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BENEDICTO XVI

ÁNGELUS

Plaza de San Pedro
Domingo 20 de febrero de 2011

[Vídeo]

 

Queridos hermanos y hermanas:

En este séptimo domingo del tiempo ordinario, las lecturas bíblicas nos hablan de la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida: «Sed santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo», se lee en el libro del Levítico (19, 1). Con estas palabras, y los preceptos que se siguen de ellas, el Señor invitaba al pueblo que se había elegido a ser fiel a la alianza con él caminando por sus senderos, y fundaba la legislación social sobre el mandamiento «amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). Y si escuchamos a Jesús, en quien Dios asumió un cuerpo mortal para hacerse cercano a cada hombre y revelar su amor infinito por nosotros, encontramos esa misma llamada, ese mismo objetivo audaz. En efecto, dice el Señor: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). ¿Pero quién podría llegar a ser perfecto? Nuestra perfección es vivir como hijos de Dios cumpliendo concretamente su voluntad. San Cipriano escribía que «a la paternidad de Dios debe corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la buena conducta del hombre» (De zelo et livore, 15: ccl 3a, 83).

¿Cómo podemos imitar a Jesús? Él dice: «Amad a vuestros enemigos y rezad por los que os persiguen, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial» (Mt 5, 44-45). Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo su corazón es capaz de un nuevo comienzo. Logra cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de vida animada por el amor y destinada a la eternidad. El apóstol san Pablo añade: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3, 16). Si de verdad somos conscientes de esta realidad, y nuestra vida es profundamente plasmada por ella, entonces nuestro testimonio es claro, elocuente y eficaz. Un autor medieval escribió: «Cuando todo el ser del hombre se ha mezclado, por decirlo así, con el amor de Dios, entonces el esplendor de su alma se refleja también en el aspecto exterior» (Juan Clímaco, Scala Paradisi, XXX: pg 88, 1157 B), en la totalidad de su vida. «Gran cosa es el amor —leemos en el libro de la Imitación de Cristo—, y bien sobremanera grande; él solo hace ligero todo lo pesado, y lleva con igualdad todo lo desigual. El amor quiere estar en lo más alto, y no ser detenido de ninguna cosa baja. Nace de Dios y sólo en Dios puede encontrar descanso» (III, v, 3).

Queridos amigos, pasado mañana, 22 de febrero, celebraremos la fiesta de la Cátedra de San Pedro. A él, el primero de los Apóstoles, Cristo confió la tarea de Maestro y de Pastor para la guía espiritual del pueblo de Dios, para que este pueda elevarse hasta el cielo. Exhorto, por tanto, a todos los pastores a «asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo» (Carta de convocatoria del Año sacerdotal: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de junio de 2009, p. 8). Invoquemos a la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos enseñe a amarnos unos a otros y a acogernos como hermanos, hijos del Padre celestial.


Después del Ángelus

La liturgia nos invita hoy a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, fuente de la reconciliación duradera. Un mensaje oportuno también para el pueblo colombiano, al que deseo hacer llegar mi cercanía y afecto con motivo de las diferentes iniciativas que se están llevan a cabo para conmemorar que, hace veinticinco años, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, se puso en marcha «con la paz de Cristo, por los caminos de Colombia». Que Santa María la Virgen, Madre del Amor hermoso, acompañe los esfuerzos que en aquella querida nación latinoamericana, y en otras partes del mundo, se realizan para promover la fraternidad y la concordia entre todas las personas sin excepción alguna. ¡Feliz domingo!



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