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PRIMER SÍNODO DIOCESANO DE ROMA

DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN LA CLAUSURA DEL SÍNODO ROMANO
*

 Basílica de San Pedro
Domingo 31 de enero de 1960

 

I

Venerables Hermanos y queridos hijos:

La inauguración del Sínodo Romano el domingo por la tarde, en la Basílica lateranense, y su clausura esta tarde aquí en San Pedro, Nos llena el corazón de inmensa gratitud al Señor y de alegría exultante. El pensamiento y el propósito de la convocatoria de un Sínodo diocesano en Roma, el primero de su historia religiosa, sobrecogieron nuestro espíritu con una sencillez y una urgencia singular e impresionante como un rayo del cielo, como una voz segura y bendita de lo alto. Ya os lo hemos confiado en nuestro encuentro en la Basílica Lateranense.

He aquí que al año justo se ha celebrado el Sínodo; el libro que contiene sus preciosas disposiciones está listo. Poder ofrecerlo aquí sobre el sepulcro de San Pedro es para Nos motivo de extraordinario consuelo, más vivo todavía al saber que todos nuestros hijos de Roma lo comparten; todos, ciertamente, los eminentísimos señores Cardenales que forman el Sacro Colegio, desde los colaboradores más cercanos al Papa en el gobierno de la Iglesia universal hasta el más modesto representante del Clero y del pueblo romano, que también se alegra del gran acontecimiento que señala una fe cha fausta y feliz para la vida religiosa de nuestra ciudad.

Esta vida de la Iglesia en el transcurso de los años es despliegue de preciosas energías espirituales, con frecuencia de angustias y de duros combates y sufrimientos, pero también a veces, a Dios gracias, de elevaciones y de cantos. Para todas las horas y para todas las circunstancias tenemos a nuestra disposición el Salterio de David que recoge y nos da el tono no sólo de elegías dolientes sino con frecuencia de alegres e inmortales.

Tomad, por ejemplo, este salmo 113 In exitu Israel todo él lleno de gratitud al Señor, que golpea la tierra como para invitarla a que le dé honor, y transforma la roca en lagos y las piedras en manantiales.

¡Qué hermoso es lo que sigue! «No por nosotros, oh , no por nosotros, hazlo por la gloria de tu nombre, por tu misericordia y tu fidelidad. Bendice a los que temen al Señor, pequeños y grandes. Los cielos son cielos para el Señor. La tierra se la dio a los hijos de los hombres. No son los muertos los que pueden alabar al Señor, ni cuantos bajaron al silencio. Pero nosotros sí, alabaremos al Señor ahora y por toda la eternidad».

Este sentimiento de gratitud al Señor por la gracia derramada en el corazón del clero y del pueblo romano en estos días del Sínodo, es la primera nota de este encuentro dominical vespertino cuyo amoroso y dulce recuerdo cada uno llevará consigo.

Para quien conoce y llama a sus hijos como el Obispo de Roma los conoce, los aprecia y los ama, es fácil comprender que este Sínodo es una grande y sobreabundante gracia, aunque sólo sea porque desmiente alguna afirmación oída, como aquella de que, entre la confusión, con frecuencia violenta, de las pasiones humanas en la búsqueda de los bienes de la tierra, la presencia y la voz de la Iglesia Católica, de la Iglesia Romana, pierde siempre cada vez más resonancia y eficacia.

El Sínodo asegura, por el contrario, a todas las almas de buena fe que la Santa Iglesia Romana tiene, en actividad de servicio pastoral y de apostolado futuro, reservas preciosísimas, que la preparación del Sínodo y de sus nuevos ordenamientos han hecho conocer, abriendo el corazón de todos a las más bellas esperanzas. Ciertamente la aplicación de las Constituciones Sinodales, será un trabajo inmenso, teniendo en cuenta la afluencia demasiado rápida a Roma, y la difícil asistencia, de gentes y gentes de todos los puntos de Italia, hasta cuadruplicar la población en cincuenta años. ¿Pero quién es fuerte como Nuestro Señor, Dios y Salvador del mundo? Quis sicut Dominus Deus noster qui in altis habitat et humilia respicit in coelo et in terra? (Sal 112, 5-6). Por lo pronto, el Sínodo se ha realizado para la vida presente y para el futuro inmediato. Nos qui vivimus, benedicimus Domino. Este es nuestro primer deber: dar gracias a Dios y cobrar valor.

II

Deseamos, ante todo, reconocer que este Sínodo Romano ha resultado una gran manifestación de fuerza espiritual, a la que recurriremos en nuestros futuros esfuerzos para realizar en nosotros y en torno de nosotros aquello que es y debe ser orden y santificación en la Iglesia.

Al inaugurarlo el pasado domingo en San Juan de Letrán, Nos referimos a la majestad y belleza de los ocho grandes esquemas en los que debía desarrollarse, y se desarrolla felizmente, la nueva legislación de carácter pastoral, legislación perfectamente preparada por las ocho subcomisiones que han recogido lo principal de la sagrada doctrina teológica, ascética y pastoral, con los siguientes títulos: 1) las personas, 2) el magisterio, 3) el culto divino, 4) los sacramentos, 5) la actividad apostólica, 6) la educación cristiana, 7) las cosas: iglesias, casas, monumentos, administración, 8) asistencia y beneficencia.

Es máximo punto de reunión de las varias regiones de Italia y de todas las naciones del mundo católico esta nuestra Roma inmortal, que puede disponer de una nutrida y escogida falange de eclesiásticos, almas nobles y piadosas, adiestradas en el magisterio y en el ejercicio de las ciencias sagradas: teológica, ascética, litúrgica, jurídica, artística y en la práctica de la administración especializada de orden económico y temporal de los bienes eclesiásticos. Habéis tenido ocasión de daros cuenta exacta, Venerables Hermanos y queridos hijos —en las Constituciones sinodales legítimamente aprobadas— de los magníficos resultados de este esfuerzo individual y colectivo que hemos podido seguir de cerca y al que nuestros consultores sinodales dieron su clarividencia y erudición, corazón firme y sacerdotal, sabiduría y discreción admirable según el espíritu de las leyes del Señor. Es muy natural que todo se haya considerado a la luz de la fe cristiana y de la sana doctrina, que es la base del orden individual, doméstico y social, y la fidelidad a las enseñanzas de Cristo con distinción precisa de otra concepción de la vida y de la historia.

Del pensamiento de San Pedro ya hablamos en nuestros coloquios sinodales al Clero. San Pablo en el grave problema de distinción, de separación clara de la Sinagoga, de libertad, recuerda la historia del patriarca Abraham que tuvo descendencia de dos mujeres: la hija del desierto y la hija de la promesa. El recuerdo antiguo es muy claro para juzgar las posturas modernas y actuales del pensamiento y de la vida. A estas dos mujeres corresponden dos ciudades bajo idéntica denominación de Jerusalén; la primera es aquella in monte Sina in serviturem generans, quae est Agar: ciudad que vive como sierva con sus hijos: la otra Ierusalem quae sursum est, quae est mater nostra. Esta no es la hija del desierto sino que es la hija de la promesa, de la cual procedemos. San Pablo escribe que estas cosas han sido dichas alegóricamente. Y nosotros sabemos que la alegoría de entonces es desde hace veinte siglos la realidad del Cristianismo perenne, y al no ser precisamente nosotros hijos del desierto sino hijos de la promesa de Dios, conservada para los hombres de buena voluntad, nos sentimos tanto más unidos a nuestra Roma, a esta Jerusalén de la nueva alianza, quae est mater nostra, exultante con aquella libertad que Cristo nos ha dado (Ga 4,31).

Venerables Hermanos y queridos hijos, demos gracias a los Apóstoles Pedro y Pablo que desde aquella primera época lejana nos confirman y animan en la profesión de esta doctrina.

III

A los principios fundamentales que regulan nuestra conducta frente a Dios y frente a los hombres, debe acompañarse, como fruto característico, el ejercicio de las virtudes teologales que dan la línea exacta del cristiano, del católico perfecto. Son tres y os son familiares: la fe, la esperanza, la caridad. Conviene señalar de ellas, por el hecho de solo nombrarlas, la aureola que las hace espléndidas y conquistadoras.

Firma fides — spes invicta — charitas effusa.

Firma fides. Desde los vagidos de nuestra infancia junto a la fuente bautismal, a los últimos suspiros de la vida al retornar cada uno de nosotros al Padre celeste, el Credo apostólico nos acompaña. Es un consuelo para el sacerdote que asiste al moribundo, frecuentemente un pobre pecador, como tantos, el repetir con él y por él:  Señor, este cristiano que va a morir es un pobrecillo arrastrado por las fascinaciones de la juventud y endurecido por las obstinaciones de la vejez: te ha ofendido muchas veces; se ha dejado llevar por las atracciones del mundo, de los placeres, de los negocios; tamen fidem non negavit (sin embargo no negó la fe). Sé para él bueno y misericordioso.

El buen cristiano, sin embargo, ante todo en el fervor de la juventud y de la fecunda madurez, debe hacer profunda y activa esta fe, iluminadora de sus pasos, de sus decisiones, del cumplimiento de sus más altos deberes, en la familia y en los contactos de la cotidiana convivencia, en el ejemplo y en el estímulo.

Iustus autem meus ex fide vivit. (Hb 10, 38). Para el intelectual la fe es como lámpara encendida que ayuda en la búsqueda de la verdad en todos los órdenes de la investigación humana. La expresión: fides quaerens intellectum refleja sus rayos sobre múltiples aspectos del orden científico. Para un científico no es un honor ser o profesarse ateo. Es, en cambio, pobreza de espíritu, ignorancia de sí mismo y presunción peligrosa.

Luego está la defensa de la fe que quiere ser considerada como una fortaleza, firma fides verdaderamente: la difusión de la fe que es apostolado benemérito, perfección de espíritu cristiano, motivo grande de honor en la Santa Iglesia de Dio que pide obrero para el buen apostolado de conquista en todo el mundo.

¿Qué decir de cuantos añaden el trabajo de la defensa de la verdad y de la fe católica el sacrificio de sufrir persecuciones, iguales si no más feroces, que aquellas de los tiempos antiguos? Con emoción profunda y con entera adhesión de nuestro corazón, en el tercer día del Sínodo, la honorable asamblea de nuestro clero quiso mandar un saludo vibrante de solidaridad y de estimulante fraternidad a los hermanos atribulados, sacerdotes y laicos de la Iglesia del silencio. Son dignos de admiración y de piedad, pero mayor conmiseración merecen sus perseguidores, que también son, en Dios, nuestros hermanos, los cuales después de dos mil años de historia cristiana permanecen de esta manera ciegos hasta el punto de no darse cuenta de que Jesús será siempre el Rey glorioso e inmortal de los siglos, y que esta será, ahora y siempre la fe que vencerá al mundo. Victoria quae vincit mundum, fide nostra (Jn 5-4).

Spes invicta (Esperanza invicta). La fe cristiana está bien definida: «sustancia de las cosas que se esperan, argumento de las que no aparecen» (Hb 11,1). Cierto que considerando la violencia de la expansión del error anticristiano, infatuación difundida acerca de la nueva concepción de los bienes de la tierra llevada hasta el extremo de persuadir a no pocos mortales de que los cielos están vacíos y que el hombre solo puede de gozar del paraíso terrestre y también sin limitación de pasiones, al menos para las más atrevidas y más criminales, y que todo ideal aquí en la tierra debe consistir en el triunfo de la triple concupiscencia, el alma se entristece y el valor de practicar el bien amenaza con atenuarse y sufrir fuerte tentación de desánimo. Esto para quien es débil, para quien está cansado y para quien es negligente. Pero las palabras de Cristo han llenado las páginas del Evangelio, y llenado también el mundo de valor animoso, y de alegría que viene de toda rectitud de conciencia, de todo deber humano y cristiano cumplido, y de la seguridad de la solemne promesa de Jesucristo: qui crediderit et baptizatus fuerit, es decir, quien ha pasado por la puerta santa de su redención, salvus erit: qui vero non crediderit condemnabitur (Mc 16,16). Entre nosotros, hijos de la luz, tampoco la muerte causa miedo a nadie, la fe teológica se confía con toda seguridad en las promesas de Jesús; y la esperanza es certidumbre. Ego sum resurrectio et vita (Jn 11,25). ¡Qué palabras! Quien a ellas se adhiere con fe y amor, vivirá eternamente: Omnis qui vivit et credit in me, non morietur in aeternum (Ibíd., 11, 26).

Llegados a esta realidad de vida humana y cristiana, puede parecer extraño que, después de dos mil años de experiencia religiosa y de Evangelio difundido y vivido, haya todavía quien se atreva a decirnos que toda la historia de la Iglesia Católica, que todo el cristianismo, no es más que la prolongación sobre la vida del mundo de una gran fábula, que es necesario disipar, para rehacerlo todo de nuevo.

Dejémoslo a estos ilusos en su aparente ingenuidad y preparémonos a continuar el ejercicio de la esperanza, invicta porque es seguridad de la palabra del Señor respecto de nosotros, para quien está reservado el gran consuelo final, y es gran desilusión para los ateos por la inanidad definitiva de sus esfuerzos: a lo largo del camino quizá nos convenga sufrir a nosotros alguna presión por su parte. In mundo pressuram habebitis: sed confidite, ego vici mundum (Jn 16, 33). Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado (Jn 15, 11).

Charitas effusa (efusión de caridad). Y prosiguió en sus amables confidencias Nuestro Señor diciendo a los suyos: «Este es mi precepto, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado. Y el amor entre vosotros debe ser de tal clase que os disponga a dar incluso la vida por vuestros amigos» (Jn 15-13). Realmente, es enseñanza grandiosa esta de la caridad. En ella, en su aplicación práctica, se resume la sustancia viva de todo el Cristianismo, de toda la Iglesia. La legislación eclesiástica que integran las Constituciones Sinodales, tiene como punto central de irradiación la caridad; la que de los siervos hace amigos de Dios, del sacerdocio, un ministerio altísimo en beneficio de toda la Iglesia, que es como decir, no sólo de los eclesiásticos, sino, mediante la acción de éstos, en beneficio de todo el orden social. Desde la administración de los Sacramentos, que es distribución de la gracia celeste, que rocía y hace florecer toda la tierra, hasta la dirección de las formas múltiples y variadas del provecho social: culto, enseñanza, asistencia, obras innumerables extendidas a todas las variadas circunstancias de la vida humana, todo se convierte en tarea noble y generosa, en empleo santo y bendito de las energías sacerdotales. A veces, muy a menudo, el espíritu mundano es injusto en la valoración de los beneficios que el sacerdocio de Cristo, distribuido como está en sus diversos grados de clero secular y de clero regular, igualmente dignos de respeto, continuará prestando al orden cívico y social. En nuestra ya lejana juventud, nos sucedía oír desde diversos ambientes la invitación al clero para que saliera de la sacristía. Hoy, en cambio, alguno que cambió de humor desearía que el clero volviese a la sacristía, a sus tareas estrictamente litúrgicas, olvidando que el clero debe seguir las enseñanzas y los ejemplos de Jesucristo, que sabía visitar el templo y pasar las noches en oración; pero que durante el día estaba constantemente ocupado entre el pueblo, con su gente de Judea y de Galilea, en predicar, en animar, al servicio de la caridad, incluso en hacer milagros, puesto que como buen pastor que él se llamó, estaba lleno de solicitud por su grey.

Queridos Hermanos e hijos, ayudemos a nuestro clero tan bueno, celoso y pacífico a santificarse para que correspondiendo la bendición del Señor a sus esfuerzos ésta se derrame sobre todas las familias por obrar de un clero distinguido, activo y bienhechor.

Hoy, domingo 31 de enero, se celebra la fiesta litúrgica de San Juan Bosco. Este nombre es un poema de gracia y de apostolado. De una aldeíta del Piamonte ha llevado la gloria y los triunfos de la caridad de Cristo a los más apartados confines del mundo. A su bendito nombre la Santa Iglesia asocia sus santos paisanos José Cottolengo y José Cafasso; y al evocar esta triada se despiertan los recuerdos de innumerables sacerdotes humildes y grandes, héroes de la caridad, que en Italia, en las antiguas diócesis, en todas las naciones de Europa y del mundo donde la Iglesia de Roma despliega sus banderas, perpetúanse las manifestaciones del celo sacerdotal y pastoral ardiente y fiel.

IV

Venerables Hermanos y queridos hijos: uno de los aspectos más característicos de la caridad de Cristo es el de que une. En el Evangelio según San Juan, esta doctrina, esta gracia, esta belleza de la unión, encuentra acentos admirables. Son recogidos de los labios de Jesucristo, de su Corazón divino, del gotear de la sangre de su Sacrificio y de su Sacramento. Jesús, Verbo Divino unido a su Padre, convertido, mediante la encarnación, en hermano primogénito de la nueva familia de la humanidad redimida. Esta familia es la Iglesia, la Iglesia una, santa, católica y apostólica, que, por divina disposición, fue fundada para ser difundida por todo el mundo, pero cuyo centro es Roma, puesto que aquí tomó tierra la barca de San Pedro, y aquí se mantiene anclada, no por un período de años, sino por espacio de veinte siglos, y lo está todavía sólida y vigorosamente. Roma tiene su clero y su pueblo, al que San Pedro, su primer Obispo, no regatearía, sin duda, el elogio con que saludaba a las primeras y fervorosas comunidades del Oriente: Genus electum, regale sacerdotium, gens sancta, populus acquisitionis (1P 2, 9).

Ahora, esta diócesis de Roma, replegándose sobre sí misma con este su Sínodo, vuelta la mirada de su clero y de su pueblo a las finalidades más elevadas de su vida religiosa y social, se apresta, con renovado fervor, a proseguir la misión que le fue confiada por la providencia celestial, desde el punto central de la Cristiandad.

En pocos meses, ha preparado y celebrado el Sínodo; pedimos al Señor que le dé la gracia y la fuerza de hacer honor a los buenos propósitos aquí concebidos de una vida santa, ordenada y ejemplar, in signum gentium.

Después del Sínodo, presidido por el Obispo de Roma, pidamos al Señor Jesús, fundador de la Iglesia, la gracia para su Vicario, Papa, Vicarius Christi, de convocar y de celebrar el Concilio Ecuménico, que habrá de ser el XXI de la serie desde los primeros siglos a hoy, y que llevará por título «Vaticano II».

Lo que importa es la preparación del más grande acontecimiento que debe afectar a todos los intereses vastísimos y complejos de la Iglesia universal, la Iglesia de Cristo, en relación con la realidad del siglo presente y dentro del espíritu y designio del divino Fundador, expresado en elevadísima confidencia a sus más íntimos durante el coloquio misterioso del Cenáculo, tras la institución del divino Sacramento de amor y en trance de cruzar el Cedrón y de iniciar el drama del gran dolor y del gran sacrificio.

El éxito feliz y bendito del Sínodo Romano nos abre el corazón a la esperanza de la ayuda del Señor para el Concilio. Las disposiciones para su preparación son ya consoladoras más allá de lo previsto.

Hijitos carísimos, valor y confianza en el Señor. No creáis que en este propósito de celebrar el Concilio el actual Servus Sevorum Dei, que vigila el sagrado depósito de la herencia de San Pedro, tenga que o anhele vivir mucho para llevar a término el gran acontecimiento y verlo con sus propios ojos coronado. Hilarem datorem diligit Deus (2Co 9,7): esto es motivo de tranquilidad y de paz para su persona. Y después, iam voluisse sat est. Para la gloria de las grandes empresas basta la voluntad de haber cooperado a ellas.

Hemos confiado la tarea de una especial asistencia y protección celestial sobre el futuro Concilio a tres santos gloriosos, cuyas tumbas son tesoro sagrado de esta veneranda Basílica de San Pedro, templo máximo de la Cristiandad; es decir, a dos Patriarcas de Oriente y a uno de los Papas más grandes de la Historia; los dos Patriarcas de Constantinopla, San Gregorio Nacianceno y San Juan Crisóstomo, y San Gregorio Magno, romano de nacimiento, de pensamiento y de corazón. Podemos bien confiar que de las regiones celestiales, como de los sacros silencios de esta Basílica, se unirán al coro de las sagradas memorias de San Pedro y San Pablo, los otros Pontífices que duermen el sueño de la paz, y son honrados con el culto oficial de la Iglesia, los Leones, Gregorios, San Pío X, el Beato Inocencio y otros menos conocidos, Pontífices siempre vivos en el corazón de cuantos como nosotros, ancianos por la edad, pero siempre jóvenes por el recuerdo venerado de las personas, fuimos testigos de sus virtudes.

Y ahora, queremos que todo, Venerables Hermanos y queridos hijos, corazones, pensamientos y voces se aúnen en un himno de acción de gracias por el don recibido del Sínodo; en una intensa impetración de nuevas gracias para el porvenir a nuestro Señor Jesús, Hijo unigénito del Padre celestial, y nuestro hermano primogénito, Pontífice eterno del mundo por él redimido, y a quien, como San Pedro, nos place saludar como divino Pastor y Obispo de nuestras almas.

La experiencia del primer año de las solicitudes pastorales del nuevo Obispo de Roma que os habla y pastor de la Iglesia universal, le ha dado la sensación de un cierto vacío en algunas almas devotas y piadosas que preparan devociones particulares, títulos nuevos y de culto con inspiraciones de carácter local, que dan la impresión de dejar campo a la fantasía y muy poco a la concentración del espíritu. Queremos invitaros a sentiros familiares con lo que es más sencillo y más antiguo en la práctica de la Santa Iglesia. Nuestro Señor Jesús, como se dice en el Evangelio, ha enseñado una sola oración, la del Pater Noster. Pero ¡qué sublime plegaria, que abarca todo y que no se agota jamás! San Juan nos ha conservado el texto de la oración de Jesús al Padre, en la triste hora del adiós, implorando la gracia de la unión perenne de los discípulos entre sí, con Él y con el Padre.

Nada más. Para iluminar y animar a la adoración a Jesús nada mejor que meditarle e invocarle en la triple luz del Nombre, del Corazón y de la Sangre.

Aquel gran santo del siglo XV, tan popular en Italia, San Bernardino de Sena, fue el cantor feliz y entusiasta del Nombre de Jesús, al que se ha consagrado una copiosa literatura y una gloria artística de reflejos y recuerdos tan dulces y conmovedores.

Después de las revelaciones de Paray-le-Monial el Corazón de Jesús tomó posesión de todas las almas piadosas de entonces, aparte alguna imprudente contradicción ya desvanecida, su culto triunfa en los corazones, en los templos y en las instituciones que de él tomaron nombres y resonancia.

Y ¿la Sangre? ¡Oh!, la preciosísima Sangre de Jesús, que nos permite pedir humildemente al Señor el perdón de nuestros pecados; conviene que se nos recomiende especialmente a nosotros sacerdotes y fieles de la Diócesis de Roma, al que es una gloria tan esplendorosa del Clero Romano, a aquel santo sacerdote que nació en el Esquilmo poco antes de la Revolución francesa, nos referimos a San Gaspar del Búfalo, que fue el verdadero y más grande apóstol de la devoción a la Preciosísima Sangre de Jesús en el mundo y fundador de una Congregación Misionera que vive y prospera bajo estos auspicios. Para honra de San Gaspar del Búfalo, sacerdote muerto cuando apenas contaba cincuenta años en Albano, se citan aquellas palabras que respondió al hombre más poderoso de su tiempo, que imponía un juramento fidelidad: «Yo no puedo, ni debo, ni quiero», y prefirió el destierro a la vileza.

Venerables Hermanos y queridos hijos. En nuestro coloquio con vosotros Nos hemos demorado algo más de lo que acostumbramos a hacer en los tres días del Sínodo y habiendo tocado varios temas hemos terminado por encontrarnos como en la cima del Calvario.

Ante nosotros está el nombre de Jesús en tres lenguas sobre la cabeza del Crucificado: el Corazón de Jesús palpitante de amor, en el ansia del extremo sacrificio; la Sangre de Jesús, que brota de la herida abierta, como de fuente inexhausta e inexhaustible para vida y redención universal. Dos testigos junto a la cruz: la Madre de Jesús y el discípulo predilecto. ¡Oh María, oh María!, Tú sabes cómo aquí eres aclamada: Salus populi romani; y cómo el humilde Obispo de Roma te llama todos los días Regina Apostolorum, Regina Cleri, Auxilium christianorum, Auxilium Episcoporum. Estas palabras bastan para decirte la dulzura de nuestro amor a ti, Madre de Jesús y Madre nuestra, y para confirmar tu misericordia con nosotros, hijos tuyos devotísimos y buenos.


* AAS 52 (1960) 285-296

 

 



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