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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS SOCIOS DEL CÍRCULO DE SAN PEDRO


Sala de los Papas
Viernes 3 de abril de 2009

 

Queridos socios del Círculo de San Pedro:

Con verdadero placer me encuentro con vosotros y os saludo cordialmente a cada uno, así como a vuestros familiares y a cuantos trabajan con vosotros en las diversas actividades organizadas por vuestra benemérita asociación. Saludo, en particular, al presidente general, el duque Leopoldo Torlonia, a quien agradezco las palabras con las que ha interpretado los sentimientos de todos, y a vuestro consiliario, monseñor Franco Camaldo.

Aprovecho la ocasión para renovaros mi vivo aprecio por el servicio que prestáis al Papa y por la contribución que dais a la comunidad cristiana de Roma, especialmente saliendo al encuentro de las necesidades de tantos hermanos nuestros pobres e indigentes. Os doy las gracias porque con vuestras iniciativas de solidaridad humana y evangélica hacéis presente, en cierto modo, la solicitud del Sucesor de Pedro por quienes se encuentran en condiciones de particular necesidad.

Sabemos que la autenticidad de nuestra fidelidad al Evangelio se comprueba también según la atención y la solicitud concreta que nos esforzamos por manifestar hacia el prójimo, especialmente hacia los más débiles y marginados. Así, el servicio caritativo, que puede llevarse a cabo de múltiples formas, se convierte en un modo privilegiado de evangelización, a la luz de la enseñanza de Jesús, que considerará como hecho a sí mismo cuanto hayamos hecho a nuestros hermanos, especialmente a los más "pequeños" y abandonados (cf. Mt 25, 40). Para que nuestro servicio no sea sólo acción filantrópica, aunque sea útil y meritorio, es necesario alimentarlo con oración constante y confianza en Dios.

Es necesario armonizar nuestra mirada con la mirada de Cristo, nuestro corazón con su corazón. De esta manera, el apoyo amoroso ofrecido a los demás se traduce en participación, compartiendo conscientemente sus esperanzas y sufrimientos, haciendo visible y —diría— casi tangible, por una parte la misericordia infinita de Dios hacia cada ser humano; y por otra, nuestra fe en él. Jesús, su Hijo Unigénito, al morir en la cruz, nos reveló el amor misericordioso del Padre, que es fuente de la verdadera fraternidad entre todos los hombres, y nos indicó el único camino posible para llegar a ser testigos creíbles de este Amor.

Dentro de pocos días, en la Semana santa, tendremos la posibilidad de revivir intensamente la manifestación suprema del Amor divino. Podremos sumergirnos, una vez más, en los misterios de la dolorosa pasión y de la gloriosa resurrección de nuestro Señor Jesucristo. El Triduo pascual ha de ser para cada uno de vosotros, queridos hermanos, una ocasión propicia para fortalecer y purificar vuestra fe; para abriros a la contemplación de la cruz, que es misterio de amor infinito del que podéis sacar fuerza para hacer que vuestra existencia sea un don a los hermanos.

La cruz de Cristo —escribe el Papa san León Magno— es "fuente de todas las bendiciones, causa de todas las gracias" (cf. Disc. 8 sobre la pasión del Señor, 6-8). De la cruz brota también la alegría y la paz del corazón, que nos hace testigos de la esperanza tan necesaria en este tiempo de crisis económica común y generalizada. Y las diversas iniciativas de caridad de vuestro benemérito Círculo de San Pedro, como también y sobre todo vuestra propia vida, si os dejáis guiar por el Espíritu de Cristo, serán signos elocuentes de esa esperanza.

Queridos amigos, como cada año, habéis venido hoy a entregarme el óbolo de San Pedro, que habéis recogido en las parroquias de Roma. Gracias por este signo de comunión eclesial y de participación concreta en el esfuerzo económico que la Sede apostólica realiza para salir al encuentro de las urgencias cada vez mayores de la Iglesia, especialmente en los países más pobres de la tierra. Deseo manifestar una vez más mi vivo aprecio por vuestro servicio, animado por una convencida fidelidad y adhesión al Sucesor de Pedro. Que el Señor os recompense y colme de bendiciones a vuestro Círculo; os ayude a cada uno de vosotros a realizar plenamente vuestra vocación cristiana en la familia, en el trabajo y dentro de vuestra Asociación.

Que la Virgen Santa acompañe y sostenga con su maternal protección vuestros propósitos y vuestros proyectos de bien. Por mi parte, os aseguro mi oración por vosotros, aquí presentes, por todos los socios y los voluntarios, así como por quienes os ayudan en vuestras diversas actividades, y por aquellos a quienes encontráis en vuestro apostolado cotidiano. Con estos sentimientos, os imparto con afecto una especial bendición apostólica, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a vuestros seres queridos.



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