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PAPA FRANCISCO

MISAS MATUTINAS EN LA CAPILLA
DE LA DOMUS SANCTAE MARTHAE

Quien disminuye y quien crece

Viernes 9 de mayo de 2014

 

Fuente: L’Osservatore Romano, ed. sem. en lengua española, n. 21, viernes 23 de mayo de 2014

 

El testimonio de san Juan Pablo II, como el de «tantos grandes santos» en la historia de la Iglesia, muestra que la regla de la santidad es «disminuir para que el Señor crezca». Y «todos hemos visto los últimos días de san Juan Pablo II: allí no podía hablar, el gran atleta de Dios, el gran guerrero de Dios, termina así. Aniquilado por la enfermedad. Humillado como Jesús». Recordando el testimonio del Papa Wojtyła —canonizado el pasado 27 de abril junto con Juan XXIII—, el Pontífice trazó el perfil de la santidad en la homilía de la misa celebrada el viernes 9 de mayo, por la mañana, en la capilla de la Casa Santa Marta. Los santos, dijo, no son héroes, sino mujeres y hombres que viven la cruz en la cotidianidad: son personas elegidas por Dios precisamente para mostrar que la Iglesia es santa, aun estando formada por pecadores.

«La Iglesia es santa»: partiendo de esta verdad el Papa Francisco comenzó su homilía. Y formuló en seguida una pregunta: ¿cómo puede ser santa la Iglesia, si dentro de ella estamos todos nosotros que somos pecadores? En efecto, afirmó, «nosotros somos pecadores, pero la Iglesia es santa, es la esposa de Jesucristo, y Él la ama, la santifica: la santifica cada día con su sacrifico eucarístico, porque la ama mucho». Por eso, «nosotros somos pecadores, pero en una Iglesia santa».

Precisamente mediante «esta pertenencia a la Iglesia también nosotros nos santificamos: somos hijos de la Iglesia y la madre Iglesia nos santifica con su amor, con los sacramentos de su Esposo». En la práctica, prosiguió el obispo de Roma, «esta es la santidad diaria, esta es la santidad de todos nosotros. Hasta tal punto que en los Hechos de los apóstoles, cuando se hablaba de los cristianos, se decía “el pueblo de los santos”». También san Pablo «habla a los santos: a nosotros, pecadores pero hijos de la Iglesia santa, santificada por el cuerpo y la sangre de Jesús, como hemos oído ahora en el Evangelio» de Juan (6, 52-59).

«En esta Iglesia santa —afirmó el Papa Francisco— el Señor elige a algunas personas para mostrar mejor la santidad, para mostrar que es Él quien santifica; que nadie se santifica a sí mismo; que no hay un curso para llegar a ser santo; que ser santo no es hacerse faquir» o algo parecido. Más bien, «la santidad es un don de Jesús a su Iglesia; y para manifestarlo, elige a personas» en las que «se ve claramente su trabajo para santificar».

Al respecto, la liturgia del día presenta «la santificación de Saulo, de Pablo», narrada en los Hechos de los apóstoles (9, 1-20). No se trata de un caso aislado, porque en el Evangelio hay muchas figuras de santidad. Por ejemplo, prosiguió el Papa, «está Magdalena: san Marcos, en su evangelio, dice que Jesús había expulsado de ella siete demonios», y así «la santifica: ¡de lo peor a la santidad!». También «está Mateo, que era un traidor de su pueblo y tomaba dinero para dárselo a los romanos»; pero «el Señor lo saca de su negocio» y lo lleva consigo adelante. Y también «está Zaqueo, que quiere ver a Jesús. Y Él lo llama —“ven conmigo, ¡ven!”— y lo santifica».

«Pero, ¿por qué el Señor, en la historia de la Iglesia, elige a estas personas?», se preguntó el Pontífice, recordando que en dos mil años de cristianismo «hay tantos santos, reconocidos como santos por la Iglesia». El Señor elige a estas personas —fue su respuesta— para que den testimonio más claro de la primera regla de la santidad: es necesario que Cristo crezca y nosotros disminuyamos. En definitiva, se necesita «nuestra humillación para que el Señor crezca».

En esta perspectiva, el Señor «elige a Saulo, enemigo de la Iglesia», como narran los Hechos de los apóstoles: Saulo, profiriendo todavía amenazas contra los discípulos del Señor, «se presentó al sumo sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que lo autorizara a llevar encadenados a Jerusalén a todos los que hubiera encontrado, hombres y mujeres, pertenecientes a este Camino».

Palabras fuertes, que muestran cuánto Saulo odiaba y perseguía a la Iglesia: un odio que, observó el obispo de Roma, «hemos visto» también «en la lapidación de Esteban», en la que, por lo demás, Saulo estuvo presente. Cegado por ese odio, «va a pedir la autorización» para perseguir a los cristianos. «Pero el Señor lo espera: lo espera y le hace sentir su poder», observó el Papa. Y Saulo «se queda ciego y obedece» cuando, en el camino de Damasco, el Señor le dice: «Levántate, entra en la ciudad y se te dirá lo que debes hacer».

Así, «de hombre que tenía todo claro, que sabía qué debía hacer contra esa secta de los cristianos, se transforma en un niño y obedece: se levanta, va y espera». Pero Saulo «no espera con el móvil en la mano», diciendo: «Pero ven…, qué debo hacer…, pero dime…, pero estoy esperando desde hace dos días…». En cambio, «espera como era él: rezando y ayunando. Su corazón había cambiado».

El relato de los Hechos presenta, luego, al discípulo Ananías, que bautiza a Pablo. Y así, finalmente, «Pablo se levanta, toma alimento y va a las sinagogas a anunciar que Jesús es el Hijo de Dios». Su vida se convierte en «otra vida». Al llegar a este punto, el Papa remarcó la diferencia entre los héroes y los santos, repitiendo las palabras que el Señor dijo a Ananías: «Anda, ve; que ese hombre es un instrumento elegido por mí para llevar mi nombre a pueblos y reyes, y a los hijos de Israel».

Por tanto, explicó el Pontífice, «la diferencia entre los héroes y los santos es el testimonio, la imitación de Jesucristo: ir por el camino de Jesucristo». Por eso, «Pablo predica el Evangelio, es perseguido, es golpeado, es juzgado, y termina su vida con un grupúsculo de amigos en Roma, víctima de sus discípulos». Así, Pablo «disminuye, disminuye, disminuye», precisamente según la regla de la santidad. Y al respecto, el Papa también volvió a proponer la figura de Juan Bautista, «el hombre más grande nacido de mujer, que acaba en la cárcel por el capricho de una bailarina y el odio de una adúltera».

Por consiguiente, «Pablo termina de manera común. Seguramente durante la mañana fueron tres, cuatro o cinco soldados a donde él estaba», y le ordenaron: «¡Ven con nosotros!». Después, «lo llevaron y le cortaron la cabeza. Simplemente». Pablo, «el grande, el que había ido por todo el mundo, termina así». Y «esta —repitió el Papa— es la diferencia entre el héroe y el santo: el santo es aquel que sigue a Jesús por el camino de Jesús, con la cruz».

«Muchos santos canonizados en la Iglesia —afirmó el Pontífice— terminan muy humildemente». Son «los grandes santos». Y a propósito de esto, el Papa Francisco propuso de nuevo el testimonio de Juan Pablo II. Precisamente «este es el itinerario de la santidad de los grandes». Pero es «también el itinerario de nuestra santidad». Porque, explicó, ciertamente «no seremos santos si no nos dejamos convertir el corazón por este camino de Jesús: llevar la cruz todos los días, la cruz ordinaria, la cruz sencilla, y dejar que Jesús crezca. Si no vamos por este camino, no seremos santos, pero si vamos por este camino, todos nosotros daremos testimonio de Jesucristo, que nos ama mucho. Y daremos testimonio de que, aunque seamos pecadores, la Iglesia es santa, es la esposa de Jesús».

Por tanto, «hoy —concluyó el Papa—, quizá nos haga bien, en la misa, sentir esta alegría: el sacrificio de Jesús aquí, en el altar, nos santifica a todos, nos hace crecer en la santidad, nos hace más auténticamente hijos de su esposa, la Iglesia, nuestra madre que es santa».



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