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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE RUMANÍA
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"


Viernes 12 de febrero de 2010

 

Venerados hermanos en el episcopado:

Es para mi motivo de gran alegría encontrarme con vosotros en el transcurso de la visita ad limina, escucharos y reflexionar juntos sobre el camino del pueblo de Dios confiado a vosotros. Os saludo con afecto a cada uno y agradezco, en particular, a monseñor Ioan Robu las cordiales palabras que me ha dirigido en nombre de todos. Dirijo un pensamiento especial a Su Beatitud Lucian Muresan, arzobispo mayor de la Iglesia greco-católica rumana. Vosotros sois pastores de comunidades de ritos diversos, que ponen las riquezas de su larga tradición al servicio de la comunión, por el bien de todos. En vosotros saludo a las comunidades cristianas de Rumanía y de la República de Moldavia, tan duramente probadas en el pasado, y rindo homenaje a los obispos e innumerables sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles que, en el tiempo de la persecución, mostraron una inquebrantable fidelidad a Cristo y a su Iglesia, y conservaron intacta su fe.

A vosotros, queridos hermanos en el episcopado, deseo expresaros mi agradecimiento por vuestro generoso compromiso al servicio del renacimiento y del desarrollo de la comunidad católica en vuestros países, y os exhorto a seguir siendo pastores celosos del rebaño de Cristo, en la pertenencia a la única Iglesia y en el respeto de las distintas tradiciones rituales. Conservar y transmitir el patrimonio de la fe es una tarea de toda la Iglesia, pero particularmente de los obispos (cf. Lumen gentium, 25). El campo de vuestro ministerio es vasto y exigente. En efecto, se trata de proponer a los fieles un itinerario de fe cristiana madura y responsable, especialmente a través de la enseñanza de la religión, la catequesis, también de adultos, y la preparación a los sacramentos. En este ámbito es preciso fomentar un conocimiento mayor de la Sagrada Escritura, del Catecismo de la Iglesia católica y de los documentos del Magisterio, especialmente del concilio ecuménico Vaticano II y de las encíclicas papales. Es un programa difícil, que requiere la elaboración común de planes pastorales dirigidos al bonum animarum de todos los católicos de los diversos ritos y etnias. Esto exige testimonio de unidad, diálogo sincero y colaboración activa, sin olvidar que la unidad es primariamente fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5, 22), que guía a la Iglesia.

En este Año sacerdotal os exhorto a ser siempre auténticos padres de vuestros presbíteros, primeros y valiosos colaboradores en la viña del Señor (cf. Christus Dominus, 16.28); con ellos existe un vínculo ante todo sacramental, que con título único los hace partícipes de la misión pastoral encomendada a los obispos. Esforzaos por cuidar la comunión entre vosotros y con ellos en un clima de afecto, de atención y de diálogo respetuoso y fraterno; interesaos por su situación espiritual y material, por su necesaria actualización teológica y pastoral. En vuestras diócesis no faltan institutos religiosos comprometidos en la pastoral. Poned cuidado especial en prestarles la debida atención y proporcionarles toda ayuda posible para que su presencia sea cada vez más significativa y los consagrados puedan llevar a cabo su apostolado según el propio carisma y en plena comunión con la Iglesia particular.

Dios no deja de llamar a hombres y mujeres a su servicio: de esto debemos estar agradecidos al Señor, intensificando la oración para que siga enviando obreros a su mies (cf. Mt 9, 37). Los obispos tienen la tarea primordial de promover la pastoral vocacional y la formación humana, espiritual e intelectual de los candidatos al sacerdocio en los seminarios y en los demás centros de formación (cf. Optatam totius, 2.4), garantizándoles la posibilidad de adquirir una profunda espiritualidad y una rigurosa preparación filosófico-teológica y pastoral, también mediante la elección atenta de los educadores y de los docentes. Hay que poner un cuidado análogo en la formación de los miembros de los institutos de vida consagrada, especialmente de los femeninos.

El florecimiento de vocaciones sacerdotales y religiosas depende en buena parte de la salud moral y religiosa de las familias cristianas. Por desgracia, en nuestro tiempo no son pocas las amenazas que se ciernen sobre la institución familiar en una sociedad secularizada y desorientada. Las familias católicas de vuestros países, que durante el tiempo de la prueba han dado testimonio, a veces a caro precio, de fidelidad al Evangelio, no son inmunes a las plagas del aborto, la corrupción, el alcoholismo y la droga, como tampoco al control de los nacimientos mediante métodos contrarios a la dignidad de la persona humana. Para combatir estos desafíos, es necesario promover consultorios parroquiales que aseguren una preparación adecuada a la vida conyugal y familiar, además de organizar mejor la pastoral juvenil. Es necesario, sobre todo, un compromiso decidido para favorecer la presencia de los valores cristianos en la sociedad, desarrollando centros de formación donde los jóvenes puedan conocer los valores auténticos, enriquecidos por el genio cultural de vuestros países, para poder testimoniarlos en los ambientes donde viven. La Iglesia quiere dar su contribución determinante a la construcción de una sociedad reconciliada y solidaria, capaz de hacer frente al actual proceso de secularización. La transformación del sistema industrial y agrícola, la crisis económica y la emigración al extranjero no han favorecido la conservación de los valores tradicionales, y por ello es preciso volver a proponerlos y reforzarlos.

En este contexto resulta particularmente importante el testimonio de fraternidad entre católicos y ortodoxos, que debe prevalecer sobre las divisiones y las divergencias, abriendo los corazones a la reconciliación. Soy consciente de las dificultades que deben afrontar, en este ámbito, las comunidades católicas; espero que se encuentren soluciones adecuadas, con el espíritu de justicia y caridad que debe animar las relaciones entre hermanos en Cristo. En mayo de 2009 recordasteis el décimo aniversario de la histórica visita que el venerable Papa Juan Pablo II realizó a Rumanía. En aquella ocasión, la Providencia divina ofreció al Sucesor de Pedro la posibilidad de realizar un viaje apostólico a una nación de mayoría ortodoxa, donde desde hace siglos está presente una significativa comunidad católica. Que el deseo de unidad suscitado por esa visita alimente la oración y el compromiso de dialogar en la caridad y en la verdad y de promover iniciativas comunes. Un ámbito de colaboración hoy particularmente importante entre ortodoxos y católicos atañe a la defensa de las raíces cristianas de Europa y de los valores cristianos, y al testimonio común en temas como la familia, la bioética, los derechos humanos, la honradez en la vida pública y la ecología. El compromiso unitario sobre estos temas dará una importante contribución al crecimiento moral y civil de la sociedad. Un diálogo constructivo entre ortodoxos y católicos será seguramente fermento de unidad y de concordia no sólo para vuestros países, sino también para toda Europa.

Al final de nuestro encuentro, mi pensamiento se dirige a vuestras comunidades. Llevad a los sacerdotes, a los religiosos, a las religiosas, a todos los fieles de Rumanía y de la República de Moldavia mis saludos y mi aliento, asegurando mi afecto y mi oración. A la vez que invoco la intercesión de la Madre de Dios y de los santos de vuestras tierras, imparto de corazón mi bendición a vosotros y a todos los miembros del pueblo de Dios encomendados a vuestra solicitud pastoral.



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