamente más frías y formales las relaciones; ya no se disfruta de los dones de los demás; por el contrario, parece que sea una misión destruir, minimizar, sembrar sospechas. Frente a los escándalos el maligno nos tienta empujándonos a una visión “donatista” de la Iglesia: ¡dentro los impecables, fuera quien se equivoca! Tenemos falsas concepciones de la Iglesia militante, en una especie de puritanismo eclesiológico. La Esposa de Cristo es y sigue siendo el campo donde crecen hasta la parusía el trigo y la cizaña. Los que no han hecho suya esta visión evangélica de la realidad se exponen a amarguras indecibles e inútiles.

En cualquier caso, los pecados públicos y publicitados del clero han hecho que todos se muestren más cautelosos y menos dispuestos a estrechar vínculos significativos, especialmente en lo que respecta a compartir la fe. Se multiplican las citas comunes —formación continua y otras— pero se participa con un corazón menos dispuesto. ¡Hay más “comunidad”, pero menos comunión! Surge silenciosamente la pregunta que nos hacemos cuando conocemos a un nuevo hermano: “¿A quién tengo realmente delante de mí? ¿Puedo fiarme?”.

No se trata de la soledad, que no es un problema sino un aspecto del misterio de la comunión. La soledad cristiana —la de quien entra en su habitación y reza al Padre en secreto— es una bendición, el verdadero origen de la acogida amorosa del otro. El verdadero problema radica en no encontrar tiempo para estar solo. Sin soledad no hay amor gratuito, y los otros se convierten en un sustituto del vacío. En este sentido, como sacerdotes debemos siempre volver a aprender a estar solos “evangélicamente”, como Jesús de noche con el Padre[2].

Aquí el drama es el aislamiento, que es algo diferente de la soledad. Un aislamiento no sólo y no tanto exterior —siempre estamos entre la gente— como inherente al alma del sacerdote. Comienzo con el aislamiento más profundo y luego hablaré de su forma más visible.

Aislados de la gracia: Rozados por el secularismo ya no creemos ni nos sentimos rodeados por los amigos celestiales —el «gran número de testigos» (cf. Heb 12,1)—; parece que experimentamos que nuestras vidas, nuestras aflicciones, no atañen a nadie. El mundo de la gracia se ha vuelto poco a poco extraño para nosotros, los santos nos parecen sólo los “amigos imaginarios” de los niños. El Espíritu que habita en el corazón —sustancialmente y no en figura— es algo que quizás no hayamos experimentado nunca por disipación o negligencia. Conocemos, pero no “tocamos”. La distancia de la fuerza de la gracia produce racionalismos o sentimentalismos. Nunca una carne redimida.

Aislarse de la historia: Todo parece consumarse en el aquí y ahora, sin esperanza en los bienes prometidos y en la futura recompensa. Todo se abre y se cierra con nosotros. Mi muerte no es el paso del testigo, sino una interrupción injusta. Cuanto más nos sentimos especiales, poderoso, ricos en dones, más cerramos el corazón al sentido continuo de la historia del pueblo de Dios al que pertenecemos. Nuestra conciencia individualizada nos hace creer que no hubo nada antes y nada habrá después. Por eso nos cuesta tanto cuidar y conservar lo que nuestro predecesor hizo bien: a menudo llegamos a la parroquia y nos sentimos obligados a hacer tabula rasa, con tal de distinguirnos y marcar la diferencia. ¡No somos capaces de seguir haciendo que viva el bien que no hemos dado a luz! Empezamos de cero porque no sentimos el gusto de pertenecer a un camino comunitario de salvación.

Aislados de los demás: El aislamiento de la gracia y de la historia es una de las causas de nuestra incapacidad de establecer relaciones significativas de confianza y de compartir evangélico. Si estoy aislado, mis problemas parecen únicos e insuperables: nadie puede entenderme. Este es uno de los pensamientos favoritos del padre de la mentira. Recordemos las palabras de Bernanos: «Se necesita mucho tiempo para reconocerlo y ¡es tan dulce la tristeza que lo anuncia y lo precede! ¡Es el más preciado de los elixires del demonio, su ambrosía! [3]. Un pensamiento que poco a poco toma forma y nos cierra en nosotros mismos, nos aleja de los demás y nos pone en una posición de superioridad. Porque nadie estaría a la altura de las exigencias. Un pensamiento que, a fuerza de repetirse, termina anidando en nosotros. «Al que encubre sus faltas no le saldrá bien; el que las confiesa y abandona, obtendrá piedad» (Pr 28,13)

El demonio no quiere que hables, que cuentes, que compartas. Entonces, búscate un buen padre espiritual, un anciano “listo” que te acompañe. ¡Aislarse jamás, jamás! Solo se tiene el sentimiento profundo de comunión cuando, personalmente, soy consciente del “nosotros” que soy, he sido y seré. De lo contrario, los otros problemas llegan en avalancha: del aislamiento, de una comunidad sin comunión, nace la competición y ciertamente no la cooperación; surge el deseo de reconocimientos y no la alegría de la santidad compartida; se entra en una relación ya sea para parangonarse o para respaldarse.

Recordemos al pueblo de Israel cuando, caminando por el desierto durante tres días, llegó a Mara, pero no pudo beber el agua porque era amarga. Ante la protesta del pueblo, Moisés invocó al Señor y el agua se volvió dulce (cf. Ex 15:22-25). El santo pueblo fiel de Dios nos conoce mejor que nadie. Son muy respetuosos y saben cómo acompañar y cuidar a sus pastores. Conocen nuestras amarguras y también rezan al Señor por nosotros. Añadamos a sus oraciones las nuestras, y pidamos al Señor que convierta nuestra amargura en agua dulce para su pueblo. Pidamos al Señor que nos dé la capacidad de reconocer lo que nos amarga y así dejarnos transformar y ser personas reconciliadas que reconcilian, pacificadas que pacifican, llenas de esperanza que infunden esperanza. El pueblo de Dios espera de nosotros maestros de espíritu capaces de indicar los pozos de agua dulce en medio del desierto.


[1] Un segundo motivo de amargura proviene de una “pérdida” en el ministerio de los pastores: sofocados por los problemas de gestión y las emergencias de personal, corremos el riesgo de descuidar el munus docendi. El obispo es el maestro de la fe, de la ortodoxia y de la “ortopatía”, del recto creer y del recto sentir en el Espíritu Santo. En la ordenación episcopal se reza la epíclesis con el libro del Evangelio abierto sobre la cabeza del candidato y la imposición de la mitra reafirma exteriormente el munus de transmitir no las creencias personales sino la sabiduría evangélica. ¿Quién es el catequista de ese discípulo permanente que es el sacerdote? ¡El obispo, por supuesto! ¿Pero quién lo recuerda? Se podría objetar que los sacerdotes no suelen querer ser instruidos por los obispos. Y es verdad. Pero eso —si así fuera— no es una buena razón para renunciar al munus. El santo pueblo de Dios tiene derecho a tener sacerdotes que enseñen a creer; y los diáconos y sacerdotes tienen derecho a tener un obispo que a su vez les enseñe a creer y a esperar en el Único Maestro, Camino, Verdad y Vida, que inflame su fe. Como sacerdote no quiero que el obispo me contente, sino que me ayude a creer. ¡Quisiera poder fundar en él mi esperanza teológica! A veces nos reducimos a seguir solamente a los hermanos en crisis (y está bien), pero también los “burros sanos” necesitarían una escucha más centrada, serena y fuera de las emergencias. He aquí entonces una segunda omisión que puede causar amargura: la renuncia al munus docendi con los sacerdotes (y no sólo). ¿Pastores autoritarios que han perdido la autoridad para enseñar?

[2] Es una soledad a medias —digámoslo sinceramente— porque es la soledad del pastor que está cargada de nombres, de rostros, de situaciones, del pastor que llega por la noche cansado a hablar con su Señor de todas estas personas. La soledad del pastor es una soledad habitada por las risas y los llantos de la gente y de la comunidad; es una soledad con rostros para ofrecer al Señor.

[3] Diario de un cura rural, p. 110, Madrid 2009.


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 27 de febrero de 2020.

 



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