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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS MIEMBROS DE LA COMISIÓN INTERNACIONAL
PARA LA PASTORAL EN LAS CÁRCELES


Jueves 6 de septiembre de 2007

 

Queridos amigos: 

Me complace acogeros mientras os halláis reunidos en Roma con ocasión del XII congreso mundial de la Comisión internacional para la pastoral católica en las cárceles. Agradezco a vuestro presidente, el doctor Christian Kuhn, las amables palabras que me ha dirigido en nombre del comité ejecutivo de la Comisión.

El tema de vuestro congreso de este año, "Descubrir el rostro de Cristo en cada uno de los detenidos" (cf. Mt 25, 36), refleja adecuadamente vuestro ministerio como un encuentro vivo con el Señor. En efecto, en Cristo el "amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí", de modo que "en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús encontramos a Dios" (Deus caritas est, 15).

Vuestro ministerio requiere mucha paciencia y perseverancia. Con frecuencia se experimentan decepciones y frustraciones. Fortalecer los vínculos que os unen a vuestros obispos os permitirá encontrar el apoyo y la guía que necesitáis para tomar mayor conciencia de vuestra misión vital. En efecto, este ministerio en el seno de la comunidad cristiana local animará a otros a unirse a vosotros en la realización de las obras corporales de misericordia, enriqueciendo así la vida eclesial de la diócesis. Del mismo modo, ayudará a llevar a aquellos a quienes servís al corazón de la Iglesia universal, especialmente a través de su participación regular en la celebración de los sacramentos de la Penitencia y de la santa Eucaristía (cf. Sacramentum caritatis, 59).

Los detenidos fácilmente pueden sentirse abrumados por sentimientos de aislamiento, vergüenza y rechazo que amenazan con frustrar sus esperanzas y aspiraciones para el futuro. En este contexto, los capellanes y sus colaboradores están llamados a ser heraldos de la misericordia infinita y del perdón de Dios. En colaboración con las autoridades civiles, tienen la ardua tarea de ayudar a los detenidos a redescubrir el sentido de un objetivo, de forma que, con la gracia de Dios, puedan reformar su vida, reconciliarse con sus familias y sus amigos y, en la medida de lo posible, asumir las responsabilidades y deberes que les permitirán llevar una vida recta y honrada en el seno de la sociedad.

Las instituciones judiciales y penales desempeñan un papel fundamental para proteger a los ciudadanos y tutelar el bien común (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2266). Al mismo tiempo, deben ayudar a reconstruir las "relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal" (Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 403). Sin embargo, por su misma naturaleza, esas instituciones deben contribuir a la rehabilitación de los delincuentes, ayudándoles a pasar de la desesperanza a la esperanza y a convertirse en personas dignas de confianza.

Cuando las condiciones de las cárceles y las prisiones no llevan a un proceso de recuperación del sentido de los valores y de aceptación de los relativos deberes, esas instituciones no logran una de sus finalidades esenciales. Las autoridades públicas deben vigilar siempre para que se cumpla esta tarea, evitando cualquier medio de castigo o corrección que mine o degrade la dignidad humana de los detenidos. A este respecto, reitero que la prohibición de la tortura "no puede derogarse en ninguna circunstancia" (ib., 404).

Confío en que vuestro congreso os brinde la oportunidad de compartir vuestras experiencias del rostro misterioso de Cristo que resplandece a través del rostro de los presos. Os aliento en vuestros esfuerzos por mostrar ese rostro al mundo, promoviendo un mayor respeto por la dignidad de los detenidos.

Por último, pido a Dios que vuestro congreso os lleve a comprobar de nuevo cómo, atendiendo las necesidades de los detenidos, vuestros ojos se abren a las maravillas que Dios realiza por vosotros cada día (cf. Deus caritas est, 18).

Con estos sentimientos, a vosotros y a todos los participantes en el congreso expreso mis mejores deseos de éxito en vuestro encuentro y os imparto de buen grado la bendición apostólica a vosotros y a vuestros seres queridos.



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