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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN LA XXIII CONFERENCIA INTERNACIONAL
ORGANIZADA POR EL CONSEJO PONTIFICIO PARA LA PASTORAL DE LA SALUD


Sala Clementina
Sábado 15 de noviembre de 2008

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
ilustres profesores;
queridos hermanos y hermanas:

Me alegra encontrarme con vosotros, con ocasión de la Conferencia internacional anual organizada por el Consejo pontificio para la pastoral de la salud, que ha llegado a su vigésima tercera edición. Saludo cordialmente al cardenal Javier Lozano Barragán, presidente del dicasterio, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido en vuestro nombre. Extiendo mi gratitud al secretario, a los colaboradores de este Consejo pontificio, a los relatores, a las autoridades académicas, a las personalidades, a los responsables de los centros de atención médica, a los agentes sanitarios y a los que han prestado su colaboración, participando de distintas maneras en la realización del congreso, que este año tiene como tema: "La pastoral en el cuidado de los niños enfermos".

Estoy seguro de que estos días de reflexión y confrontación sobre un tema tan actual contribuirán a sensibilizar la opinión pública sobre el deber de dedicar a los niños todas las atenciones necesarias para su armonioso desarrollo físico y espiritual. Si esto vale para todos los niños, tiene más valor aún para los enfermos y necesitados de cuidados médicos especiales.

El tema de vuestra Conferencia, que concluye hoy, gracias a la aportación de expertos de fama mundial y de personas que están en contacto directo con la infancia en dificultad, os ha permitido poner de relieve la difícil situación en la que sigue encontrándose un número muy notable de niños en vastas regiones de la tierra, y sugerir cuáles son las intervenciones necesarias, más aún, urgentes, para acudir en su ayuda. Ciertamente, los progresos de la medicina durante los últimos cincuenta años han sido notables: han llevado a una considerable reducción de la mortalidad infantil, aunque aún queda mucho por hacer desde este punto de vista. Basta recordar, como habéis observado, que cada año mueren cuatro millones de recién nacidos con menos de veintiséis días de vida.

En este contexto, el cuidado del niño enfermo representa un asunto que no puede menos de suscitar el atento interés de cuantos se dedican a la pastoral de la salud. Es indispensable un esmerado análisis de la situación actual para emprender, o continuar, una acción decidida para prevenir en la medida de lo posible las enfermedades y, cuando ya están contraídas, a curar a los niños enfermos con los más modernos descubrimientos de la ciencia médica, así como a promover mejores condiciones higiénico-sanitarias, sobre todo en los países menos favorecidos. El desafío hoy consiste en conjurar la aparición de muchas patologías antes típicas de la infancia y, en general, favorecer el crecimiento, el desarrollo y el mantenimiento de un estado de salud conveniente para todos los niños.

En esta vasta acción todos están implicados: familias, médicos y agentes sociales y sanitarios. La investigación médica se encuentra a veces ante opciones difíciles cuando se trata, por ejemplo, de lograr un buen equilibrio entre insistencia y desistencia terapéutica para garantizar los tratamientos adecuados a las necesidades reales de los pequeños pacientes, sin caer en la tentación del experimentalismo. No es superfluo recordar que toda intervención médica debe buscar siempre el verdadero bien del niño, considerado en su dignidad de sujeto humano con plenos derechos. Por tanto, es necesario cuidarlo siempre con amor, para ayudarle a afrontar el sufrimiento y la enfermedad, incluso antes del nacimiento, de modo adecuado a su situación.

Además, teniendo en cuenta el impacto emotivo debido a la enfermedad y a los tratamientos a los que se somete al niño, los cuales a menudo resultan particularmente invasores, es importante garantizarle una comunicación constante con sus familiares. Si los agentes sanitarios, médicos y enfermeros, sienten el peso del sufrimiento de los pequeños pacientes a los que atienden, se puede imaginar muy bien ¡cuánto más fuerte es el dolor que viven los padres! Los aspectos sanitario y humano jamás deben separarse, y toda estructura asistencial y sanitaria, sobre todo si está animada por un auténtico espíritu cristiano, tiene el deber de ofrecer lo mejor en competencia y humanidad. El enfermo, de modo especial el niño, comprende sobre todo el lenguaje de la ternura y del amor, expresado a través de un servicio solícito, paciente y generoso, animado en los creyentes por el deseo de manifestar la misma predilección que Jesús sentía por los niños.

"Maxima debetur puero reverentia" (Juvenal, Sátira XIV, v. 479). Ya los antiguos reconocían la importancia de respetar al niño, don y bien precioso para la sociedad, al que se debe reconocer la dignidad humana que posee plenamente ya desde el momento en que, antes de nacer, se encuentra en el seno materno. Todo ser humano tiene valor en sí mismo, porque ha sido creado a imagen de Dios, a cuyos ojos es tanto más valioso cuanto más débil aparece a la mirada del hombre. Por eso, ¡con cuánto amor hay que acoger incluso a un niño aún no nacido y ya afectado por patologías médicas! "Sinite parvulos venire ad me", dice Jesús en el evangelio (cf. Mc 10, 14), mostrándonos cuál debe ser la actitud de respeto y acogida con la que hay que tratar a todo niño, especialmente cuando es débil y tiene dificultades, cuando sufre y está indefenso. Pienso, sobre todo, en los niños huérfanos o abandonados a causa de la miseria y la disgregación familiar; pienso en los niños víctimas inocentes del sida, de la guerra o de los numerosos conflictos armados existentes en diversas partes del mundo; pienso en la infancia que muere a causa de la miseria, de la sequía y del hambre. La Iglesia no olvida a estos hijos suyos más pequeños y si, por una parte, alaba las iniciativas de las naciones más ricas para mejorar las condiciones de su desarrollo, por otra, siente con fuerza el deber de invitar a prestar mayor atención a estos hermanos nuestros, para que gracias a nuestra solidaridad común puedan mirar la vida con confianza y esperanza.

Queridos hermanos y hermanas, a la vez que expreso el deseo de que numerosas condiciones de desequilibrio aún existentes se solucionen cuanto antes con intervenciones resolutivas en favor de estos hermanos nuestros más pequeños, manifiesto mi profundo aprecio por quienes dedican energías personales y recursos materiales a su servicio. Pienso con particular gratitud en nuestro hospital del "Niño Jesús" y en las numerosas asociaciones e instituciones socio-sanitarias católicas, las cuales, siguiendo el ejemplo de Jesucristo, buen Samaritano, y animadas por su caridad, dan apoyo y alivio humano, moral y espiritual a numerosos niños que sufren, amados por Dios con singular predilección.

La Virgen María, Madre de todos los hombres, vele sobre los niños enfermos y proteja a cuantos se prodigan para cuidarlos con solicitud humana y espíritu evangélico. Con estos sentimientos, expresando sincero aprecio por la labor de sensibilización realizada en esta Conferencia internacional, aseguro un recuerdo constante en la oración e imparto a todos la bendición apostólica.



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