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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR EN LA CAPILLA SIXTINA


Viernes 4 de diciembre de 2009

 

Queridos amigos:

Es difícil hablar después de escuchar una música tan majestuosa y profundamente conmovedora. Pero, aunque sean pobres, creo que es oportuno decir unas palabras de saludo, de agradecimiento y de reflexión. Quiero saludar de corazón a todos los aquí reunidos en la Capilla Sixtina. Ante todo, estoy agradecido al presidente federal y a su amable esposa porque nos honran con su presencia esta noche.

Querido presidente federal, su visita es un verdadero placer para mí, porque expresa la cercanía y el afecto del pueblo alemán al Sucesor de Pedro, que es compatriota suyo. Un sentido Vergelt's Gott ("Dios se lo pague") también por sus amables palabras, que llegan al corazón, y porque usted ha hecho posible esta velada para nosotros. Asimismo doy las gracias de corazón al Domkapellmeister, Reinhard Kammler, a los Augsburger Domsingknaben y a la Residenz-Kammerorchester München la ejecución magistral de este magnífico oratorio. Gracias por este maravilloso don.

Como hemos escuchado, esta velada solemne obedece a un doble aniversario. Por un lado, este año celebramos el 60° de la fundación de la República federal de Alemania, con la firma de la Ley fundamental el 23 de mayo de 1949; por otro, recordamos el 20° de la caída del Muro de Berlín, esa frontera de muerte que durante tantos años dividió a nuestra patria y separó por la fuerza a hombres, familias, vecinos y amigos. En aquel momento muchos percibieron los acontecimientos del 9 de noviembre de 1989 como los albores inesperados de la libertad, después de una larga y sufrida noche de violencia y opresión por parte de un sistema totalitario que, al final, llevaba a un nihilismo, a un vacío de las almas. En la dictadura comunista, ninguna acción se consideraba mal en sí misma ni siempre inmoral. Lo que era útil para los objetivos del partido era bueno, aunque pudiera ser inhumano.

Hoy, hay quien se pregunta si el orden social occidental es mucho mejor y más humanitario. De hecho, la historia de la República federal de Alemania es una prueba de ello. Y esto se lo debemos en buena parte a la Ley fundamental. Dicha Constitución ha contribuido de modo esencial al desarrollo pacífico de Alemania en las seis décadas transcurridas. Porque exhorta a los hombres, con responsabilidad ante Dios Creador, a dar prioridad a la dignidad humana en toda legislación estatal, a respetar el matrimonio y la familia como fundamento de toda sociedad, como también a tratar con consideración y profundo respeto todo lo que es sagrado para los demás. Que, como contempla la Ley fundamental, los ciudadanos de Alemania, al cumplir con el deber de renovación espiritual y política, después del nacionalsocialismo y después de la segunda guerra mundial, sigan colaborando en la construcción de una sociedad libre y fraterna.

Queridos amigos, mirando la historia de nuestra patria en los últimos sesenta años, tenemos motivos para dar gracias a Dios con toda el alma. Y somos conscientes de que ese desarrollo no es mérito nuestro. Ha sido posible gracias a hombres que han actuado con una profunda convicción cristiana, con responsabilidad ante Dios, iniciando así procesos de reconciliación que han permitido una nueva relación recíproca y comunitaria de los países europeos. La historia de Europa en el siglo XX demuestra que la responsabilidad ante Dios tiene una importancia decisiva para la correcta actuación política (cf. Caritas in veritate). Dios reúne a los hombres en una verdadera comunión, y hace entender a la persona que en la comunión con el otro está presente también Uno más grande, que es la causa originaria de nuestra vida y de nuestro estar juntos. Esto se nos manifiesta, de manera especial, en el misterio de la Navidad, donde este Dios se acerca en su amor, donde él mismo como hombre, como niño, pide nuestro amor.

Un pasaje del Oratorio de Navidad ilustra de modo impresionante esta comunión que se funda en el amor y aspira al amor eterno: María está junto al pesebre y escucha las palabras de los pastores, que son los testigos y anunciadores del mensaje de los ángeles sobre ese niño. Ese momento, en el que ella guarda todas esas cosas y las medita en su corazón (cf. Lc 2, 19), Bach lo transforma, con la estupenda aria para contralto, en una invitación a cada hombre:

¡Guarda, corazón mío,
este milagro de beatitud
en lo más hondo de tus creencias!
¡Que este milagro,
que esta obra divina
sea la fuerza que levante tu fe
cuando desfallezca!

Todo hombre, en la comunión con Jesucristo, puede ser para el otro un mediador ante Dios. Nadie cree por sí solo, todos vivimos la propia fe también gracias a mediaciones humanas. Sin embargo, ninguna de ellas sería suficiente por sí sola para tender el puente hacia Dios, porque ningún hombre puede sacar de lo que él mismo es la garantía absoluta de la existencia y de la cercanía de Dios. Pero en la comunión con Aquel que en sí mismo constituye esa cercanía, los hombres podemos ser —y lo somos— mediadores los unos para los otros. Como tales seremos capaces de suscitar un modo nuevo de pensar y de generar nuevas energías al servicio de un humanismo integral.

Quiero expresar mi agradecimiento también a los promotores de esta hermosa velada, a los músicos y a todos aquellos que con su generosa contribución han hecho posible la realización de este concierto. Que la espléndida música que hemos escuchado en este singular ambiente de la Capilla Sixtina fortalezca nuestra fe y nuestra alegría en el Señor, para que seamos sus testigos en el mundo. Imparto a todos, de corazón, mi bendición apostólica.



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