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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA FAMILIA FRANCISCANA

Castelgandolfo
Sábado 18 de abril de 2009

 

Queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana:

Con gran alegría os doy la bienvenida a todos vosotros, en este feliz e histórico aniversario que os ha reunido: el octavo centenario de la aprobación de la "primera regla" de san Francisco por parte del Papa Inocencio III. Han pasado ochocientos años, y esa docena de frailes se ha convertido en una multitud, esparcida por todas las partes del mundo y hoy dignamente representada aquí por vosotros. En los días pasados os habéis dado cita en Asís en lo que habéis querido llamar el "Capítulo de las Esteras", para evocar vuestros orígenes. Y al concluir esa extraordinaria experiencia habéis venido todos juntos al "Señor Papa", como diría vuestro seráfico fundador.

Os saludo a todos con afecto: a los frailes menores de las tres obediencias, encabezados por los respectivos ministros generales, entre los cuales agradezco al padre José Rodríguez Carballo sus amables palabras; a los miembros de la Tercera Orden, con su ministro general; a las religiosas franciscanas y a los miembros de los institutos seculares franciscanos; y, sabiendo que están espiritualmente presentes, a las hermanas clarisas, que constituyen la "Segunda Orden". Me alegra acoger a algunos obispos franciscanos; y en particular saludo al obispo de Asís, monseñor Domenico Sorrentino, que representa a esa Iglesia particular, patria de san Francisco y santa Clara, y espiritualmente de todos los franciscanos. Sabemos cuán importante fue para san Francisco el vínculo con el obispo de Asís de entonces, Guido, que reconoció su carisma y lo apoyó. Fue Guido quien presentó a san Francisco al cardenal Giovanni di San Paolo, el cual después lo llevó a la presencia del Papa favoreciendo la aprobación de la Regla. El carisma y la institución siempre son complementarios para la edificación de la Iglesia.

¿Qué deciros, queridos amigos? Ante todo deseo unirme a vosotros en la acción de gracias a Dios por todo el camino que os ha hecho realizar, colmándoos de sus beneficios. Y, como Pastor de toda la Iglesia, quiero darle gracias por el precioso don que vosotros mismos sois para todo el pueblo cristiano. Desde el pequeño arroyo que brotó a los pies del monte Subasio, se formó un gran río, que ha dado una contribución notable a la difusión universal del Evangelio. Todo comenzó con la conversión de san Francisco, el cual, a ejemplo de Jesús, "se despojó" (cf. Flp 2, 7) y, desposándose con la Señora Pobreza, se convirtió en testigo y heraldo del Padre que está en los cielos.

Al Poverello se le pueden aplicar literalmente algunas expresiones que el apóstol san Pablo refiere a sí mismo y que me complace recordar en este Año paulino: "Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí"(Ga2,19-20). Y también: "En adelante nadie me moleste, pues llevo sobre mi cuerpo las señales de Jesús" (Ga 6, 17). Estos textos de la carta a los Gálatas se aplican literalmente a la figura de san Francisco.

San Francisco siguió perfectamente estas huellas de san Pablo, y en verdad puede decir con él: "Para mí vivir es Cristo" (Flp 1, 21). Experimenta el poder de la gracia divina y está como muerto y resucitado. Todas las riquezas anteriores, todo motivo de orgullo y seguridad, todo se convierte en una "pérdida" desde el momento del encuentro con Jesús crucificado y resucitado (cf. Flp 3, 7-11). Entonces dejarlo todo se convierte en algo casi necesario para expresar la sobreabundancia del don recibido. Este don es tan grande, que requiere un despojamiento total, que en todo caso no basta; merece una vida entera vivida "según la forma del santo Evangelio" (2 Test., 14: Fuentes Franciscanas, 116).

Y aquí llegamos al punto que ocupa seguramente el centro de nuestro encuentro. Yo lo resumiría así: el Evangelio como regla de vida. "La Regla y vida de los frailes menores es esta, a saber, guardar el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo": así escribe san Francisco al principio de la Regla bulada (Rb I, 1: FF, 75). Él se comprendió totalmente a sí mismo a la luz del Evangelio. Esto es lo que fascina de él. Esta es su perenne actualidad. Tomás de Celano refiere que el Poverello "llevaba siempre a Jesús en el corazón. Jesús en los labios, Jesús en los oídos, Jesús en los ojos, Jesús en las manos. Jesús presente siempre en todos sus miembros... Es más: si, estando de viaje, cantaba a Jesús o meditaba en él, muchas veces olvidaba que estaba de camino y se ponía a invitar a todas las criaturas a loar a Jesús" (1 Cel., II, 9, 115: FF, 115). Así el Poverello se convirtió en un Evangelio viviente, capaz de atraer a Cristo a hombres y mujeres de todo tiempo, especialmente a los jóvenes, que prefieren la radicalidad a las medias tintas. El obispo de Asís, Guido, y después el Papa Inocencio iii reconocieron en el propósito de san Francisco y de sus compañeros la autenticidad evangélica, y supieron estimular su compromiso también con vistas al bien de la Iglesia universal.

Surge espontáneamente aquí una reflexión. San Francisco habría podido no ir al Papa. En aquella época se estaban formando muchos grupos y movimientos religiosos, y algunos de ellos se contraponían a la Iglesia como institución, o por lo menos no buscaban su aprobación. Seguramente una actitud polémica hacia la jerarquía habría procurado a san Francisco no pocos seguidores. En cambio, él pensó en seguida en poner su camino y el de sus compañeros en las manos del Obispo de Roma, el Sucesor de Pedro. Este hecho revela su auténtico espíritu eclesial. El pequeño "nosotros" que había comenzado con sus primeros frailes lo concibió desde el inicio dentro del gran "nosotros" de la Iglesia una y universal. Y el Papa reconoció esto y lo apreció.

De hecho, también el Papa, por su parte, habría podido no aprobar el proyecto de vida de san Francisco. Más aún, podemos imaginar que alguno de los colaboradores de Inocencio III le aconsejó en este sentido, quizás precisamente temiendo que aquel grupito de frailes se pareciera a otras asociaciones heréticas y pauperistas de ese tiempo. En cambio, el Romano Pontífice, bien informado por el obispo de Asís y por el cardenal Giovanni di San Paolo, supo discernir la iniciativa del Espíritu Santo y acogió, bendijo y estimuló a la naciente comunidad de los "frailes menores".

Queridos hermanos y hermanas, han pasado ocho siglos y hoy habéis querido renovar el gesto de vuestro fundador. Todos vosotros sois hijos y herederos de aquellos orígenes; de aquella "buena semilla" que fue san Francisco, conformado a su vez al "grano de trigo" que es el Señor Jesús, muerto y resucitado para dar mucho fruto (cf. Jn 12, 24). Los santos vuelven a proponer la fecundidad de Cristo. Como san Francisco y santa Clara de Asís, también vosotros esforzaos por seguir siempre esta misma lógica: perder la propia vida a causa de Jesús y del Evangelio, para salvarla y hacerla fecunda en frutos abundantes.

Mientras alabáis y dais gracias al Señor, que os ha llamado a formar parte de una "familia" tan grande y hermosa, permaneced en escucha de lo que el Espíritu le dice hoy, en cada uno de sus componentes, para seguir anunciando con pasión el reino de Dios, tras las huellas del seráfico padre. Que todo hermano y toda hermana conserve siempre un alma contemplativa, sencilla y alegre: volved a partir siempre de Cristo, como san Francisco partió de la mirada del Crucifijo de San Damián y del encuentro con el leproso, para ver el rostro de Cristo en los hermanos que sufren y llevar a todos su paz. Sed testigos de la "belleza" de Dios, que san Francisco supo cantar contemplando las maravillas de la creación, y que le hizo exclamar dirigiéndose al Altísimo: "¡Tú eres belleza!" (Alabanzas de Dios altísimo, 4.6: FF, 261).

Queridos hermanos y hermanas, la última palabra que quiero dejaros es la misma que Jesús resucitado entregó a sus discípulos: "¡Id!" (cf. Mt 28, 19; Mc 16, 15). Id y seguid "reparando la casa" del Señor Jesucristo, su Iglesia. En los días pasados, el terremoto que asoló los Abruzos dañó gravemente muchas iglesias, y vosotros, los de Asís, sabéis muy bien lo que esto significa. Pero hay otra "ruina" mucho más grave: la de las personas y las comunidades. Como san Francisco, comenzad siempre por vosotros mismos. Nosotros somos la primera casa que Dios quiere restaurar. Si sois siempre capaces de renovaros en el espíritu del Evangelio, seguiréis ayudando a los pastores de la Iglesia a hacer cada vez más hermoso su rostro de esposa de Cristo. Esto es lo que el Papa, hoy como en los orígenes, espera de vosotros.

¡Gracias por haber venido! Ahora id y llevad a todos la paz y el amor de Cristo Jesús Salvador. Que María Inmaculada, "Virgen hecha Iglesia" (cf. Saludo a la Bienaventurada Virgen María, 1: FF, 259), os acompañe siempre. Y os sostenga también la bendición apostólica, que os imparto de corazón a vosotros, aquí presentes, y a toda la familia franciscana.

(Al final, el Santo Padre habló en inglés, español y polaco)

Me complace saludar de modo especial a los ministros generales reunidos, juntamente con los sacerdotes, las hermanas y los hermanos de la familia franciscana de todo el mundo, presentes en esta audiencia. Al celebrar el octavo centenario de la aprobación de la Regla de san Francisco, rezo para que por intercesión del Poverello los franciscanos de todas partes sigan entregándose totalmente al servicio de los demás, en especial de los pobres. Que el Señor os bendiga en vuestros apostolados y otorgue a vuestras comunidades abundantes vocaciones.

Saludo con afecto a los queridos hermanos y hermanas de la familia franciscana, provenientes de los países de lengua española. En esta significativa conmemoración, os animo a enamoraros cada vez más de Cristo para que, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Asís, conforméis vuestra vida al Evangelio del Señor y deis ante el mundo un testimonio generoso de caridad, pobreza y humildad. Que Dios os bendiga.

Dirijo un cordial saludo a la familia franciscana polaca. Abrazo a los padres, a los hermanos, a las hermanas franciscanas y clarisas, a las demás congregaciones que se fundan en la espiritualidad de san Francisco, así como a los terciarios y las terciarias. En el octavo centenario de la aprobación de la "primera regla", juntamente con vosotros doy gracias a Dios por todo el bien que la Orden ha aportado a la vida y al desarrollo de la Iglesia. Os agradezco en particular el compromiso misionero en los diversos continentes. A ejemplo de vuestro fundador, perseverad en el amor a Cristo pobre y llevad la alegría evangélica a todos los hombres. Os sostenga la bendición de Dios.



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