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DISCURSO DEL PAPA BENEDICTO XVI
A LOS PARTICIPANTES EN UN ENCUENTRO INTERNACIONAL
DEL MOVIMIENTO "RETROUVAILLE"


Sala de los Suizos del palacio pontificio de Castelgandolfo
Viernes 26 de septiembre de 2008

 

Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;
queridos hermanos y hermanas:

Os acojo con alegría hoy, con ocasión del encuentro mundial del movimiento Retrouvaille. Os saludo a todos vosotros, esposos y presbíteros, con los responsables internacionales de esta asociación, que desde hace más de treinta años trabaja con gran dedicación al servicio de las parejas en dificultad. En particular, saludo al cardenal Ennio Antonelli, presidente del Consejo pontificio para la familia, y le doy las gracias por sus amables palabras, así como por haberme ilustrado las finalidades de vuestro Movimiento.

Me ha emocionado, queridos amigos, vuestra experiencia, que os pone en contacto con familias marcadas por la crisis del matrimonio. Reflexionando sobre vuestra actividad, he reconocido una vez más el "dedo" de Dios, es decir, la acción del Espíritu Santo, que suscita en la Iglesia respuestas adecuadas a las necesidades y emergencias de cada época. Ciertamente, una emergencia muy viva en nuestros días es la de las separaciones y los divorcios. Por tanto, fue providencial la intuición de los esposos canadienses Guy y Jeannine Beland, en 1977, de ayudar a las parejas en grave crisis a afrontarla a través de un programa específico, que mira a la reconstrucción de sus relaciones, no como alternativa a las terapias psicológicas, sino con un itinerario distinto y complementario. En efecto, vosotros no sois profesionales; sois esposos que a menudo han vivido personalmente las mismas dificultades, las han superado con la gracia de Dios y el apoyo de Retrouvaille, y han sentido el deseo y la alegría de poner, a su vez, su experiencia al servicio de los demás. Entre vosotros hay diversos sacerdotes que acompañan a los esposos en su camino, partiendo para ellos la Palabra y el Pan de vida. "Gratis lo recibisteis; dadlo gratis" (Mt 10, 8): a estas palabras de Jesús, dirigidas a sus discípulos, hacéis constantemente referencia.

Como demuestra vuestra experiencia, la crisis conyugal —aquí hablamos de crisis serias y graves— constituye una realidad con dos facetas. Por una parte, especialmente en su fase aguda y más dolorosa, se presenta como un fracaso, como la prueba de que el sueño ha terminado o se ha transformado en una pesadilla y, por desgracia, "ya no hay nada que hacer". Esta es la faceta negativa. Pero hay otra faceta, a menudo desconocida para nosotros, pero que Dios ve. En efecto, toda crisis —nos lo enseña la naturaleza— es un paso hacia una nueva fase de vida. Pero si en las criaturas inferiores esto sucede automáticamente, en el hombre implica la libertad, la voluntad y, por tanto, una "esperanza mayor" que la desesperación. En los momentos más oscuros, los esposos pierden la esperanza; entonces, es necesario que otros la custodien, un "nosotros", una compañía de verdaderos amigos que, con el máximo respeto pero también con sincera voluntad de bien, estén dispuestos a compartir algo de su propia esperanza con quien la ha perdido. No de modo sentimental o veleidoso, sino organizado y realista. Así, en el momento de la ruptura, os convertís en la posibilidad concreta para la pareja de tener una referencia positiva en la que confiar en medio de la desesperación. En efecto, cuando la relación degenera, los esposos caen en la soledad, tanto individual como de pareja. Pierden el horizonte de la comunión con Dios, con los demás y con la Iglesia. Entonces, vuestros encuentros ofrecen el "apoyo" para no extraviarse del todo y para superar gradualmente las dificultades. Me complace pensar en vosotros como custodios de una esperanza mayor para los esposos que la han perdido.

La crisis, pues, como paso hacia el crecimiento. En esta perspectiva se puede leer el relato de las bodas de Caná (cf. Jn 2, 1-11). La Virgen María se da cuenta de que los esposos "ya no tienen vino" y se lo dice a Jesús. Esta falta de vino hace pensar en el momento en que, en la vida de la pareja, se termina el amor, se agota la alegría y disminuye bruscamente el entusiasmo del matrimonio. Después de que Jesús transformó el agua en vino, felicitaron al esposo porque —decían— había conservado hasta ese momento "el vino bueno". Esto significa que el vino de Jesús era mejor que el precedente. Sabemos que este "vino bueno" es símbolo de la salvación, de la nueva alianza nupcial que Jesús vino a realizar con la humanidad. Pero precisamente todo matrimonio cristiano, incluso el más desdichado y vacilante, es sacramento de esta alianza y por eso puede encontrar en la humildad la valentía de pedir ayuda al Señor. Cuando una pareja pasa por dificultades o —como demuestra vuestra experiencia— incluso ya está separada, si se encomienda a María y se dirige a Aquel que hizo de dos "una sola carne", puede estar segura de que esa crisis será, con la ayuda del Señor, un paso hacia el crecimiento, y su amor se purificará, madurará y se reforzará. Esto sólo puede hacerlo Dios, que quiere servirse de sus discípulos como de valiosos colaboradores para acercarse a las parejas, escucharlas y ayudarles a redescubrir el tesoro escondido del matrimonio, el fuego que ha quedado enterrado bajo las cenizas. Es él quien reaviva y vuelve a hacer arder la llama; ciertamente, no del mismo modo del enamoramiento, sino de manera diversa, más intensa y profunda: pero siempre la misma llama.

Queridos amigos que habéis elegido poneros al servicio de los demás en un campo tan delicado, os aseguro mi oración para que vuestro compromiso no se convierta en mera actividad, sino que, en el fondo, siga siendo siempre testimonio del amor de Dios. Vuestro servicio es un servicio "contra corriente". En efecto, hoy, cuando una pareja entra en crisis, encuentra a muchas personas dispuestas a aconsejar la separación. También a los esposos casados en el nombre del Señor se les propone con facilidad el divorcio, olvidando que el hombre no puede separar lo que Dios ha unido (cf. Mt 19, 6; Mc10, 9). Para cumplir vuestra misión, también vosotros necesitáis alimentar continuamente vuestra vida espiritual, poner amor en lo que hacéis para que, en contacto con realidades difíciles, vuestra esperanza no se agote o no se reduzca a una fórmula. Que os ayude en esta delicada obra apostólica la Sagrada Familia de Nazaret, a la que encomiendo vuestro servicio y, especialmente, los casos más difíciles. María, Reina de la familia, esté junto a vosotros, a la vez que de corazón os imparto la bendición apostólica a vosotros y a todos los miembros del movimiento Retrouvaille.



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