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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

Los mártires de nuestros pecados

Viernes
31 de enero de 2014

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 6, viernes 7 de febrero de 2014

 

Liberarse del peligro de ser cristianos «demasiado seguros», de perder el «sentido del pecado», seducidos por «una visión antropológica superpotente» y mundana capaz de impulsar al hombre a considerar que puede hacer todo por sí mismo. Esta es la exhortación que el Papa Francisco hizo durante la misa del viernes 31 de enero, refiriéndose al episodio bíblico de la tentación de David, quien, enamorado de Betsabé, esposa de su fiel soldado Urías, la tomó consigo y mandó a su marido a combatir, provocándole la muerte. La pérdida del sentido del pecado, dijo el Pontífice, es signo de cómo disminuye el significado del reino de Dios. Hace olvidar que la salvación viene de él «y no de la astucia» de los hombres.

Partiendo de la liturgia del día, el Papa centró su homilía en el reino de Dios. El pasaje de Marcos (4, 26-34), dijo el Pontífice, «nos habla del reino de Dios», de cómo crece. En realidad, se lee en el Evangelio, «ni siquiera el sembrador sabe» cómo sucede esto. Pero en otro pasaje, explicó, Jesús dice que es precisamente Dios quien hace crecer su reino en nosotros. «Y este crecimiento —precisó— es un don de Dios que debemos pedir». Y lo pedimos cada día cuando rezamos «el Padrenuestro: venga tu reino». Es una invocación, observó, que «quiere decir: que crezca tu reino dentro de nosotros, en la sociedad. Que crezca el reino de Dios».

Pero «así como el reino de Dios crece —advirtió—, así también puede disminuir». Y «de esto nos habla la primera lectura», tomada del segundo libro de Samuel (11, 1-4a. 5-10a. 13-17), que narra la tentación de David. Para explicar el pasaje, el Papa Francisco se remitió a las lecturas del día anterior, en particular a la «hermosa oración de David al Señor: la oración por su pueblo». «El rey reza por su pueblo, es la oración de un santo». Pero al año siguiente, destacó, «sucedió lo que acabamos de escuchar» en el segundo libro de Samuel: precisamente la tentación de David. Y esto fue lo que alteró a un reino que, a fin de cuentas, era tranquilo a pesar de pequeñas guerras por el control de los confines. También «David estaba tranquilo», llevaba «una vida normal». Pero un día, «después del almuerzo, durmió la siesta, se levantó, dio un paseo y se le presentó una tentación. Y David cayó en tentación» al ver a Betsabé, la esposa de Urías.

«A todos nosotros —comentó el Papa— nos puede suceder lo mismo», porque «todos somos pecadores y todos somos tentados. Y la tentación es el pan nuestro de cada día». Hasta tal punto que, observó, «si alguno de nosotros dijera: jamás he tenido tentaciones», la respuesta justa sería: «o eres un ángel o eres un tonto». En efecto, «es normal la lucha en la vida: el diablo no está tranquilo, y quiere su victoria».

En realidad, «el problema más grave de este pasaje —precisó— no es tanto la tentación o el pecado contra el noveno mandamiento, sino más bien cómo actuó David». En efecto, en aquella circunstancia perdió la conciencia del pecado y habló sencillamente de «un problema» por resolver. Y su actitud «era un signo», porque «cuando el reino de Dios disminuye, uno de los signos es la pérdida del sentido del pecado». David, explicó el Papa, cometió «un grave pecado» y, sin embargo, «no lo sintió» como tal. Para él era sólo un «problema». Por eso, «no pensó en pedir perdón». Solo se preocupó por resolver un problema —después de su relación con Betsabé, la mujer quedó embarazada—, y se preguntó: «¿Cómo hago para cubrir el adulterio?».

Así, elaboró una estrategia y la aplicó de modo tal que indujo a Urías a pensar que el hijo que esperaba su mujer era efectivamente suyo. Urías, explicó el Pontífice, «era un buen israelita, pensaba en sus compañeros y no quería festejar mientras el ejército de Israel luchaba». Pero David, tras inútilmente intentar convencerlo «con un banquete, con vino», como «hombre resuelto, hombre de gobierno, tomó una decisión»: escribió una carta a Joab, el capitán del ejército, ordenándole que mandara a Urías al lugar más reñido de la batalla, para que muriera. «Y así sucedió. Urías pereció. Y pereció porque lo pusieron precisamente allí para que muriera»: se trató de «un homicidio».

Sin embargo, «cuando el rey David supo cómo había terminado la historia, permaneció tranquilo y continuó su vida». ¿La razón? David «había perdido el sentido del pecado, y en aquel momento el reino de Dios comenzaba a disminuir» en su horizonte. Lo demuestra el hecho de que David no «hizo referencia a Dios», no dijo: «Señor, mira qué hice: ¿cómo hacemos?». En él, en cambio, predominó «esta visión antropológica superpotente: ¡yo puedo hacer todo!». Es la actitud de la «mundanidad».

El Pontífice dijo que lo mismo «puede sucedernos a nosotros cuando perdemos el sentido del reino de Dios y, en consecuencia, el sentido del pecado». Al respecto, recordó las palabras de Pío XII: «en la pérdida del sentido del pecado consiste el mal de esta civilización: se puede todo, resolvemos todo. La potencia del hombre en lugar de la gloria de Dios».

Este modo de pensar, afirmó el Papa, «es el pan de cada día». De ahí nuestra «oración de todos los días a Dios: venga tu reino, crezca tu reino». Porque «la salvación no vendrá de nuestra habilidad, de nuestra astucia, de nuestra inteligencia en hacer negocios». No, «la salvación vendrá por la gracia de Dios y del ejercicio diario que hacemos de esta gracia», es decir, «la vida cristiana».

El Papa Francisco enumeró luego «los numerosos personajes» nombrados en el pasaje bíblico: David, Betsabé, Joab, pero también a «los cortesanos», que estaban alrededor de David y «sabían todo: un verdadero escándalo, pero no se escandalizaban», porque también ellos habían «perdido el sentido del pecado». Y estaba «el pobre Urías, quien pagó la cuenta del banquete».

Precisamente la figura de Urías suscitó la reflexión conclusiva del Santo Padre: «Os confieso que cuando veo estas injusticias, esta soberbia humana», o «cuando advierto el peligro, que yo mismo» puedo correr «de perder el sentido del pecado —admitió—, creo que hace bien pensar en los numerosos Urías de la historia, en los numerosos Urías que también hoy sufren nuestra mediocridad cristiana». Una mediocridad cristiana que predomina cuando «perdemos el sentido del pecado y dejamos que el reino de Dios caiga».

Las personas como Urías, dijo, «son los mártires no reconocidos de nuestros pecados». Así, añadió el Papa, «nos hará bien hoy rezar por nosotros, para que el Señor nos dé siempre la gracia de no perder el sentido del pecado y para que el reino no disminuya en nosotros». Y concluyó invitando «también a llevar una flor espiritual a la tumba de esos Urías contemporáneos que pagan la cuenta del banquete de los seguros, de los cristianos que se sienten seguros y que, sin querer o queriendo, matan al prójimo».



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