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 DISCURSO DE SU SANTIDAD JUAN XXIII
EN EL CONSISTORIO SEMIPÚBLICO DEL 30 DE MAYO*

Lunes 30 de mayo de 1960

 

Fácilmente podéis adivinar, venerables hermanos, el motivo de haberos convocado hoy; no es otro que, conforme a la tradición de esta Sede Apostólica, tratar de elevar al honor de los altares al Beato Juan de Ribera, Patriarca de Antioquía y Arzobispo de Valencia.

Una vez que la Sagrada Comisión examinó y discutió la causa, llenando las acostumbradas formalidades y ponderando el alcance de los argumentos, hablamos de ella, como recordaréis, en el Consistorio secreto y luego en el Consistorio público.

Sabemos que habéis llegado a la conclusión de que la santidad de este varón está suficientemente confirmada y demostrada no sólo por las numerosas y ciertas pruebas de virtud extraordinaria sino también por algunos de los milagros que ha obrado.

Sin embargo, por lo que a Nos respecta, aunque somos conscientes de que en esta clase de materias nos asiste el Espíritu de Dios, fuente y origen de toda santidad, y deseando sobre todo seguir la tradicional costumbre, no queremos proclamar santo a este Beato antes de que nos manifestéis una vez más vuestro parecer sobre el particular.

Desearíamos, pues, venerables hermanos, que, conforme al rango de vuestra dignidad, nos declaraseis uno, por uno, vuestra opinión sobre este asunto...

Y puesto que ninguno de vosotros ha disentido, habéis considerado digno de inscribir al Beato Juan de Ribera en el Catálogo de los Santos, lo cual es sumamente grato para Nos, que, por nuestra parte, no deseábamos ardientemente otra cosa.

Decretamos, por consiguiente, que el Beato Juan de Ribera, ilustre tanto por su excelsa e insigne virtud como por los milagros realizados sea inscrito el Catálogo de los Santos en la próxima festividad de la Santísima Trinidad, que se celebra este año el doce de junio, en la grandiosa Basílica Vaticana con el esplendor y magnificencia de la Liturgia católica, de manera que los fieles se sientan intensamente movidos a la piedad.

Entre tanto, no dejéis de rogar a Dios, de quien proceden «las decisiones rectas», para que nuestra determinación sea para honra y gloria suya y utilidad cierta del pueblo cristiano.


* AAS 52 (1960) 447-448.

 

 



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