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PALABRAS DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
AL FINAL DEL CONCIERTO OFRECIDO EN SU HONOR
POR EL CARD. DOMENICO BARTOLUCCI

Patio del palacio pontificio de Castelgandolfo
Miércoles 31 de agosto de 2001

 

Señores cardenales,
venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos amigos:

Esta tarde nos hemos sumergido en la música sacra, una música que, de un modo muy peculiar, nace de la fe y es capaz de expresar y comunicar la fe. Por eso, doy las gracias a los que la han ejecutado espléndidamente: a las dos sopranos, al barítono, al maestro Baiocchi, al «Rossini Chamber Choir» de Pésaro y a la Orquesta Filarmónica Marquisana, así como a los organizadores y a las autoridades que han hecho posible el concierto. En medio de las actividades diarias, nos habéis ofrecido un momento de meditación y de oración, haciéndonos intuir las armonías del Cielo. Un gracias afectuoso y especial al autor de las piezas que hemos escuchado, el maestro cardenal Domenico Bartolucci. Gracias, eminencia, por haberme agasajado con este concierto y por haber compuesto, para esta ocasión, la pieza «Benedictus», dedicada a mí como oración y acción de gracias al Señor por mi ministerio.

El maestro cardenal Bartolucci no necesita presentaciones. Sólo quiero aludir a tres aspectos de su vida que —además de su notable espíritu florentino— lo caracterizan de modo evidente, es decir: la fe, el sacerdocio y la música.

Querido cardenal Bartolucci, la fe es la luz que ha orientado y guiado siempre su vida, que ha abierto su corazón para responder con generosidad a la llamada del Señor; y de ella ha brotado también su modo de componer. Ciertamente, usted ha tenido una sólida formación musical recibida en la Catedral florentina, en el Conservatorio de Florencia, en el Instituto pontificio de música sacra, con grandes profesores, entre los cuales Vito Frazzi, Raffaele Casimiri e Ildebrando Pizzetti. Pero la música es para usted un lenguaje privilegiado para comunicar la fe de la Iglesia y para ayudar al camino de fe de quien escucha sus obras. Usted ha ejercido su ministerio sacerdotal también a través de la música. Su modo de componer se inserta en la senda de los grandes autores de música sacra, en particular de la Capilla Sixtina, de la que fue durante muchos años director: la valorización del precioso tesoro que es el canto gregoriano y el uso sabio de la polifonía, fiel a la tradición, pero abierto también a nuevas sonoridades.

Querido maestro, esta tarde, con su música, nos ha impulsado a dirigir el espíritu a María con una oración muy arraigada en la tradición cristiana, pero también nos ha hecho remontarnos al inicio de nuestro camino de fe, a la liturgia del Bautismo, al momento en que llegamos a ser cristianos: una invitación a beber siempre la única agua que apaga la sed, el Dios vivo, y a comprometernos cada día a rechazar el mal y a renovar nuestra fe, reafirmando «Credo».

«Christus circumdedit me», Cristo me ha envuelto y me envuelve: este motete resume su vida, su ministerio y su música, querido señor cardenal. Le renuevo, por tanto, mi gratitud a usted, a las dos sopranos, al barítono, al director y a los miembros del coro y de la orquesta, y de buen grado les imparto mi bendición apostólica. Gracias.



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