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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO INTERNACIONAL
"LA RIQUEZA DE LOS AÑOS"

Sala Regia
Viernes, 31 de enero de 2020

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Queridos hermanos y hermanas:

Os doy mi cordial bienvenida a vosotros, participantes en el primer Congreso internacional de pastoral de los ancianos —“La Riqueza de los Años”— organizado por el Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida; y agradezco al cardenal Farrell sus amables palabras.

La “riqueza de los años” es la riqueza de las personas, de cada persona que tiene a sus espaldas muchos años de vida, experiencia e historia. Es el tesoro precioso que toma forma en el camino de la vida de cada hombre y mujer, sin importar sus orígenes, procedencia, condiciones económicas o sociales. Porque la vida es un regalo, y cuando es larga es un privilegio, para uno mismo y para los demás. Siempre, siempre es así.

En el siglo XXI, la vejez se ha convertido en una de las características de la humanidad. En unas pocas décadas, la pirámide demográfica —que una vez descansaba sobre un gran número de niños y jóvenes y tenía pocos ancianos en la cumbre— se ha invertido. Si hace tiempo los ancianos hubieran podido poblar un pequeño estado, hoy pueden poblar un continente entero. En este sentido, la ingente presencia de los ancianos es una novedad en todos los entornos sociales y geográficos del mundo. Además, a la vejez corresponden hoy diferentes estaciones de la vida: para muchos es la edad en la que cesa el esfuerzo productivo, las fuerzas disminuyen y aparecen los signos de la enfermedad, de la necesidad de ayuda y del aislamiento social; pero para muchos otros es el comienzo de un largo período de bienestar psicofísico y de liberación de las obligaciones laborales.

En ambas situaciones, ¿cómo vivir estos años? ¿Qué sentido dar a esta fase de la vida, que para muchos puede ser larga? La desorientación social y, en muchos casos, la indiferencia y el rechazo que nuestras sociedades muestran hacia las personas mayores, llaman no sólo a la Iglesia, sino a todo el mundo, a una reflexión seria para aprender a captar y apreciar el valor de la vejez. En efecto, mientras que, por un lado, los Estados deben hacer frente a la nueva situación demográfica en el plano económico, por otro, la sociedad civil necesita valores y significados para la tercera y la cuarta edad. Y aquí, sobre todo, se coloca la contribución de la comunidad eclesial.

Por eso he acogido con interés la iniciativa de esta conferencia, que ha centrado la atención en la pastoral de los ancianos e iniciado una reflexión sobre las implicaciones que se derivan de una presencia sustancial de los abuelos en nuestras parroquias y sociedades. Os pido que no se quede en una iniciativa aislada, sino que marque el inicio de un camino de profundización y discernimiento pastoral. Necesitamos cambiar nuestros hábitos pastorales para responder a la presencia de tantas personas mayores en las familias y en las comunidades.

En la Biblia, la longevidad es una bendición. Nos enfrenta a nuestra fragilidad, a nuestra dependencia mutua, a nuestros lazos familiares y comunitarios, y sobre todo a nuestra filiación divina. Concediendo la vejez, Dios Padre nos da tiempo para profundizar nuestro conocimiento de Él, nuestra intimidad con Él, para entrar más y más en su corazón y entregarnos a Él. Este es el momento de prepararnos para entregar nuestro espíritu en sus manos, definitivamente, con la confianza de los niños. Pero también es un tiempo de renovada fecundidad. «En la vejez volverán a dar fruto», dice el salmista (Sal 91,15). En efecto, el plan de salvación de Dios también se lleva a cabo en la pobreza de los cuerpos débiles, estériles e impotentes. Del vientre estéril de Sara y del cuerpo centenario de Abraham nació el Pueblo Elegido (cf. Rm 4,18-20). De Isabel y el viejo Zacarías nació Juan Bautista. El anciano, incluso cuando es débil, puede convertirse en un instrumento de la historia de la salvación.

Consciente de este papel irremplazable de los ancianos, la Iglesia se convierte en un lugar donde las generaciones están llamadas a compartir el plan de amor de Dios, en una relación de intercambio mutuo de los dones del Espíritu Santo. Este intercambio intergeneracional nos obliga a cambiar nuestra mirada hacia las personas mayores, a aprender a mirar el futuro junto con ellos.

Cuando pensamos en los ancianos y hablamos de ellos, sobre todo en la dimensión pastoral, debemos aprender a cambiar un poco los tiempos de los verbos. No sólo hay un pasado, como si para los ancianos sólo hubiera una vida detrás de ellos y un archivo enmohecido. No. El Señor puede y quiere escribir con ellos también nuevas páginas, páginas de santidad, de servicio, de oración... Hoy quisiera deciros que los ancianos son también el presente y el mañana de la Iglesia. Sí, ¡son también el futuro de una Iglesia que, junto con los jóvenes, profetiza y sueña! Por eso es tan importante que los ancianos y los jóvenes hablen entre ellos, es muy importante.

La profecía de los ancianos se cumple cuando la luz del Evangelio entra plenamente en sus vidas; cuando, como Simeón y Ana, toman a Jesús en sus brazos y anuncian la revolución de la ternura, la Buena Nueva de Aquel que vino al mundo para traer la luz del Padre. Por eso os pido que no os canséis de proclamar el Evangelio a los abuelos y a los ancianos. Id a ellos con una sonrisa en vuestro rostro y el Evangelio en vuestras manos. Salid a las calles de vuestras parroquias y buscad a los ancianos que viven solos. La vejez no es una enfermedad, es un privilegio. La soledad puede ser una enfermedad, pero con caridad, cercanía y consuelo espiritual podemos curarla.

Dios tiene un pueblo numeroso de abuelos en todo el mundo. Hoy en día, en las sociedades secularizadas de muchos países, las generaciones actuales de padres no tienen, en su mayoría, la formación cristiana y la fe viva que los abuelos pueden transmitir a sus nietos. Son el eslabón indispensable para educar a los niños y a los jóvenes en la fe. Debemos acostumbrarnos a incluirlos en nuestros horizontes pastorales y a considerarlos, de forma no episódica, como uno de los componentes vitales de nuestras comunidades. No sólo son personas a las que estamos llamados a ayudar y proteger para custodiar sus vidas, sino que pueden ser actores de una pastoral evangelizadora, testigos privilegiados del amor fiel de Dios.

Por esto doy las gracias a todos los que dedicáis vuestras energías pastorales a los abuelos y a los ancianos. Sé muy bien que vuestro compromiso y vuestra reflexión nacen de la amistad concreta con tantos ancianos. Espero que lo que hoy es la sensibilidad de unos pocos se convierta en el patrimonio de cada comunidad eclesial. No tengáis miedo, tomad iniciativas, ayudad a vuestros obispos y a vuestras diócesis a promover el servicio pastoral a los ancianos y con los ancianos. No os desaniméis, ¡adelante! El Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida continuará acompañándoos en este trabajo.

Yo también os acompaño con mi oración y mi bendición. Y vosotros por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!


Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede, 31 de enero de 2020.

 



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