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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA ASAMBLEA DE LA REUNIÓN DE LAS OBRAS
PARA LA AYUDA A LAS IGLESIAS ORIENTALES


Jueves 21 de junio de 2007

 

Beatitudes;
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos amigos de la ROACO:

Este encuentro reaviva en mí la alegría de la reciente visita a la Congregación para las Iglesias orientales, con ocasión del 90° aniversario de su institución. En esa circunstancia usted, eminencia, me dirigió un saludo particular en nombre de las agencias vinculadas al dicasterio, y ahora se ha hecho de nuevo intérprete de los sentimientos comunes.

Correspondo con gratitud saludando a Su Beatitud el cardenal Ignace Moussa Daoud, al arzobispo secretario Antonio Maria Vegliò, a los colaboradores de la Congregación, a los responsables de las Obras que componen la ROACO (Reunión de las Obras para la ayuda a las Iglesias orientales) y a todos los participantes en este encuentro anual.

La presencia de venerados prelados orientales me permite compartir la pena y la preocupación por la delicada situación en que se encuentran vastas zonas de Oriente Medio. Por desgracia, se sigue ofendiendo ampliamente la paz, tan implorada y anhelada. Se ofende en el corazón de las personas, y esto pone en peligro las relaciones interpersonales y comunitarias. La debilidad de la paz se agrava ulteriormente a causa de injusticias antiguas y nuevas. Así, se apaga, dando lugar a la violencia, que a menudo degenera en guerra más o menos declarada hasta constituir, como en nuestros días, un grave problema internacional.

Juntamente con cada uno de vosotros, sintiéndome en comunión con todas las Iglesias y comunidades cristianas, pero también con quienes veneran el nombre de Dios y lo buscan con sinceridad de conciencia, y con todos los hombres de buena voluntad, deseo llamar nuevamente al corazón de Dios, Creador y Padre, para pedirle con inmensa confianza el don de la paz. Llamo al corazón de quienes tienen responsabilidades específicas, para que cumplan el grave deber de garantizar la paz a todos, indistintamente, liberándola de la enfermedad mortal de la discriminación religiosa, cultural, histórica o geográfica.

Ojalá que, con la paz, toda la tierra reencuentre su vocación y su misión de "casa común" para todos los pueblos y naciones, gracias al compromiso común de un diálogo siempre sincero y responsable. Aseguro una vez más que Tierra Santa, Irak y Líbano están presentes, con la urgencia y la constancia que merecen, en la oración y en la acción de la Sede apostólica y de toda la Iglesia. Pido a la Congregación para las Iglesias orientales, y a cada una de las Obras vinculada a ella, que confirmen esa solicitud para hacer más eficaces la cercanía y la intervención en favor de tantos hermanos y hermanas nuestros. Que sientan desde ahora el consuelo de la fraternidad eclesial y, como deseamos con orante fervor, que vean pronto la llegada de días de paz.

Con estos sentimientos, renuevo a Su Beatitud el patriarca caldeo, que hoy está con nosotros, el pésame del Papa por el bárbaro asesinato de un sacerdote inerme y de tres subdiáconos perpetrado al final de la liturgia dominical, el pasado 3 de junio, en Irak. La Iglesia entera acompaña con afecto y admiración a todos sus hijos e hijas y los sostiene en esta hora de auténtico martirio por el nombre de Cristo. Mi abrazo se dirige con igual intensidad al representante pontificio y a los pastores provenientes de Israel y de Palestina, para que lo transmitan a sus fieles con el fin de fortalecer su probada esperanza. Extiendo mi saludo cordial al nuncio apostólico y a los queridos prelados que han venido de Turquía, feliz de constatar la consideración reservada a esa amada comunidad eclesial en el recuerdo de mi viaje apostólico.

Queridos amigos, en la citada visita al dicasterio oriental, pensando en la actividad de la ROACO, me expresé así:  "Debe continuar, más aún, debe crecer el movimiento de caridad que, por mandato del Papa, lleva a cabo la Congregación para que, de modo ordenado y equitativo, Tierra Santa y las demás regiones orientales reciban la ayuda espiritual y material necesaria para hacer frente a la vida eclesial ordinaria y a necesidades particulares" (Discurso del 9 de junio de 2007:  L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 22 de junio de 2007, p. 7).

Os expreso mi agradecimiento por haber consolidado una loable costumbre de colaboración con la Congregación. Os animo a continuar, para que la aportación insustituible que dais al testimonio de la caridad eclesial se desarrolle plenamente en la forma comunitaria de su ejercicio. Vuestra presencia confirma la voluntad de evitar una gestión individualista de la planificación de las intervenciones y de la distribución de las generosas ayudas, fruto de la caridad de los fieles.

En efecto, sabéis bien cuán nocivo es creer ilusoriamente que tiene más ventajas trabajar solos:  el esfuerzo de la confrontación y de la colaboración es siempre garantía de un servicio más ordenado y equitativo. Y es claro testimonio de que la Iglesia, y no cada uno, es la que da lo que el Señor ha destinado a todos en su providente bondad.

Sobre la irreversibilidad de la opción ecuménica y sobre la inderogabilidad de la opción interreligiosa, que he reafirmado muchas veces, deseo subrayar en esta ocasión que se alimentan del movimiento de la caridad eclesial. Dichas opciones no son más que expresiones de la misma caridad, la única capaz de estimular los pasos del diálogo y de abrir horizontes inesperados. A la vez que imploramos al Señor para que apresure el día de la unidad plena entre los cristianos y el día, también muy esperado, de una serena convivencia interreligiosa animada por una respetuosa reciprocidad, le pedimos que bendiga nuestros esfuerzos y nos ilumine, para que lo que hagamos no vaya jamás en detrimento sino en beneficio de la comunidad eclesial.

Que el Señor nos haga estar siempre atentos para que, en el ejercicio de la caridad, evitando todo tipo de indiferentismo, jamás dejemos de cumplir la misión de la comunidad católica local. Siempre con su implicación y con el más cordial aprecio por las diversas expresiones rituales, deberá tener repercusiones concretas nuestra sensibilidad ecuménica e interreligiosa.

Asimismo, recordando las palabras de san Pablo:  "Ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer" (1 Co 3, 7), veremos siempre en la oración el verdadero manantial del compromiso de caridad y en ella verificaremos su autenticidad. Es clara la amonestación del mismo Apóstol:  "Mire cada cual cómo construye. Pues nadie puede poner otro cimiento que el ya puesto, Jesucristo" (1 Co 3, 10-11).

El arraigo eucarístico es indispensable para nuestra acción. Según la "medida eucarística" deberán desarrollarse las perspectivas del movimiento de la caridad eclesial:  sólo lo que no contradice, sino que, más aún, se encuentra y se alimenta del misterio del amor eucarístico y de la visión sobre el cosmos, sobre el hombre y sobre la historia que de él brota, da garantía de autenticidad a nuestro dar y fundamento seguro a nuestro edificar.

Es lo que afirmé en la exhortación postsinodal Sacramentum caritatis:  "El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor" (n. 90). Pero precisamente la inspiración eucarística de nuestra actuación interpelará en profundidad al hombre, que no puede vivir sólo de pan (cf. Lc 4, 4), para anunciarle el alimento de la vida eterna, preparado por Dios en su Hijo Jesús.

Os encomiendo estas perspectivas con gran confianza y renuevo mi más sincero agradecimiento a Su Beatitud el cardenal Ignace Moussa Daoud, que se ha prodigado mucho durante estos años también como presidente de la ROACO. Invocando sobre vuestros trabajos la intercesión de la santísima Madre de Dios, imparto de corazón a todos la bendición apostólica.



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