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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO DE SUPERIORES MAYORES


Viernes 16 de noviembre de 2007

 

Eminencia;
excelencias;
queridos padres: 

Me alegra en particular saludaros a vosotros, superiores generales de las sociedades misioneras de vida apostólica, con ocasión de vuestro encuentro en Roma organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos. Vuestra asamblea, que reúne a los superiores de las quince sociedades misioneras de derecho pontificio y de las seis de derecho diocesano, da un testimonio elocuente de la permanente vitalidad del impulso misionero en la Iglesia y del espíritu de comunión que une a vuestros miembros y sus diversas actividades al Sucesor de Pedro y a su ministerio apostólico universal.

Vuestro encuentro es también un signo concreto de la relación histórica entre las diversas sociedades misioneras de vida apostólica y la Congregación para la evangelización de los pueblos. Durante estos días habéis buscado nuevos modos de consolidar y fortalecer esta relación privilegiada. Como reafirmó el concilio Vaticano II, el mandato de Cristo de anunciar el Evangelio a toda criatura corresponde ante todo e inmediatamente al Colegio de los obispos, cum et sub Petro (cf. Ad gentes, 38).

Dentro de la unidad jerárquica del Cuerpo de Cristo, enriquecido con los diferentes dones y carismas derramados por el Espíritu, la comunión con los sucesores de los Apóstoles sigue siendo el criterio y la garantía de la fecundidad espiritual de toda actividad misionera, porque la comunión de la Iglesia en la fe, la esperanza y la caridad es, de por sí, el signo y la anticipación de la unidad y la paz que forman el plan de Dios en Cristo para toda la familia humana.

Un signo prometedor de renovación de la conciencia misionera de la Iglesia en los últimos decenios ha sido el deseo creciente de muchos laicos, hombres y mujeres, tanto solteros como casados, de cooperar generosamente en la misión ad gentes. Como subrayó el Concilio, la obra de evangelización es un deber fundamental de todo el pueblo de Dios, y todos los bautizados están llamados a una "viva conciencia de su responsabilidad (...) en la obra de evangelización" (Ad gentes, 36).

Mientras algunas sociedades misioneras han tenido una larga historia de estrecha colaboración con laicos, hombres y mujeres, otras sólo recientemente han desarrollado formas de asociación laical con su apostolado. Dada la amplitud y la importancia de la contribución que han dado estas personas a la labor de las diversas sociedades, las formas propias de su cooperación deberían regirse naturalmente mediante estatutos específicos y directrices claras, respetando la identidad canónica propia de cada instituto.

Queridos amigos, nuestro encuentro de hoy me brinda la grata oportunidad de expresaros mi gratitud a vosotros y a todos los miembros de vuestras sociedades, pasados y presentes, por su compromiso constante en favor de la misión de la Iglesia. Hoy, como en el pasado, los misioneros siguen abandonando sus familias y sus hogares, a menudo con gran sacrificio, con el único fin de anunciar la buena nueva de Cristo y servirlo en sus hermanos y hermanas. Muchos de ellos, también en nuestro tiempo, han confirmado heroicamente su predicación con el derramamiento de su sangre y han contribuido a implantar la Iglesia en países remotos.

Hoy nuevas circunstancias han llevado en muchos casos a una disminución del número de jóvenes atraídos por las sociedades misioneras, y a un consiguiente debilitamiento del impulso misionero. Con todo, como insistía el Papa Juan Pablo II, la misión ad gentes aún está sólo en su inicio, y el Señor nos llama a todos a comprometernos sin reservas a su servicio (cf. Redemptoris missio, 1). "La mies es mucha" (Mt 9, 37). Consciente de los desafíos que afrontáis, os animo a seguir fielmente las huellas de vuestros fundadores y a reavivar los carismas y el celo apostólico que habéis heredado de ellos, con la seguridad de que Cristo seguirá obrando con vosotros y confirmando vuestra predicación con las señales de su presencia y de su fuerza (cf. Mc 16, 20).

Con gran afecto os encomiendo a vosotros, a los miembros y socios de vuestras diferentes sociedades, a la protección amorosa de María, Madre de la Iglesia. A todos os imparto de buen grado mi bendición apostólica como prenda de sabiduría, fortaleza y paz en el Señor.



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