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DISCURSO DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
A LOS NUEVOS OBISPOS DE LOS TERRITORIOS DE MISIÓN,
QUE PARTICIPAN EN UN CURSO ORGANIZADO POR LA
CONGREGACIÓN PARA LA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS


Sala de los Suizos del Palacio pontificio de Castelgandolfo
Viernes 7 de septiembre de 2012

 

Queridos hermanos:

Me alegra encontrarme con vosotros, reunidos en Roma para el curso de formación de los obispos nombrados recientemente, organizado por la Congregación para la evangelización de los pueblos. Saludo cordialmente al cardenal Fernando Filoni, prefecto del dicasterio, y le agradezco las amables palabras que me ha dirigido también en vuestro nombre. Saludo a monseñor Savio Hon Tai-Fai y a monseñor Protase Rugambwa, respectivamente secretario y secretario adjunto de la Congregación; a ellos y a cuantos contribuyen a la realización del seminario les expreso mi agradecimiento. Este curso tiene lugar en la proximidad del Año de la fe, un don precioso del Señor a su Iglesia para ayudar a los bautizados a tomar conciencia de su fe y a comunicarla a cuantos aún no han experimentado su belleza.

Todas las comunidades de las que sois pastores en África, Asia, América Latina y Oceanía, aun en situaciones diferentes, están comprometidas en la primera evangelización y en la obra de consolidación de la fe. Percibís sus alegrías y esperanzas, así como también sus heridas y preocupaciones, a semejanza del apóstol san Pablo, que escribía: «Ahora me alegro de mis sufrimientos por vosotros: así completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). Y agregaba: «Por este motivo lucho denodadamente con su fuerza, que actúa poderosamente en mí» (v. 29). Que en vuestro corazón esté siempre firme la confianza en el Señor; la Iglesia es suya, y es él quien la guía tanto en los momentos difíciles como en los de serenidad. Casi todas vuestras comunidades han sido fundadas recientemente, y presentan los valores y las debilidades vinculadas a su breve historia. Muestran una fe participada y gozosa, viva y creativa, pero a menudo aún no arraigada. En ellas, el entusiasmo y el celo apostólico se alternan con momentos de inestabilidad e incoherencia. Emergen de vez en cuando desavenencias y deserciones. Sin embargo, son Iglesias que van madurando gracias a la acción pastoral, pero también gracias al don de la communio sanctorum, que permite una verdadera ósmosis de gracia entre las Iglesias de antigua tradición y las de reciente formación, así como, antes aún, entre la Iglesia celestial y la Iglesia peregrina. Desde hace algún tiempo se registra una disminución de misioneros, aunque equilibrada por el aumento del clero diocesano y religioso. El incremento del número de sacerdotes nativos da lugar también a una nueva forma de cooperación misionera: algunas Iglesias jóvenes han comenzado a enviar sus presbíteros a Iglesias hermanas desprovistas de clero en el mismo país o en naciones del mismo continente. Se trata de una comunión que siempre debe animar la acción evangelizadora.

Las Iglesias jóvenes constituyen, por lo tanto, un signo de esperanza para el futuro de la Iglesia universal. En este contexto, queridos hermanos, os animo a no ahorrar fuerza y valentía con vistas a una solícita obra pastoral, conscientes del don de gracia que ha sido sembrado en vosotros en la ordenación episcopal, y que se puede resumir en los tria munera de enseñar, santificar y gobernar. Cuidad con empeño la missio ad gentes, la inculturación de la fe, la formación de los candidatos al sacerdocio, la atención al clero diocesano, a los religiosos, a las religiosas y a los laicos. La Iglesia nace de la misión y crece con la misión. Haced vuestro el llamamiento interior del Apóstol de los gentiles: «Caritas Christi urget nos» (2 Co 5, 14). Una correcta inculturación de la fe os ayudará a encarnar el Evangelio en las culturas de los pueblos y a asumir lo bueno que hay en ellas. Se trata de un proceso largo y difícil que de ninguna manera debe comprometer la especificidad y la integridad de la fe cristiana (cf. enc. Redemptoris missio, 52). La misión requiere pastores configurados con Cristo por la santidad de vida, prudentes y clarividentes, dispuestos a entregarse generosamente por el Evangelio y a llevar en el corazón la solicitud por todas las Iglesias.

Vigilad al rebaño, prestando una atención especial a los sacerdotes. Guiadlos con el ejemplo, vivid en comunión con ellos, estad disponibles para escucharlos y acogerlos con benevolencia paterna, valorando sus diversas capacidades. Esforzaos por asegurar a vuestros sacerdotes encuentros de formación específicos y periódicos. Haced que la Eucaristía sea siempre el corazón de su existencia y la razón de ser de su ministerio. Tened una mirada de fe sobre el mundo de hoy, para comprenderlo en profundidad, y un corazón generoso, dispuesto a entrar en comunión con las mujeres y los hombres de nuestro tiempo. No descuidéis vuestra primera responsabilidad de hombres de Dios, llamados a la oración y al servicio de su Palabra en beneficio del rebaño. Que de vosotros se pueda también decir lo que el sacerdote Onías afirmó del profeta Jeremías: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo y por la ciudad santa» (2 Mac 15, 14). Tened la mirada fija en Jesús, el Pastor de los pastores: el mundo de hoy necesita personas que hablen a Dios, para poder hablar de Dios. Sólo así la Palabra de salvación dará fruto (cf. Discurso al Consejo pontificio para la promoción de la nueva evangelización, 15 de octubre de 2011).

Queridos hermanos, vuestras Iglesias conocen bien el contexto de inestabilidad que influye de modo preocupante en la vida cotidiana de la gente. Las emergencias alimentarias, sanitarias y educativas interrogan a las comunidades eclesiales y las implican de modo directo. Es más, su atención y su obra son apreciadas y alabadas. A las calamidades naturales se suman discriminaciones culturales y religiosas, intolerancias y partidismos, fruto de fundamentalismos que revelan visiones antropológicas equivocadas y que llevan a subestimar, o incluso a no reconocer el derecho a la libertad religiosa, el respeto de los más débiles, sobre todo de los niños, las mujeres y las personas con discapacidad. Pesan, por último, los contrastes que han vuelto a surgir entre las etnias y las castas, causando violencias injustificables. Confiad en el Evangelio, en su fuerza renovadora, en su capacidad de despertar las conciencias y de provocar desde dentro el rescate de las personas y la creación de una nueva fraternidad. La difusión de la Palabra del Señor hace florecer el don de la reconciliación y favorece la unidad de los pueblos.

En el mensaje para la próxima Jornada mundial de las misiones quise recordar que la fe es un don que se ha de acoger en el corazón y en la vida, y por el que siempre se ha de dar gracias al Señor. Pero la fe es un don para ser compartido; un talento que se nos entrega para que dé fruto; una luz que no puede permanecer oculta. La fe es el don más importante que nos ha sido dado en la vida: no podemos guardarlo sólo para nosotros. «Todos... tienen el derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo», dice Juan Pablo II en la encíclica Redemptoris missio (11). El siervo de Dios Pablo VI, reafirmando la prioridad de la evangelización, afirmaba: «Los hombres podrán salvarse por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, si nosotros no les anunciamos el Evangelio; pero ¿podremos nosotros salvarnos si, por negligencia, por miedo, por vergüenza o por ideas falsas omitimos anunciarlo?» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 80). Que este interrogante resuene en nuestro corazón como llamada a sentir la prioridad absoluta de la tarea de la evangelización. Queridos hermanos, os encomiendo a vosotros y a vuestras comunidades a María santísima, primera discípula del Señor y primera evangelizadora, al dar al mundo el Verbo de Dios hecho carne. Que ella, la Estrella de la evangelización, oriente siempre vuestros pasos. En este sentido os imparto la bendición apostólica.



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