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VISITA PASTORAL A BRESCIA Y CONCESIO

ENCUENTRO OFICIAL PARA LA INAUGURACIÓN DE LA NUEVA SEDE
Y ENTREGA DEL PREMIO INTERNACIONAL PABLO VI

DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

Auditorium Vittorio Montini del Instituto Pablo VI - Concesio
Domingo 8 de noviembre de 2009

 

Señores cardenales;
venerados hermanos obispos y sacerdotes;
queridos amigos:

Os agradezco de corazón que me hayáis invitado a inaugurar la nueva sede del Instituto dedicado a Pablo VI, construida al lado de su casa natal. Os saludo a todos con afecto, comenzando por los señores cardenales, los obispos, las autoridades y las personalidades presentes. Saludo en particular al presidente Giuseppe Camadini, agradecido por las amables palabras que me ha dirigido, ilustrando los orígenes, la finalidad y las actividades del Instituto. Participo con gusto en la solemne ceremonia del "Premio internacional Pablo VI", que este año ha sido asignado a la colección francesa "Sources chrétiennes". Una elección dedicada al ámbito educativo, que quiere poner de relieve —como acertadamente se ha subrayado— el fuerte compromiso de esta colección histórica, fundada en 1942, entre otros, por Henri De Lubac y Jean Daniélou, para un renovado descubrimiento de las fuentes cristianas antiguas y medievales. Agradezco al director Bernard Meunier el saludo que me ha dirigido. Aprovecho esta propicia ocasión, queridos amigos, para alentaros a dar a conocer cada vez más la personalidad y la doctrina de este gran Pontífice, no tanto desde el punto de vista hagiográfico y conmemorativo, sino más bien en el sentido de la investigación científica —y esto, justamente, se ha remarcado—, para ofrecer una aportación al conocimiento de la verdad y a la comprensión de la historia de la Iglesia y de los Pontífices del siglo XX. Cuanto más conocido es el siervo de Dios Pablo VI, tanto más es apreciado y amado. A este gran Papa me unió un vínculo de afecto y devoción desde los años del concilio Vaticano ii. ¿Cómo no recordar que fue precisamente Pablo VI quien en 1977 me encomendó el cuidado pastoral de la diócesis de Munich, creándome asimismo cardenal? Siento que a este gran Pontífice debo mucha gratitud por la estima que manifestó hacia mi persona en muchas ocasiones.

Me gustaría profundizar, en esta sede, en los distintos aspectos de su personalidad; pero limitaré mis consideraciones a un solo rasgo de sus enseñanzas, que me parece de gran actualidad y en sintonía con la motivación del Premio de este año, a saber, su capacidad educativa. Vivimos en tiempos en los que se percibe una verdadera "emergencia educativa". Formar a las generaciones jóvenes, de las que depende el futuro, nunca ha sido fácil, pero en nuestra época parece todavía más complejo. Lo saben bien los padres, los educadores, los sacerdotes y los que tienen responsabilidades educativas directas. Se van difundiendo una atmósfera, una mentalidad y una forma de cultura que llevan a dudar del valor de la persona, del significado de la verdad y del bien, y, en definitiva, de la bondad de la vida. No obstante, se advierte con fuerza una sed generalizada de certezas y de valores. Por lo tanto, hay que transmitir a las futuras generaciones algo válido, reglas sólidas de comportamiento, indicarles objetivos elevados hacia los cuales orientar con decisión su existencia. Aumenta la demanda de una educación que responda a las expectativas de la juventud; una educación que sea ante todo testimonio y, para el educador cristiano, testimonio de fe.

Al respecto me viene a la mente esta incisiva frase programática de Giovanni Battista Montini escrita en 1931: "Quiero que mi vida sea un testimonio de la verdad... Con testimonio me refiero a la salvaguardia, la búsqueda, la profesión de la verdad" (Spiritus veritatis, en Colloqui religiosi, Brescia 1981, p. 81). Este testimonio —anotaba Montini en 1933— resulta urgente al constatar que "en el campo profano los hombres de pensamiento, también y quizá especialmente en Italia, no piensan para nada en Cristo. Es un desconocido, un olvidado, un ausente en gran parte de la cultura contemporánea" (Introduzione allo studio di Cristo, Roma 1933, p. 23). El educador Montini, estudiante y sacerdote, obispo y Papa, siempre sintió la necesidad de una presencia cristiana cualificada en el mundo de la cultura, del arte y de lo social, una presencia arraigada en la verdad de Cristo, y, al mismo tiempo, atenta al hombre y a sus exigencias vitales.

Por este motivo la atención al problema educativo, la formación de los jóvenes, constituye una constante en el pensamiento y en la acción de Montini, atención que también aprendió en el ambiente familiar. Nació en una familia perteneciente al catolicismo bresciano de la época, comprometido y ferviente en obras, y creció en la escuela de su padre Giorgio, protagonista de importantes batallas para la afirmación de la libertad de los católicos en la educación. En uno de los primeros escritos dedicado a la escuela italiana, Giovanni Battista Montini observaba: "Sólo pedimos un poco de libertad para educar como queremos a la juventud que viene al cristianismo atraída por la belleza de su fe y de sus tradiciones" (Per la nostra scuola: un libro del prof. Gentile, en Scritti giovanili, Brescia 1979, p. 73). Montini fue un sacerdote de una gran fe y de amplia cultura, un guía de almas, un investigador agudo del "drama de la existencia humana". Generaciones de jóvenes universitarios encontraron en él, como asistente de la FUCI, un punto de referencia, un formador de conciencias, capaz de entusiasmar, de recordar el deber de ser testigos en cada momento de la vida, dejando transparentar la belleza de la experiencia cristiana. Al oírlo hablar —atestiguan sus estudiantes de entonces— se percibía el fuego interior que animaba sus palabras, en contraste con una constitución física que parecía frágil.

Uno de los cimientos de la propuesta formativa de los círculos universitarios de la FUCI que él dirigía consistía en buscar la unidad espiritual de la personalidad de los jóvenes: "No compartimientos separados en el alma —decía—, por una parte la cultura, y por otra la fe; por un lado la escuela y por otro la Iglesia. La doctrina, como la vida, es única" (Idee=Forze, en Studium 24 [1928], p. 343). En otras palabras, para Montini eran esenciales la plena armonía y la integración entre la dimensión cultural y religiosa de la formación, con especial hincapié en el conocimiento de la doctrina cristiana, y las consecuencias prácticas en la vida. Precisamente por esto, desde el comienzo de su actividad, en el círculo romano de la FUCI, junto con un serio compromiso espiritual e intelectual, promovió para los universitarios iniciativas caritativas al servicio de los pobres, con la Conferencia de San Vicente. Nunca separaba la que más tarde definirá "caridad intelectual" de la presencia social, del hacerse cargo de las necesidades de los últimos. De este modo, se educaba a los estudiantes a descubrir la continuidad entre el riguroso deber del estudio y las misiones concretas entre los marginados. "Creemos —escribía— que el católico no es una persona atormentada por cien mil problemas aunque sean de orden espiritual... ¡No! El católico es quien tiene la fecundidad de la seguridad. Así, fiel a su fe, puede mirar al mundo no como a un abismo de perdición, sino como a un campo de mies" (La distanza dal mondo, en Azione Fucina, 10 de febrero de 1929, p. 1).

Giovanni Battista Montini insistía en la formación de los jóvenes, para que fueran capaces de entrar en relación con la modernidad, una relación difícil y a menudo crítica, pero siempre constructiva y dialogada. De la cultura moderna subrayaba algunas características negativas, tanto en el campo del conocimiento como en el de la acción, como el subjetivismo, el individualismo y la afirmación ilimitada del sujeto. Al mismo tiempo, sin embargo, consideraba necesario el diálogo, siempre a partir de una sólida formación doctrinal, cuyo principio unificador era la fe en Cristo; una "conciencia" cristiana madura, por tanto, capaz de confrontarse con todos, pero sin ceder a las modas del momento. Ya Romano Pontífice, a los rectores y decanos de las universidades de la Compañía de Jesús les dijo que "el mimetismo doctrinal y moral no está ciertamente conforme con el espíritu del Evangelio". "Por lo demás, los mismos que no comparten las posiciones de la Iglesia —añadió— nos piden una total claridad de posiciones para poder establecer un diálogo constructivo y leal". Por lo tanto, el pluralismo cultural y el respeto nunca deben "hacer perder de vista al cristiano su deber de servir a la verdad en la caridad, y de seguir la verdad de Cristo, la única que da la verdadera libertad" (cf. L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 31 de agosto de 1975, p. 4).

Según el Papa Montini hay que educar al joven a juzgar el ambiente en el que vive y actúa, a considerarse una persona y no un número en la masa: en una palabra, hay que ayudarle a tener un "pensamiento fuerte" capaz de una "acción fuerte", evitando el peligro que se puede correr de anteponer la acción al pensamiento y de hacer de la experiencia la fuente de la verdad. Al respecto afirmó: "La acción no puede ser luz por sí misma. Si no se quiere forzar al hombre a pensar cómo actúa, es preciso educarlo a actuar como piensa. En el mundo cristiano, donde el amor, la caridad tienen una importancia suprema, decisiva, tampoco se puede prescindir de la luz de la verdad, que al amor presenta sus finalidades y sus motivos" (Insegnamenti II, [1964], 194).

Queridos amigos, los años de la FUCI, difíciles por el contexto político de Italia, pero apasionantes para los jóvenes que reconocieron en el siervo de Dios a un guía y un educador, quedaron marcados en la personalidad de Pablo VI. En él, arzobispo de Milán y más tarde Sucesor del apóstol Pedro, nunca faltaron el anhelo y la preocupación por el tema de la educación. Lo confirman sus numerosas intervenciones dedicadas a las nuevas generaciones, en momentos borrascosos y atormentados, como el sesenta y ocho. Con valentía indicó el camino del encuentro con Cristo como experiencia educativa liberadora y única respuesta verdadera a los deseos y las aspiraciones de los jóvenes, víctimas de la ideología. "Vosotros, jóvenes de hoy —repetía—, algunas veces os dejáis fascinar por un conformismo que puede llegar a ser habitual, un conformismo que doblega inconscientemente vuestra libertad al dominio automático de corrientes externas de pensamiento, de opinión, de sentimiento, de acción, de moda; y, de ese modo, arrastrados por un gregarismo que os da la impresión de ser fuertes, a veces llegáis a ser rebeldes en grupo, en masa, a menudo sin saber por qué". "Pero —seguía afirmando— si tomáis conciencia de Cristo, y os adherís a él... seréis libres interiormente..., sabréis por qué y para quién vivir... Y, al mismo tiempo —algo maravilloso—, sentiréis que nace dentro de vosotros la ciencia de la amistad, de la socialidad, del amor. No seréis unos solitarios" (Insegnamenti VI, [1968], 117-118).

Pablo VI se definió a sí mismo "un amigo de los jóvenes": sabía reconocer y compartir su congoja cuando se debaten entre las ganas de vivir, la necesidad de tener certezas, el anhelo del amor y la sensación de desconcierto, la tentación del escepticismo y la experiencia de la desilusión. Había aprendido a comprender su espíritu y recordaba que la indiferencia agnóstica del pensamiento actual, el pesimismo crítico y la ideología materialista del progreso social no bastan al espíritu, abierto a horizontes bien distintos de verdad y de vida (cf. Ángelus del 7 de julio de 1974; L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de julio de 1974, p. 1). Hoy, como entonces, en las nuevas generaciones surge una ineludible pregunta de sentido, una búsqueda de relaciones humanas auténticas. Decía Pablo VI: "El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros (...) o si escucha a los maestros es porque son testigos" (Evangelii nuntiandi, 41). Este venerado predecesor mío fue maestro de vida y testigo valiente de esperanza, no siempre comprendido, más aún, muchas veces contestado y aislado por movimientos culturales dominantes entonces. Pero, sólido a pesar de ser frágil físicamente, guió sin titubeos a la Iglesia; nunca perdió la confianza en los jóvenes, invitándolos siempre, y no sólo a ellos, a confiar en Cristo y a seguirlo por el camino del Evangelio.

Queridos amigos, os agradezco una vez más que me hayáis dado la oportunidad de respirar aquí, en su pueblo natal y en estos lugares llenos de recuerdos de su familia y de su infancia, el clima en el que se formó el siervo de Dios Pablo VI, el Papa del concilio Vaticano II y del posconcilio. Aquí todo habla de la riqueza de su personalidad y de su vasta doctrina. Aquí se encuentran también recuerdos significativos de otros pastores y protagonistas de la historia de la Iglesia del siglo pasado, como por ejemplo el cardenal Bevilacqua, el obispo Carlo Manziana, monseñor Pasquale Macchi, su secretario personal de confianza, o el padre Paolo Caresana. Deseo de corazón que las nuevas generaciones perciban el amor de este Papa por los jóvenes y su invitación constante a encomendarse a Jesucristo, una invitación que retomó Juan Pablo II y que también yo quise renovar al comienzo de mi pontificado. Por esto aseguro mi oración y bendigo a todos los presentes, a vuestras familias, vuestro trabajo y las iniciativas del Instituto Pablo VI.



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