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MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL CARDENAL RAFFAELE FARINA,
ARCHIVERO Y BIBLIOTECARIO DE LA SANTA IGLESIA ROMANA,
CON MOTIVO DE LA REAPERTURA DE LA
BIBLIOTECA VATICANA

 

Al venerado hermano
Cardenal Raffaele Farina, s.d.b.
Archivero y bibliotecario de la santa Iglesia romana

La reapertura de la Biblioteca Vaticana, después de estar cerrada tres años por importantes obras de reestructuración, se celebra con una exposición titulada «Conocer la Biblioteca Vaticana: una historia abierta al futuro» y con un congreso sobre el tema: «La Biblioteca Apostólica Vaticana como lugar de investigación y como institución al servicio de los estudiosos». Sigo con especial interés estas iniciativas, no sólo para confirmar mi cercanía personal de hombre de estudio a esta benemérita institución, sino también para continuar la atención secular y constante que mis predecesores le han reservado. Uno de los dos epígrafes que puso el Papa Sixto V al lado de la entrada del salón Sixtino recuerda que la comenzaron (inchoata est) aquellos Papas que escucharon la voz del Apóstol Pedro. En esta idea de continuidad de una historia de más de dos mil años se encierra una verdad profunda: la Iglesia de Roma desde sus comienzos está vinculada a los libros; primero fueron los de las Sagradas Escrituras, después los teológicos y los relativos a la disciplina y al gobierno de la Iglesia. De hecho, aunque la Biblioteca Vaticana nace en el siglo XV, en el corazón del Humanismo, del cual es una espléndida manifestación, es la expresión, la realización institucional «moderna» de una realidad mucho más antigua, que ha acompañado siempre el camino de la Iglesia. Esta conciencia histórica me induce a subrayar que la Biblioteca Apostólica, al igual que el cercano Archivo Secreto, forma parte integrante de los instrumentos necesarios para el desarrollo del ministerio petrino y está arraigada en las exigencias del gobierno de la Iglesia. Lejos de ser simplemente el fruto de la larga acumulación de una bibliofilia refinada y de un coleccionismo con muchas posibilidades, la Biblioteca Vaticana es un medio precioso al cual el Obispo de Roma no puede y no quiere renunciar, para tener, en la consideración de los problemas, esa mirada capaz de captar, en una perspectiva de larga duración, las raíces remotas de las situaciones y sus evoluciones en el tiempo.

Lugar eminente de la memoria histórica de la Iglesia universal, en el que se custodian venerables testimonios de la tradición manuscrita de la Biblia, la Biblioteca Vaticana tiene sin embargo otro motivo para ser objeto de las atenciones y las preocupaciones de los Papas. Conserva, desde sus orígenes, la inconfundible apertura, verdaderamente «católica», universal, a todo lo que de bello, de bueno, de noble, de digno (cf. Flp 4, 8) ha producido la humanidad a lo largo de los siglos; de aquí la abundancia con la cual en el tiempo ha recogido los frutos más elevados del pensamiento y de la cultura humana, desde la antigüedad hasta el medievo, desde la época moderna hasta el siglo XX. Nada de lo que es verdaderamente humano es extraño a la Iglesia, que por esto siempre ha buscado, recogido, conservado, con una continuidad que tiene pocos términos de comparación, los mejores resultados de los esfuerzos de los hombres de elevarse por encima de la pura materialidad hacia la búsqueda, consciente o inconsciente, de la Verdad. No es casualidad que en el programa iconográfico del salón Sixtino, la sucesión ordenada de las representaciones de los concilios ecuménicos y de las grandes bibliotecas de la antigüedad en las paredes a derecha e izquierda, las imágenes de los inventores de los alfabetos en las columnas centrales converjan todas hacia la figura de Jesucristo, «celestis doctrinae auctor», alfa y omega, verdadero Libro de la vida (cf. Flp 4, 3; Ap 3, 5; 13, 8; 17, 8; 20, 15; 21, 27) al cual tiende y anhela todo el esfuerzo humano. La Biblioteca Vaticana no es, por tanto, una biblioteca teológica o predominantemente de carácter religioso; fiel a sus orígenes humanísticos, por vocación está abierta a lo humano; y así sirve a la cultura, concebida —como dijo mi venerado predecesor el siervo de Dios Pablo VI el 20 de junio de 1975, con ocasión del V centenario de esta institución— «maduración humana (...) crecimiento desde dentro (...) adquisición exquisitamente espiritual; cultura es elevación de las facultades más nobles que Dios Creador ha dado al hombre, para hacerlo hombre, para hacerlo más hombre, para hacerlo semejante a él. Así, pues, cultura y mente; cultura y alma; cultura y Dios. También con esta institución “suya”, la Iglesia nos vuelve a proponer estos binomios esenciales y vitales, que tocan al hombre en su dimensión más verdadera, y lo dirigen, como por una inversión de la ley de la gravedad, hacia lo alto, y lo impulsan (…) a autosuperarse según la admirable trayectoria agustiniana del quaerere super se (cf. san Agustín, Confesiones, X, 6, 9: PL 32, 783). También con el funcionamiento de esta institución “suya”, la Iglesia vuelve a prometer hoy —como hace cinco siglos— servir a todos los hombres, insertando este ministerio suyo en la corriente más vasta de ese ministerio tan esencial que la hace ser Iglesia: Iglesia como comunidad que evangeliza y salva» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 29 de junio de 1975, p. 7).

Esta apertura a lo humano no se refiere sólo al pasado sino que mira también hacia el presente. En la Biblioteca Vaticana siempre se ha acogido a todos los investigadores de la verdad con atención y respeto, sin ninguna discriminación confesional o ideológica; sólo se les requiere la buena fe de una investigación seria, desinteresada y cualificada. En esta investigación la Iglesia y mis predecesores siempre han querido reconocer y valorizar un motivo religioso, con frecuencia inconsciente, porque toda verdad parcial participa de la suprema Verdad de Dios y todo estudio exhaustivo, riguroso, para verificarla es un camino para alcanzarla. El amor a la palabra escrita, la investigación histórica y filológica, se entrelazan así con el deseo de Dios, como recordé el 12 de septiembre de 2008 en París, en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins y evocando la gran experiencia del monaquismo occidental. El objetivo de los monjes era y sigue siendo el «quaerere Deum, buscar a Dios. (…) La búsqueda de Dios requiere por intrínseca exigencia una cultura de la palabra. (...) El deseo de Dios, le désir de Dieu, incluye l'amour des lettres, el amor a la palabra, ahondar en todas sus dimensiones. Dado que en la Palabra bíblica Dios está en camino hacia nosotros y nosotros hacia él, es necesario aprender a penetrar en el secreto de la lengua, comprenderla en su estructura y en el modo de expresarse. Así, precisamente por la búsqueda de Dios, resultan importantes las ciencias profanas que nos señalan el camino hacia la lengua. Puesto que la búsqueda de Dios exigía la cultura de la palabra, la biblioteca, que indica el camino hacia la palabra, forma parte del monasterio. Por el mismo motivo, también forma parte de él la escuela, en la que concretamente se abre el camino. (…) El monasterio sirve a la eruditio, a la formación y a la erudición del hombre, una formación con el objetivo último de que el hombre aprenda a servir a Dios» (L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 19 de septiembre de 2008, p. 6).

La Biblioteca Vaticana es, por tanto, el lugar en el que se recogen y se conservan las palabras humanas más elevadas, espejo y reflejo de la Palabra, del Verbo que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1, 9). Deseo concluir retomando las palabras que el siervo de Dios Pablo VI pronunció en su primera visita a la Biblioteca Vaticana, el 8 de junio de 1964, cuando recordó las «virtudes ascéticas» que la actividad en la Biblioteca Vaticana pone en juego y exige, inmersa en la pluralidad de las lenguas, de las escrituras y de las palabras, pero mirando siempre hacia la Palabra, buscando continuamente lo definitivo a través de lo provisional. De esta austera y al mismo tiempo gozosa ascesis de la investigación, en el servicio a los estudios propios y ajenos, la Biblioteca Vaticana a lo largo de su historia ha ofrecido innumerables ejemplos, como Guglielmo Sirleto, Franz Ehrle, Giovanni Mercati o Eugène Tisserant. ¡Que siga caminando por la senda que han trazado estas luminosas figuras!

Con mis mejores deseos y con profundo agradecimiento, les imparto a usted, venerado hermano, al prefecto de la Biblioteca Vaticana, monseñor Cesare Pasini, y a todos los colaboradores e investigadores, mi bendición apostólica.

Vaticano, 9 de noviembre de 2010

 

BENEDICTUS PP XVI



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