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FIESTA DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR
XI JORNADA DE LA VIDA CONSAGRADA

DISCURSO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
AL FINAL D ELA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA


Basílica Vaticana
Viernes 2 de febrero de 2007

 

Queridos hermanos y hermanas: 

De buen grado me encuentro con vosotros al final de la celebración eucarística, que os ha reunido en esta basílica también este año, en una ocasión tan significativa para vosotros que, perteneciendo a congregaciones, institutos, sociedades de vida apostólica y nuevas formas de vida consagrada, constituís un componente particularmente importante del Cuerpo místico de Cristo. La liturgia de hoy recuerda la Presentación del Señor en el templo, fiesta elegida por mi venerado predecesor Juan Pablo II como "Jornada de la vida consagrada".

Con gran placer saludo cordialmente a cada uno de los presentes, comenzando por el señor cardenal Franc Rodé, prefecto de vuestro dicasterio, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Saludo, asimismo, al secretario y a todos los miembros de la Congregación, que dedica su atención a un sector vital de la Iglesia. Esta fiesta es muy oportuna para pedir juntos al Señor el don de una presencia cada vez más consistente e incisiva de los religiosos, de las religiosas y de las personas consagradas, en la Iglesia que peregrina por los caminos del mundo.

Queridos hermanos y hermanas, la fiesta que celebramos hoy nos recuerda que vuestro testimonio evangélico, para que sea verdaderamente eficaz, debe brotar de una respuesta sin reservas a la iniciativa  de Dios, que os ha consagrado para sí con un acto especial de amor. Del mismo modo que los ancianos Simeón y Ana deseaban ardientemente ver al Mesías antes de morir y hablaban de él "a todos los que esperaban la redención de Jerusalén" (cf. Lc 2, 26. 38), así también en nuestro tiempo, sobre todo entre los jóvenes, hay una necesidad generalizada de encontrar a Dios.

Los que son elegidos por Dios para la vida consagrada hacen suyo de modo definitivo este anhelo espiritual. En efecto, lo único que anhelan es el reino de Dios:  que Dios reine en nuestras voluntades, en nuestros corazones, en el mundo. Tienen una sed ardiente de amor, que sólo el Eterno puede saciar. Con su ejemplo proclaman a un mundo a menudo desorientado, pero que en realidad busca cada vez más un sentido, que Dios es el Señor de la existencia, que su "gracia vale más que la vida" (Sal 62, 4). Al elegir la obediencia, la pobreza y la castidad por el reino de los cielos, muestran que todo apego y amor a las cosas y a las personas es incapaz de saciar definitivamente el corazón; que la existencia terrena es una espera más o menos larga del encuentro "cara a cara" con el Esposo divino, una espera que se ha de vivir con corazón siempre vigilante a fin de estar preparados para reconocerlo y acogerlo cuando venga.

Así pues, por su naturaleza, la vida consagrada constituye una respuesta a Dios total y definitiva, incondicional y apasionada (cf. Vita consecrata, 17). Y cuando se renuncia a todo por seguir a Cristo, cuando se le entrega lo más querido que se tiene, afrontando todo sacrificio, entonces, como aconteció con el divino Maestro, también la persona consagrada que sigue sus huellas se convierte necesariamente en "signo de contradicción", porque su modo de pensar y de vivir con frecuencia está en contraste con la lógica del mundo, como se presenta casi siempre en los medios de comunicación social.

Elegimos a Cristo, más aún, nos dejamos "conquistar" por él sin reservas. Ante esta valentía, cuánta gente sedienta de verdad queda impresionada y se siente atraída por quien no duda en dar la vida, su propia vida, por lo que cree. ¿No es esta la fidelidad evangélica radical a la que está llamada, también en nuestro tiempo, toda persona consagrada? Demos gracias al Señor porque tantos religiosos y religiosas, tantas personas consagradas, en todos los rincones de la tierra, siguen dando un testimonio supremo y fiel de amor a Dios y a los hermanos, testimonio que con frecuencia se tiñe con la sangre del martirio. Demos gracias a Dios también porque estos ejemplos continúan suscitando en el corazón de numerosos jóvenes el deseo de seguir a Cristo para siempre, de modo íntimo y total.

Queridos hermanos y hermanas, no olvidéis nunca que la vida consagrada es don divino y que es en primer lugar el Señor quien la lleva a buen fin según sus proyectos. Esta certeza de que el Señor nos lleva a buen fin, a pesar de nuestras debilidades, debe servirnos de consuelo, preservándonos de la tentación del desaliento frente a las inevitables dificultades de la vida y a los múltiples desafíos de la época moderna.

En efecto, en los tiempos difíciles que estamos viviendo no pocos institutos pueden sentir una sensación de desconcierto por las debilidades que perciben en su interior y por los muchos obstáculos que encuentran para llevar a cabo su misión. El Niño Jesús, que hoy es presentado en el templo, está vivo entre nosotros y de modo invisible nos sostiene, para que cooperemos fielmente con él en la obra de la salvación, y no nos abandona.

La liturgia de hoy es particularmente sugestiva, porque se caracteriza por el símbolo de la luz. La solemne procesión de los cirios, que habéis realizado al inicio de la celebración, indica a Cristo, verdadera luz del mundo, que resplandece en la noche de la historia e ilumina a toda persona que busca la verdad.

Queridos consagrados y consagradas, haced que esta llama arda en vosotros, que resplandezca en vuestra vida, para que por doquier brille un rayo del fulgor irradiado por Jesús, esplendor de verdad. Dedicándoos exclusivamente a él (cf. Vita consecrataa, 15), testimoniáis la fascinación de la verdad de Cristo y la alegría que brota del amor a él. En la contemplación y en la actividad, en la soledad y en la fraternidad, en el servicio a los pobres y a los últimos, en el acompañamiento personal y en los areópagos modernos, estad dispuestos a proclamar y testimoniar que Dios es Amor, que es dulce amarlo.

¡Que María, la Tota pulchra, os enseñe a transmitir a los hombres y a las mujeres de hoy esta fascinación divina, que debe traslucirse en vuestras palabras y en vuestras acciones. A la vez que os manifiesto mi aprecio y mi gratitud por el servicio que prestáis a la Iglesia, os aseguro mi constante recuerdo en la oración, y de corazón os bendigo a todos.

 

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