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SANTA MISA EN EL V CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN
DEL CUERPO DE LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

Basílica Vaticana
Sábado 6 de mayo de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

Este año estamos conmemorando algunos acontecimientos significativos acaecidos en 1506, hace exactamente quinientos años:  el descubrimiento del grupo escultórico del Laocoonte, al que se remonta el origen de los Museos vaticanos; la colocación de la primera piedra de esta basílica de San Pedro, reconstruida sobre la de Constantino; y el nacimiento de la Guardia Suiza pontificia.

Hoy queremos recordar de modo especial este último acontecimiento. En efecto, el 22 de enero de hace 500 años los primeros 150 guardias llegaron a Roma por petición expresa del Papa Julio II y entraron a su servicio en el palacio apostólico. Aquel Cuerpo elegido tuvo que demostrar muy pronto su fidelidad al Pontífice:  en 1527 Roma fue invadida y saqueada, y el 6 de mayo 147 guardias suizos murieron por defender al Papa Clemente VII, mientras los restantes 42 lo pusieron a salvo en el castillo del Santo Ángel.

¿Por qué recordar hoy esos hechos tan lejanos, ocurridos en una Roma y en una Europa tan diversas de la situación actual? Ante todo, para rendir homenaje al cuerpo de la Guardia Suiza, que desde entonces ha sido confirmado siempre en su misión, incluso en 1970, cuando el siervo de Dios Pablo VI suprimió todos los demás cuerpos militares del Vaticano. Pero al mismo tiempo y sobre todo recordamos esos acontecimientos históricos para sacar una lección a la luz de la palabra de Dios. A ello nos ayudan las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy, y Cristo resucitado, a quien celebramos con especial alegría en el tiempo pascual, nos abre la mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45), para que podamos reconocer el designio de Dios y seguir su voluntad.

La primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría, atribuido tradicionalmente al gran rey Salomón. Todo este libro es un himno de alabanza a la Sabiduría divina, presentada como el tesoro más valioso que el hombre puede desear y descubrir, el bien  más grande, del que dependen todos los demás bienes. Por la Sabiduría vale la pena renunciar a todo lo demás, porque sólo ella da pleno sentido a la vida, un sentido que supera incluso la muerte, pues pone en comunión real con Dios. La Sabiduría —dice el texto— "forma amigos de Dios" (Sb 7, 27), bellísima expresión que pone de relieve, por una parte, el aspecto "formativo", es decir, que la Sabiduría forma a la persona, la hace crecer desde dentro hacia la plena medida de su madurez; y, al mismo tiempo, afirma que esta plenitud de vida consiste en la amistad con Dios, en la armonía íntima con su ser y su querer.

El lugar interior en el que actúa la Sabiduría divina es lo que la Biblia llama el corazón, centro espiritual de la persona. Por eso, con el estribillo del salmo responsorial hemos rezado:  "Danos, oh Dios, la sabiduría del corazón". El salmo 89 recuerda también que esta sabiduría se concede a quien aprende a "calcular sus años" (v. 12), es decir, a reconocer que todo lo demás en la vida es pasajero, efímero, caduco; y que el hombre pecador no puede y no debe esconderse delante de Dios, sino reconocerse como lo que es, criatura necesitada de piedad y de gracia. Quien acepta esta verdad y se dispone a acoger la Sabiduría, la recibe como don.

Así pues, por la sabiduría vale la pena renunciar a todo. Este tema de "dejar" para "encontrar" está en el centro del pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del capítulo 19 de san Mateo. Después del episodio del "joven rico", que no había tenido la valentía de separarse de sus "muchas riquezas" para seguir a Jesús (cf. Mt 19, 22), el apóstol san Pedro pregunta al Señor qué recompensa les tocará a ellos, los discípulos, que en cambio han dejado todo para estar con él (cf. Mt 19, 27). La respuesta de Cristo revela la inmensa generosidad de su corazón:  a los Doce les promete que participarán en su autoridad sobre el nuevo Israel; además, asegura a todos que "quien haya dejado" los bienes terrenos por su nombre, "recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29).

Quien elige a Jesús encuentra el tesoro mayor, la perla preciosa (cf. Mt 13, 44-46), que da valor a todo lo demás, porque él es la Sabiduría divina encarnada (cf. Jn 1, 14) que vino al mundo para que la humanidad tenga vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Y quien acoge la bondad, la belleza y la verdad superiores  de  Cristo, en quien habita toda la plenitud de Dios (cf. Col 2, 9), entra con él en su reino, donde los criterios de valor de este mundo ya no cuentan e incluso quedan completamente invertidos.

Una de las definiciones más bellas del reino de Dios la encontramos en la segunda lectura, un texto que pertenece a la parte exhortativa de la carta a los Romanos. El apóstol san Pablo, después de exhortar a los cristianos a dejarse guiar siempre por la caridad y a no dar escándalo a los que son débiles en la fe, recuerda que el reino de Dios "es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Y añade:  "Quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres.

Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación" (Rm 14, 18-19). "Lo que fomente la paz" constituye una expresión sintética y perfecta de la sabiduría bíblica, a la luz de la revelación de Cristo y de su misterio de salvación. La persona que ha reconocido en él la Sabiduría encarnada y ha dejado todo lo demás por él se transforma en "artífice de paz", tanto en la comunidad cristiana como en el mundo; es decir, se transforma en semilla del reino de Dios, que ya está presente y crece hacia su plena manifestación.

Por tanto, desde la perspectiva del binomio Sabiduría-Cristo, la palabra de Dios nos ofrece una visión completa del hombre en la historia:  la persona que, fascinada por la sabiduría, la busca y la encuentra en Cristo, deja todo por él, recibiendo en cambio el don inestimable del reino de Dios, y revestida de templanza, prudencia, justicia y fortaleza —las virtudes "cardinales"— vive en la Iglesia el testimonio de la caridad.

Podríamos preguntarnos si esta visión del hombre puede constituir un ideal de vida también para los hombres de nuestro tiempo, en particular para los jóvenes. Los innumerables testimonios de vida cristiana, personal y comunitaria, que abundan también hoy en el pueblo de Dios peregrino en la historia, demuestran que eso es posible. Entre las múltiples expresiones de la presencia de los laicos en la Iglesia católica figura también la presencia totalmente singular de los guardias suizos pontificios, jóvenes que, motivados por el amor a Cristo y a la Iglesia, se ponen al servicio del Sucesor de Pedro. Para algunos de ellos, la pertenencia al cuerpo de la Guardia Suiza se limita a un período de tiempo; para otros, se prolonga hasta convertirse en la elección de toda su vida. A algunos, lo digo con gran satisfacción, el servicio en el Vaticano los ha llevado a madurar la respuesta a una vocación sacerdotal o religiosa. Pero para todos ser guardias suizos significa adherirse sin reservas a Cristo y a la Iglesia, estando dispuestos a dar su vida por esto. El servicio efectivo puede cesar, pero en su interior se sigue siendo siempre guardia suizo. Este es el testimonio que quisieron dar los cerca de ochenta antiguos guardias que, del 7 de abril al 4 de mayo, realizaron una marcha extraordinaria desde Suiza hasta Roma, siguiendo lo más posible el itinerario de la Vía Francígena.

A cada uno de ellos y a todos los guardias suizos deseo renovar mi más cordial saludo. Saludo también a las autoridades que han venido expresamente de Suiza y a las demás autoridades civiles y militares, a los capellanes que han animado con el Evangelio y la Eucaristía el  servicio  diario  de los guardias, así como a los numerosos familiares y amigos.

Queridos amigos, por vosotros y por los miembros de vuestro Cuerpo fallecidos ofrezco de modo especial esta Eucaristía, que constituye el momento espiritualmente más elevado de vuestra fiesta.
Alimentaos con el Pan eucarístico y sed en primer lugar hombres de oración, para que la Sabiduría divina haga de vosotros auténticos amigos de Dios y servidores de su reino de amor y de paz. En el sacrificio de Cristo alcanza su pleno significado y valor el servicio prestado por vuestros numerosos miembros durante estos 500 años.

Haciéndome idealmente intérprete de los Pontífices a quienes a lo largo de los siglos vuestro Cuerpo ha servido fielmente, expreso el merecido y sincero agradecimiento; y, mirando al futuro, os invito a seguir adelante acriter et fideliter, con valentía y fidelidad. La Virgen María y vuestros patronos, san Martín, san Sebastián y san Nicolás de Flüe os ayuden a prestar vuestro servicio diario con generosa entrega, animados siempre por espíritu de fe y de amor a la Iglesia.



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