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ALOCUCIÓN DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A UNA DELEGACIÓN DE LA ALIANZA MUNDIAL
DE LAS IGLESIAS REFORMADAS


Sábado 7 de enero de 2006

 

Queridos amigos:

Al comienzo de este nuevo año, os doy la bienvenida a vosotros, líderes de la Alianza mundial de Iglesias reformadas, con ocasión de vuestra visita al Vaticano. Recuerdo con gratitud la presencia de delegaciones de la Alianza mundial tanto en el funeral de mi predecesor el Papa Juan Pablo II como en la inauguración de mi ministerio papal. En estos signos de mutuo respeto y amistad, me complace ver un fruto providencial del diálogo fraterno y la cooperación emprendida durante las últimas cuatro décadas, y una señal de esperanza segura para el futuro.

De hecho, el mes pasado se celebró el cuadragésimo aniversario de la conclusión del concilio Vaticano II, que promulgó el decreto Unitatis redintegratio sobre el ecumenismo. El diálogo entre católicos y reformados, que se inició poco después, ha dado una contribución importante a la exigente obra de reflexión teológica e investigación histórica indispensable para superar las trágicas divisiones que surgieron entre los cristianos en el siglo XVI. Uno de los frutos del diálogo ha sido mostrar áreas significativas de convergencia entre la comprensión que tienen los reformados de la Iglesia como Creatura Verbi y la comprensión que tenemos los católicos de la Iglesia como sacramento primordial de la manifestación de gracia de Dios en Cristo (cf. Lumen gentium, 1). Es un signo alentador que la actual fase de  diálogo siga investigando las riquezas  y la complementariedad de estos enfoques.

El decreto sobre el ecumenismo afirmó que "el auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior" (n. 7). Al comienzo de mi pontificado, expresé mi propia convicción de que "la conversión interior es el fundamento de todo progreso en el camino del ecumenismo" (Mensaje en la capilla Sixtina, 20 de abril de 2005, n. 5:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de abril de 2005, p. 7), y recordé el ejemplo de mi predecesor el Papa Juan Pablo II, que a menudo habló de la necesidad de una "purificación de la memoria" como medio para abrir nuestro corazón a fin de recibir la verdad plena de Cristo.

Juan Pablo II, especialmente con ocasión del gran jubileo del año 2000, dio un fuerte impulso a este compromiso en la Iglesia católica, y me complace constatar que varias de las Iglesias reformadas, miembros de la Alianza mundial, han emprendido iniciativas similares. Gestos como estos son fundamentales para una relación más profunda, que debe alimentarse en la verdad y el amor.

Queridos hermanos, pido a Dios que este encuentro dé como fruto un compromiso renovado de trabajar por la unidad de todos los cristianos. El camino que tenemos por delante requiere prudencia, humildad, estudio paciente e intercambios. Ojalá lo emprendamos con gran confianza, en la obediencia al Evangelio y con nuestra esperanza firmemente arraigada en la oración de Cristo por su Iglesia, en el amor del Padre  y en la fuerza del Espíritu Santo (cf. Unitatis redintegratio, 24).



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