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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL EMBAJADOR DE NUEVA ZELANDA ANTE LA SANTA SEDE*


Jueves 16 de junio de 2005

 

Excelencia:

Me complace darle la bienvenida y aceptar las cartas que lo acreditan como embajador extraordinario y plenipotenciario de Nueva Zelanda ante la Santa Sede. Le doy las gracias por las amables palabras de saludo y le ruego que transmita al Gobierno y al pueblo de Nueva Zelanda mis mejores deseos y la seguridad de mis oraciones por el bienestar de la nación.

Sé que el pueblo de su país es muy consciente del deber de promover la paz y la solidaridad en todo el mundo. El año pasado su primer ministro, acompañado por un grupo de veteranos, visitó el histórico lugar de Montecassino para honrar a los innumerables jóvenes que sacrificaron valientemente su vida para defender los valores universales fundamentales que estaban amenazados por falsas ideologías nacionalistas.

También hoy, esta disponibilidad a proteger y promover los valores de la justicia y la paz, que trascienden los confines culturales y nacionales, es una característica reconocida y laudable de su pueblo. Lo demuestra claramente la participación de su nación en proyectos de ayuda y en operaciones de mantenimiento de la paz que se extienden desde las islas Salomón hasta Afganistán y Oriente Próximo, así como la buena voluntad para defender las causas del desarrollo sostenido y de la protección del medio ambiente. En su nivel más significativo, esta generosidad brota del reconocimiento de la naturaleza esencial de la vida humana como un don y de nuestro mundo como una familia de personas.

El deseo de sostener el bien común se funda en la convicción de que el hombre viene al mundo como un don del Creador. Todo hombre y toda mujer, creados por Dios a su imagen, reciben de él su dignidad común e inviolable y su llamada a la responsabilidad. Hoy, que las personas olvidan a menudo su origen y por eso pierden de vista su meta, son fácilmente víctimas de caprichosas tendencias sociales, de la distorsión de la razón por grupos de intereses particulares y de un individualismo exagerado.

Ante esta "crisis de sentido" (cf. Fides et ratio, 81), las autoridades civiles y religiosas están llamadas a trabajar juntas impulsando a todos, incluso a los jóvenes, a "orientarse hacia una verdad que los trasciende" (ib., 5). Sin esta verdad universal, única garantía de libertad y felicidad, las personas quedan a merced del capricho y pierden poco a poco la capacidad de descubrir el sentido profundamente satisfactorio de la vida humana.

Por tradición, los neozelandeses han reconocido y celebrado el lugar del matrimonio y la vida doméstica estable en el corazón de su sociedad, y ciertamente siguen esperando que las fuerzas sociales y políticas apoyen a las familias y protejan la dignidad de las mujeres, especialmente de las más vulnerables. Consideran que las deformaciones seculares del matrimonio no pueden ensombrecer jamás el esplendor de una alianza sellada para siempre y basada en la entrega generosa y en el amor incondicional. La recta razón les dice que "el futuro de la humanidad se fragua en la familia" (Familiaris consortio, 86), que ofrece a la sociedad un fundamento seguro para sus aspiraciones. Por tanto, a través de usted, señor embajador, animo al pueblo de Aotearoa a seguir aceptando el desafío de forjar un modelo de vida, tanto individual como comunitario, de acuerdo con el plan de Dios para toda la humanidad.

En muchas partes del mundo se está llevando a cabo un inquietante proceso de secularización. Cuando se corre el riesgo de que se olviden los fundamentos cristianos de la sociedad, resulta cada vez más difícil la tarea de preservar la dimensión trascendente presente en toda cultura y de fortalecer el ejercicio auténtico de la libertad individual contra el relativismo. Esta situación requiere que tanto la Iglesia como los líderes civiles procuren que la cuestión de la moralidad sea objeto de un amplio debate en el foro público. A este respecto, es muy necesario hoy recuperar una visión de la relación entre la ley civil y la ley moral que, tal como la propone la tradición cristiana, también forma parte del patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad (cf. Evangelium vitae, 71). Sólo de este modo se pueden relacionar con la verdad las múltiples reivindicaciones de "derechos", y la auténtica naturaleza de la libertad puede comprenderse correctamente en relación con esa verdad, que fija sus límites y revela sus metas.

Por su parte, la Iglesia católica en Nueva Zelanda sigue haciendo todo lo posible para sostener los fundamentos cristianos de la vida civil. Está plenamente implicada en la formación espiritual e intelectual de los jóvenes, en especial mediante sus escuelas. Además, su apostolado caritativo se extiende a quienes viven marginados de la sociedad, y espero que, mediante su misión de servicio, responda generosamente a los nuevos desafíos sociales que se presenten.

Excelencia, sé que su misión diplomática servirá para fortalecer aún más los vínculos de amistad que ya existen entre Nueva Zelanda y la Santa Sede. Al asumir sus nuevas responsabilidades, le aseguro que las diversas oficinas de la Curia romana están dispuestas a ayudarle en el cumplimiento de su misión. Sobre usted, sobre su familia y sobre sus compatriotas invoco de corazón las abundantes bendiciones de Dios todopoderoso.


*L'Osservatore Romano. Edición semanal en lengua española, n.26, p.11.

 



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