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BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Bressanone
Domingo 3 de agosto de 2008

 

Queridos hermanos y hermanas:

Os doy una cordial bienvenida a todos. Quiero dirigir unas palabras de agradecimiento en primer lugar a usted, querido obispo Egger, que ha hecho posible esta fiesta de fe. Gracias a usted he podido volver una vez más a mi pasado, proyectando al mismo tiempo mi futuro. Una vez más puedo pasar mis vacaciones en la hermosa Bressanone, esta tierra donde el arte, la cultura y la bondad de la gente están muy unidas. Le doy gracias por todo esto.

Naturalmente, doy las gracias a todos los que, juntamente con usted, han contribuido a hacer que yo pueda pasar aquí días de paz y serenidad. Doy las gracias a todos los que han organizado esta fiesta. Agradezco de corazón a las autoridades de la ciudad, de la región y del Estado lo que han hecho para organizarla; a los voluntarios que han prestado su ayuda; a los médicos; a las numerosas personas que han colaborado, y en particular a las fuerzas del orden. A todos doy las gracias por su colaboración. Seguramente he olvidado a algunas personas. Que el Señor os recompense a todos. A todos os encomiendo en mi oración, que es el único modo que tengo para agradeceros. Doy las gracias sobre todo a Dios, que nos ha dado esta tierra y que nos ha regalado también este domingo inundado de sol.

Así hemos llegado a la liturgia del día. La primera lectura nos recuerda que las cosas más grandes de nuestra vida no pueden ser adquiridas ni pagadas, porque las cosas más importantes y elementales de nuestra vida sólo pueden ser un regalo: el sol y su luz, el aire que respiramos, el agua, la belleza de la tierra, el amor, la amistad, la vida misma. Todos estos bienes esenciales y centrales no podemos comprarlos, sino que los recibimos como regalo.

La segunda lectura añade que eso significa que también hay cosas que nadie nos puede quitar, que ninguna dictadura, ninguna fuerza destructora nos puede robar. Nadie nos puede quitar el ser amados por Dios, que en Cristo nos conoce y ama a cada uno; y, mientras tengamos esto, no somos pobres, sino ricos.

El evangelio añade un tercer paso. Si de Dios recibimos dones tan grandes, también nosotros debemos dar: en ámbito espiritual debemos dar bondad, amistad y amor. Pero también debemos dar en el ámbito material. El evangelio habla de compartir el pan. Estas dos cosas deben penetrar hoy en nuestra alma. Debemos dar, porque también nosotros hemos recibido. Debemos transmitir a los demás el don de la bondad, del amor y de la amistad. A la vez, a todos los que necesitan de nosotros y a los que podemos ayudar, debemos darles también dones materiales, haciendo así que la tierra sea más humana, es decir, más cercana a Dios.

Ahora, queridos amigos, os invito a recordar con afecto filial, juntamente conmigo, al siervo de Dios Papa Pablo VI, de cuya muerte dentro de tres días conmemoraremos el trigésimo aniversario. En efecto, la tarde del 6 de agosto de 1978 entregó su alma a Dios. Era la tarde de la fiesta de la Transfiguración de Jesús, misterio de luz divina que siempre ejerció una gran fascinación sobre su espíritu. Como Pastor supremo de la Iglesia, Pablo VI guió al pueblo de Dios a la contemplación del rostro de Cristo, Redentor del hombre y Señor de la historia.

Precisamente la amorosa orientación de la mente y del corazón hacia Cristo fue uno de los ejes del concilio Vaticano II, una actitud fundamental que mi venerado predecesor Juan Pablo II heredó e impulsó con el gran jubileo del año 2000. En el centro de todo está siempre Cristo: en el centro de las Escrituras y de la Tradición; en el corazón de la Iglesia, del mundo y de todo el universo.

La divina Providencia llamó a Giovanni Battista Montini de la cátedra de Milán a la de Roma en el momento más delicado del Concilio, cuando la intuición del beato Juan XXIII corría el peligro de no tomar forma. ¡Cómo no dar gracias al Señor por su fecunda y valiente actividad pastoral! A medida que nuestra mirada retrospectiva se hace más amplia y consciente, resulta cada vez más grande, me atrevería a decir más sobrehumano, el mérito de Pablo VI al presidir la asamblea conciliar, al llevarla felizmente a término y al gobernar la agitada fase del posconcilio.

En realidad, podríamos decir, con el apóstol san Pablo, que la gracia de Dios en él "no fue vana" (cf. 1 Co 15, 10). Hizo fructificar sus notables dotes de inteligencia y su amor apasionado a la Iglesia y al hombre. A la vez que damos gracias a Dios por el don de este gran Papa, nos comprometemos a sacar provecho del tesoro de sus enseñanzas.

En el último período del Concilio, Pablo VI quiso rendir un homenaje especial a la Madre de Dios y la proclamó solemnemente "Madre de la Iglesia". A ella, la Madre de Cristo, nos dirigimos ahora con la plegaria del Ángelus.


Después del Ángelus

Queridos amigos, el viernes próximo, 8 de agosto, se inaugurarán los Juegos de la XXIX Olimpíada. Me alegra dirigir al país de acogida, a los organizadores y a los participantes, en primer lugar a los atletas, mi cordial saludo, así como mi deseo de que cada uno dé lo mejor de sí mismo, con el genuino espíritu olímpico. Sigo con profunda simpatía este gran encuentro deportivo -el más importante y esperado a nivel mundial- y espero vivamente que brinde a la comunidad internacional un ejemplo válido de convivencia entre personas de las más diversas procedencias, en el respeto de la dignidad común. Ojalá que una vez más el deporte sea prenda de fraternidad y de paz entre los pueblos.

(En castellano)

Queridos amigos, dentro de tres días se conmemorará el trigésimo aniversario del fallecimiento del Papa Pablo VI. Quisiera recordar devotamente con vosotros su quehacer pastoral, desempeñado de modo fecundo y audaz. Con el pasar de los años se aprecia cada vez más la grandeza que demostró presidiendo la segunda parte del concilio Vaticano II, llevándolo felizmente a término y gobernando la Iglesia en la delicada fase posconciliar. A la vez que damos gracias a Dios por el don de este gran Pontífice, os invito a sacar provecho también hoy de sus enseñanzas. Muchas gracias.



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