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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS OBISPOS DE RECIENTE NOMBRAMIENTO
PARTICIPANTES EN UN CURSO PROMOVIDO POR LA
CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS

Palacio pontificio de Castelgandolfo
Sábado 11 de septiembre de 2010

 

Queridos hermanos en el episcopado:

Me alegra acogeros, y os saludo con gran afecto, con ocasión del curso de actualización que la Congregación para la evangelización de los pueblos ha organizado para vosotros, los obispos recién nombrados. Estas jornadas de reflexión en Roma para profundizar en las tareas de vuestro ministerio y renovar la profesión de vuestra fe ante la tumba de san Pedro son también una experiencia singular de la colegialidad, fundada en la ordenación episcopal y en la comunión jerárquica. Que esta experiencia de fraternidad, de oración y de estudio en la Sede apostólica aumente en cada uno de vosotros la comunión con el Sucesor de Pedro y con vuestros hermanos, con quienes compartís la solicitud por toda la Iglesia. Agradezco al cardenal Ivan Dias sus cordiales palabras, y doy las gracias al secretario y al secretario adjunto que, junto a los colaboradores del dicasterio, han organizado este simposio.

En vosotros, queridos hermanos, llamados desde hace poco al ministerio episcopal, la Iglesia pone no pocas esperanzas, y os sigue con la oración y con el afecto. También yo quiero aseguraros mi cercanía espiritual en vuestro servicio cotidiano al Evangelio. Conozco los desafíos que debéis afrontar, especialmente en las comunidades cristianas que viven su fe en contextos nada fáciles, donde, además de varias formas de pobreza, a veces se verifican formas de persecución a causa de la fe cristiana. A vosotros os corresponde la tarea de alimentar su esperanza, de compartir sus dificultades, inspirándoos en la caridad de Cristo que consiste en la atención, ternura, compasión, acogida, disponibilidad e interés por los problemas de la gente, por la cual estamos dispuestos a dar la vida (cf. Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada mundial de las misiones de 2008, n. 2).

En cada una de vuestras tareas os sostiene el Espíritu Santo, que en la ordenación os configuró a Cristo, sumo y eterno Sacerdote. De hecho, el ministerio episcopal sólo se comprende a partir de Cristo, la fuente del único y supremo sacerdocio, del que el obispo es partícipe. Por tanto, este «se esforzará en adoptar un estilo de vida que imite la kénosis de Cristo siervo, pobre y humilde, de manera que el ejercicio de su ministerio pastoral sea un reflejo coherente de Jesús, Siervo de Dios, y lo lleve a ser, como él, cercano a todos, desde el más grande al más pequeño» (Juan Pablo II, Pastores gregis, 11). Pero, para imitar a Cristo, es preciso dedicar un tiempo adecuado a «estar con él» y contemplarle en la intimidad orante del coloquio de corazón a corazón. El pastor está llamado ante todo a estar con frecuencia en la presencia de Dios, a ser hombre de oración y de adoración. A través de la oración, como dice la carta a los Hebreos (cf. 9, 11-14), se convierte en víctima y altar, para la salvación del mundo. La vida del obispo debe ser una oblación continua a Dios para la salvación de su Iglesia, y especialmente para la salvación de las almas que se le han encomendado.

Esta oblatividad pastoral constituye también la verdadera dignidad del obispo: le deriva de hacerse siervo de todos, hasta dar la propia vida. De hecho, el episcopado, ―como el presbiterado, nunca hay que malinterpretarlo según categorías mundanas. Es un servicio de amor. El obispo está llamado a servir a la Iglesia con el estilo del Dios hecho hombre, convirtiéndose cada vez más plenamente en siervo del Señor y en siervo de la humanidad. Sobre todo es servidor y ministro de la Palabra de Dios, la cual es también su verdadera fuerza. El deber primario del anuncio, acompañado de la celebración de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, brota de la misión recibida, como subraya la exhortación apostólica Pastores gregis: «Aunque el deber de anunciar el Evangelio es propio de toda la Iglesia y de cada uno de sus hijos, lo es por un título especial de los obispos que, en el día de la sagrada ordenación, la cual los introduce en la sucesión apostólica, asumen como compromiso principal predicar el Evangelio a los hombres y hacerlo invitándolos a creer por la fuerza del Espíritu y confirmándolos en la fe viva» (n. 26). De esta Palabra de salvación el obispo debe alimentarse abundantemente, poniéndose siempre a su escucha, como dice san Agustín: «Aunque seamos pastores, el pastor escucha con temblor no sólo lo que va dirigido a los pastores, sino también lo que va dirigido al rebaño» (Sermón 47, 2). Al mismo tiempo, la acogida y el fruto de la proclamación de la Buena Nueva están estrechamente vinculados a la calidad de la fe y de la oración. Los que están llamados al ministerio de la predicación deben creer en la fuerza de Dios que brota de los sacramentos y que los acompaña en la tarea de santificar, gobernar y anunciar; deben creer y vivir cuanto anuncian y celebran. Al respecto, resultan actuales las palabras del siervo de Dios Pablo VI: «Hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación» (Evangelii nuntiandi, 76).

Sé que las comunidades que os han sido encomendadas se encuentran, por decirlo así, en las «fronteras» religiosas, antropológicas y sociales, y, en muchos casos, son presencia minoritaria. En estos contextos la misión de un obispo es particularmente ardua; pero precisamente en esas circunstancias el Evangelio puede mostrar, a través de vuestro ministerio, todo su poder salvífico. No debéis caer en el pesimismo y el desaliento, porque es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia y le da, con su poderoso soplo, la valentía de perseverar y de buscar nuevos métodos de evangelización, para llegar a ámbitos hasta ahora inexplorados. La verdad cristiana es atractiva y persuasiva precisamente porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, anunciando de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue al comienzo del cristianismo, cuando se llevó a cabo la primera gran expansión misionera del Evangelio.

Queridos hermanos en el episcopado, en el poder del Espíritu Santo encontraréis la sabiduría y la fuerza para hacer que vuestras Iglesias sean testigos de salvación y de paz. Él os guiará por los caminos de vuestro ministerio episcopal, que encomiendo a la intercesión materna de María santísima, reina de los Apóstoles. Por mi parte, os acompaño con la oración y con una afectuosa bendición apostólica, que os imparto a cada uno de vosotros y a todos los fieles de vuestras comunidades.

En las comunidades cristianas a veces hay persecución por la fe Os corresponde alimentar su esperanza compartir sus dificultades según la caridad de Cristo dispuestos a dar la vida



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