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MISA DE SUFRAGIO POR LOS CARDENALES Y OBISPOS
FALLECIDOS DURANTE EL AÑO

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Viernes 11 de noviembre de 2005

 

Señores cardenales;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas: 

El mes de noviembre recibe su peculiar tonalidad espiritual de las dos jornadas con que se abre:  la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de los Fieles Difuntos. El misterio de la comunión de los santos ilumina de modo particular este mes y toda la parte final del Año litúrgico, orientando la meditación sobre el destino terreno del hombre a la luz de la Pascua de Cristo. En ella tiene su fundamento la esperanza que, como dice san Pablo, es tal que "no defrauda" (Rm 5, 5). La celebración de hoy se sitúa precisamente en este contexto, en el que la fe sublima sentimientos inscritos profundamente en el alma humana. La gran familia de la Iglesia encuentra en estos días un tiempo de gracia, y lo vive, según su vocación, uniéndose en oración al Señor y ofreciendo su sacrificio redentor en sufragio de los fieles difuntos. De modo particular, hoy lo ofrecemos por los cardenales y los obispos que nos han dejado en este último año.

Durante mucho tiempo formé parte del Colegio cardenalicio, del que fui también decano dos años y medio. Por tanto, me siento particularmente vinculado a esta singular comunidad, que tuve el honor de presidir también en los días inolvidables que siguieron a la muerte del amado Papa Juan Pablo II. Él nos ha dejado, entre otros ejemplos luminosos, el ejemplo valiosísimo de la oración, y también en este momento recogemos su herencia espiritual, conscientes de que su intercesión continúa aún más intensa desde el cielo. Durante los últimos doce meses cinco venerados hermanos cardenales han pasado "a la otra orilla":  Juan Carlos Aramburu, Jan Pieter Schotte, Corrado Bafile, Jaime Sin y, hace menos de un mes, Giuseppe Caprio. Encomendamos hoy al Señor sus almas y las de los arzobispos y obispos que, en este mismo período, han concluido su jornada terrena. Elevemos juntos la oración por cada uno de ellos, a la luz de la palabra que Dios nos ha dirigido en esta liturgia.

El pasaje del libro del Sirácida contiene en primer lugar una exhortación a la constancia en la prueba y, por tanto, una invitación a la confianza en Dios. Al hombre que atraviesa las vicisitudes de la vida, la Sabiduría le recomienda:  "Pégate a él —al Señor—, no lo abandones, y al final serás enaltecido" (Si 2, 3). Quien se pone al servicio del Señor y gasta su vida en el ministerio eclesial no está exento de pruebas, más aún, se encuentra con las más insidiosas, como ampliamente demuestra la experiencia de los santos. Pero vivir en el temor de Dios libera el corazón de todo miedo y lo sumerge en el abismo de su amor. "Los que teméis al Señor confiad en él; (...) esperad bienes, gozo perpetuo y salvación" (Si 2, 8-9).

Esta invitación a la confianza se une directamente con el inicio del pasaje del evangelio según san Juan que se acaba de proclamar:  "Que no tiemble vuestro corazón —dice Jesús a los Apóstoles en la última Cena—:  creed en Dios y creed también en mí" (Jn 14, 1). El corazón humano, siempre inquieto hasta que encuentra un puerto seguro en su peregrinación, halla aquí finalmente la roca firme donde detenerse y descansar. Quien se fía de Jesús, pone su confianza en Dios mismo.

En efecto, Jesús es verdadero hombre, pero en él podemos tener fe plena e incondicional, porque —como afirma él mismo poco después dirigiéndose a Felipe— él está en el Padre y el Padre en él (cf. Jn 14, 10). De esta forma, verdaderamente Dios ha salido a nuestro encuentro. Nosotros, seres humanos, necesitamos un amigo, un hermano que nos tome de la mano y nos acompañe hasta la "casa del Padre" (Jn 14, 2); necesitamos a uno que conozca bien el camino. Y Dios, en su amor "sobreabundante" (Ef 2, 4), mandó a su Hijo, no sólo a indicárnoslo, sino también a hacerse él mismo "el camino" (Jn 14, 6).

"Nadie va al Padre, sino por mí" (Jn 14, 6), afirma Jesús. Ese "nadie" no admite excepciones; pero, mirando bien, corresponde a otra palabra, que Jesús pronunció también en la última Cena cuando, tomando el cáliz, dijo:  "Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26, 28). También los "lugares" en la casa del Padre son "muchos", en el sentido de que junto a Dios hay espacio para "todos" (cf. Jn 14, 2). Jesús es el camino abierto a "todos"; no existen otros. Y los que parecen ser "otros", en la medida en que son auténticos, conducen a él, de lo contrario, no llevan a la vida. Por tanto, es inestimable el don que el Padre ha hecho a la humanidad enviando a su Hijo unigénito. A este don corresponde una responsabilidad, que es tanto mayor cuanto más íntima es la relación que se estable con Jesús. "Al que mucho se le dio —dice el Señor—, mucho se le exigirá; al que mucho se le confió, más se le exigirá" (Lc 12, 48). Por este motivo, a la vez que damos gracias a Dios por todos los beneficios que concedió a nuestros hermanos difuntos, ofrecemos por ellos los méritos de la pasión y muerte de Cristo, para que colmen las lagunas debidas a la fragilidad humana.

El salmo responsorial (Sal 121) y la segunda lectura (1 Jn 3, 1-2) ensanchan nuestro corazón con el asombro de la esperanza, a la que estamos llamados. El salmista nos la hace cantar como himno a Jerusalén, invitándonos a imitar espiritualmente a los peregrinos que "subían" a la ciudad santa y, después de un largo camino, llegaban llenos de alegría a sus puertas:  "Qué alegría cuando me dijeron:  "Vamos a la casa del Señor". Ya están pisando nuestros pies tus umbrales, Jerusalén" (Sal 121, 1-2). El apóstol san Juan, en su primera carta, la expresa comunicándonos la certeza, rebozante de gratitud, de haber llegado a ser hijos de Dios y, al mismo tiempo, la esperanza de la manifestación plena de esta realidad:  "Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. (...) Cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es" (1 Jn 3, 2).

Venerados y queridos hermanos, con el corazón dirigido a este misterio de salvación, ofrezcamos la divina Eucaristía por los purpurados y los prelados que recientemente nos han precedido en el último paso hacia la vida eterna. Invoquemos la intercesión de san Pedro y de la bienaventurada Virgen María, para que los acojan en la casa del Padre, con la esperanza confiada de poder unirnos a ellos un día para gozar la plenitud de la vida y de la paz.
Amén.



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