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CARTA DEL PAPA JUAN XXIII
AL CARDENAL LEGADO EN EL CONGRESO MARIANO
INTERAMERICANO
*

 

A nuestro venerable hermano
Marcelo Mimmi,
Cardenal de la Santa Iglesia Romana,
Secretario de la Sagrada Congregación Consistorial

 

Venerable hermano, salud y bendición apostólica:

Hemos recibido la grata noticia de que va a celebrarse próximamente en Buenos Aires el Congreso Mariano Interamericano.

Sabiendo que semejantes solemnidades se preparan allí con ferviente y celosa fe y con la mayor diligencia, se ha de esperar que de este Congreso se derivarán los más ubérrimos frutos para la Iglesia.

Con el fin de realzar, como conviene, tan importante Congreso, nuestro querido hijo el Cardenal Antonio Caggiano, celosísimo Arzobispo de Buenos Aires, nos ha pedido enviásemos a uno de los Purpurados del Sacro Colegio, para que nos representase en dicho Congreso. Accediendo gustosamente a estos deseos, venerable hermano, te elegimos y nombramos Delegado nuestro para que presidas el Congreso Mariano de Buenos Aires, y estamos seguros, pues conocemos tus dotes de alma, de que cumplirás perfecta y dignísimamente la misión a ti confiada. Da a conocer allí y expresa nuestra esperanza, exhortaciones y deseos.

Realmente, son muy importantes y trascendentales las cuestiones que han de tratar con oración, meditación y acción los participantes en el anhelado Congreso de la capital Argentina, para poner remedio eficaz a los males de la Iglesia y de la sociedad.

Para adoptar estas laudables resoluciones, si duda os ayudará poderosísimamente la Madre del Redentor, a la que se invoca constantemente como a Mediadora de toda noble victoria y como a causa segura de nuestra confianza.

Es necesario, sin embargo, que los que confían en la amorosa protección de la Virgen, Madre de Dios, y por Ella desean alcanzar preclaros triunfos, imiten sus virtudes y, a fuer de buenos hijos, brillen con las cualidades de su Madre. Pues Ella los exhorta a correr tras el perfume de sus virtudes (Cant. I, 3). "Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. En mí está toda la esperanza de la vida y de la virtud" (Eccl. XXIV, 24-25).

La paz, en la que reside la tranquilidad del orden, se considera con razón como el mayor bien de las naciones, y, para conseguirla, todos, en cuanto les sea posible, deben aunar sus esfuerzos con este fin.

De este modo, al mismo tiempo que nuestra sacrosanta religión fomenta y procura esta paz, también es la primera en beneficiarse de ella. ¿Acaso no proclamaron esta paz los ángeles al nacer el Divino Redentor en la gruta de Belén? ¿Acaso Jesucristo, al salir de este mundo, no dejó a sus discípulos la paz, cual estandarte de su Evangelio? ¡Cuán deseable es la dulce paz de Cristo!

Con todo, la paz, que los cristianos deben procurar, según la Sagrada Escritura, va indisolublemente unida a la unidad, a la justicia y a la caridad, y para que exista viva y florezca exige sobre todo el amor a Dios, el mayor celo, penetrado de amor, en cumplir la voluntad divina, la observancia de la ley de Cristo, la pureza de costumbres, el desarrollo de las obras de caridad, la justicia social, la acertada legislación, la equidad entre patronos y obreros y el progreso de todas las ciencias y artes. A defender, promover y desplegar todo su celo y esfuerzos están obligados los hijos de la Iglesia, puesto que son la sal de la tierra (Math. 5, 13). -

Por esto, debe abordarse, con arreglo a los principios de la doctrina social católica, la cuestión social, que especialmente en América del Sur preocupa extraordinariamente, no sin motivo, a los hombres públicos. Nos referimos a los principios que, a la vez que regulan equitativamente los bienes temporales, tampoco descuidan, más aún, promueven y estimulan los bienes espirituales, que se refieren a las almas, virtudes y vida eterna.

Cumpliéndolo así, María, la Virgen Inmaculada, con el poder que goza, con su oración que alcanza las celestiales gracias, con su radiante mirada que todo lo pacifica, será invencible protectora y baluarte inexpugnable.

Haz saber e inculca todo esto en el gran Congreso Mariano, que presidirás, llevando a él nuestros afectuosos deseos; prueba de ellos son las súplicas que elevamos a Dios, y ardientemente anhelamos que esas alegres solemnidades y reuniones produzcan los más abundantes frutos.

Finalmente, con estos votos impartimos de todo corazón a ti, venerable hermano, a los Obispos, a las distinguidas Autoridades de la Nación, al Clero, a los fieles, que asistan al Congreso, como estímulo para cumplir los grandes propósitos de emprender una vida de acción, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 21 de octubre de 1960, segundo año de nuestro Pontificado.

IOANNES PP. XXIII


* AAS 52 (1960) 948-949.



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