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DISCURSO DE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO AL PAPA
EN EL 2759° ANIVERSARIO DEL NACIMIENTO DE ROMA


Viernes 21 de abril de 2006

 

Señor presidente de la República
y distinguidas autoridades;
señor alcalde, señores y señoras:
 

He aceptado de buen grado y con gran alegría la invitación a este concierto en el nuevo Auditorium y siento el deber de expresar mi vivo agradecimiento al señor alcalde, que ha promovido la iniciativa. Al mismo tiempo que lo saludo cordialmente, le manifiesto también mi sincera gratitud por las afectuosas palabras que me ha dirigido en nombre de todos los presentes.
Saludo cordialmente al presidente de la República italiana, que me honra con su presencia, así como a las demás autoridades que se han dado cita aquí.

Doy las gracias, por último, al profesor Bruno Cagli, superintendente de la Academia nacional de Santa Cecilia, a la orquesta y al coro dirigido por el maestro Vladimir Jurowski, y a la soprano Laura Aikin, que han interpretado célebres piezas y arias de Amadeus Mozart, un genio musical.

Con mucho gusto acepté estar presente en el concierto de esta tarde, que varios motivos contribuyen a hacer solemne y a la vez familiar.

Precisamente se celebra hoy el nacimiento de Roma, como recuerdo del tradicional aniversario de la fundación de la Urbe, una celebración histórica que, al remontarnos con el pensamiento a los orígenes de la ciudad, es una ocasión propicia para comprender mejor la vocación de Roma a ser faro de civilización y de espiritualidad para el mundo entero.

Gracias al encuentro entre sus tradiciones y el cristianismo, Roma ha desempeñado a lo largo de los siglos una misión peculiar, y sigue siendo hoy un importante polo de atracción para los numerosos visitantes cautivados por un patrimonio artístico tan rico, vinculado en gran parte a la historia cristiana de la ciudad.

El concierto de esta tarde quiere recordar también el primer aniversario de mi pontificado. Desde hace un año la comunidad católica de Roma, después de la muerte del amado e inolvidable Juan Pablo II, ha sido confiada, sorprendentemente, por la Providencia divina a mi solicitud pastoral. Ya desde mi primer encuentro con los fieles reunidos en la plaza de San Pedro, la tarde del 19 de abril del año pasado, pude comprobar yo mismo cuán generoso, abierto y acogedor es el pueblo romano.

Otras ocasiones me han permitido luego percibir de nuevo esta singular cercanía humana y espiritual. ¡Cómo no recordar, por ejemplo, el abrazo con tanta gente que cada domingo se renueva en la tradicional cita de la plegaria del mediodía! Aprovecho también esta oportunidad para expresar mi gratitud por la cordialidad que me dispensan y a la que correspondo de buen grado.

Manifiesto mi sincero agradecimiento esta tarde a toda la comunidad ciudadana, que ha querido unir el recuerdo del nacimiento de Roma con el del aniversario de mi elección como Obispo de Roma. Gracias por este gesto, que aprecio vivamente. También doy las gracias porque se ha elegido un programa musical tomado de las obras de Mozart, gran compositor que ha dejado una huella indeleble en la historia. Este año se celebra el 250° aniversario de su nacimiento y por eso se han programado varias iniciativas a lo largo de todo 2006, que con razón se está llamando también "Año de Mozart".

Las composiciones ejecutadas por la orquesta y el coro de la Academia nacional de Santa Cecilia son piezas admirables de Mozart, muy conocidas, entre ellas algunas impregnadas de un profundo sentido religioso. El "Ave verum", por ejemplo, que a menudo se canta en las celebraciones litúrgicas, es un motete con palabras densas de teología y un acompañamiento musical que toca el corazón e invita a la oración. Así, la música, al elevar el alma a la contemplación, nos ayuda a captar los matices más íntimos del genio humano, en el que se refleja algo de la belleza incomparable del Creador del universo.

Expreso, una vez más, mi agradecimiento a los que, de diversas maneras, han hecho posible este concierto de gran valor artístico, en particular a los intérpretes y a los músicos, así como a cuantos trabajan en este Auditorium. A cada uno le aseguro mi recuerdo en la oración, avalado por una especial bendición, que imparto ahora de buen grado a todos, extendiéndola a toda la querida ciudad de Roma. 



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