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PRÓLOGO DEL PAPA FRANCISCO
AL LIBRO DEL CARDENAL TARCISIO BERTONE
SOBRE LA DIPLOMACIA PONTIFICIA

DESAFÍO PARA EL FUTURO

 

L'Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, Año XLV, n. 46 (2.3339), Viernes 15/11/2013.

 

Con este libro, el cardenal Tarcisio Bertone entrega a quienes están comprometidos en el servicio diplomático de la Santa Sede, y no sólo, una abundante serie de reflexiones sobre las principales cuestiones que se refieren a la vida de la comunidad de las Naciones y tocan de cerca las aspiraciones más profundas de la familia humana: la paz, el desarrollo, los derechos humanos, la libertad religiosa, la integración supranacional.

Para la diplomacia pontificia, además, se trata de preciosas indicaciones que permiten captar la unicidad, comenzando por la figura del diplomático, sacerdote y pastor, llamado a una acción que, incluso manteniendo el riguroso perfil institucional, está impregnada de rasgo pastoral; acción que ha caracterizado el septenio de servicio del cardenal Bertone como secretario de Estado, como apoyo generoso y fiel al pontificado de Benedicto xvi. Su servicio en la cumbre, tanto en la esfera más administrativa de la Curia romana como en la de las relaciones internacionales de la Santa Sede, se prolongó oportunamente durante los primeros meses de mi pontificado. Su serena y madura experiencia de servidor de la Iglesia me ayudó también a mí, llamado a la sede de Pedro desde un País lejano, en el inicio de un conjunto de relaciones institucionales necesarias para un Pontífice.

El encuentro con la figura del cardenal Tarcisio Bertone, destacada por su papel y su personalidad jovial, tuvo para mí, en el pasado, tres momentos particulares. Recuerdo ante todo el primer encuentro en la Torre de San Juan, en el Vaticano, el 11 de enero de 2007 donde estuve de visita con la Presidencia de la Conferencia episcopal argentina: un intercambio muy sereno y al mismo tiempo muy constructivo sobre los problemas que entonces nos abatían. Cuando en 2007, él visitó Argentina como legado pontificio para la celebración de la beatificación de Ceferino Namuncurá, su trato fraterno al encontrar a los obispos de la Conferencia episcopal, la afabilidad toda salesiana al tratar con la gente después de cada celebración pública, conquistaron mi interés y mi admiración. El cardenal Bertone, en sus coloquios con las más grandes instancias políticas de la nación había destacado la aportación de la Iglesia en la pacificación y reconciliación, necesarias para regenerar el tejido social desgarrado por tantas situaciones que habían puesto en peligro la concordia nacional, y con ello había dado un precioso apoyo a la obra emprendida por el episcopado argentino para reconstruir el tejido ético, social e institucional del país.

Algunos meses antes del mismo año había tenido lugar en Brasil la v Conferencia general del episcopado latinoamericano y del Caribe (9-14 de mayo de 2007) en la cual participé en calidad de primado de la Iglesia en Argentina. Allí encontré al cardenal Bertone, que acompañaba al Papa Benedicto xvi, interesado no sólo en los aspectos eclesiales destacados, sino en la dimensión social y cultural presentadas en el documento final y confiadas en primer lugar a las comunidades eclesiales latinoamericanas.

Un interés que vuelve a aparecer repasando el conjunto de sus intervenciones pronunciadas en diversas áreas geográficas, dirigidas tanto en el seno de la Iglesia y de sus estructuras como ante las instancias políticas de diversos Estados y a públicos heterogéneos.

Se percibe inmediatamente una atención dirigida a la crisis que estamos viviendo, global y compleja, que hace concreta la idea de un mundo sin confines. La crisis, sin embargo, si es una certeza para todos, nos interroga sobre las opciones realizadas hasta ahora y sobre la dirección que en el futuro deseamos seguir, recordando la responsabilidad de las personas y de las instituciones para eliminar las numerosas barreras que han sustituido los confines: desigualdades, carrera de armamentos, subdesarrollo, violación de los derechos fundamentales, discriminaciones, impedimentos a la vida social, cultural, religiosa.

Esto pide una reflexión realista no sólo sobre nuestro pequeño mundo cotidiano, sino también sobre la naturaleza de los vínculos que unen la comunidad internacional y las tensiones presentes dentro de ella. Lo conoce bien la acción de la diplomacia que a través de sus protagonistas, sus normas y sus métodos es instrumento concurrente en la construcción del bien común, llamada ante todo a leer los hechos internacionales, que es luego un modo de interpretar la realidad. Esta realidad somos nosotros, la familia humana en movimiento, casi una obra en continua construcción que incluye el lugar y el tiempo en el cual se encarna nuestra historia de mujeres y hombres, de comunidad, de pueblos. La diplomacia es, por lo tanto, un servicio, no una actividad prisionera de intereses particulares de los cuales guerras, conflictos internos y formas diversas de violencia son la lógica, pero amarga, consecuencia; ni instrumento de las exigencias de pocos que excluyen a las mayorías, generan pobreza y marginación, toleran todo tipo de corrupción y producen privilegios e injusticias.

La crisis profunda de convicciones, de valores y de ideas ofrece a la actividad diplomática una nueva oportunidad, que es al mismo tiempo un desafío. El desafío de contribuir a realizar entre los diversos pueblos nuevas relaciones verdaderamente justas y solidarias, por lo cual cada Nación y todas las personas sean respetadas en su identidad y dignidad, y promovidas en su libertad. De este modo los diversos países tendrán ocasión de proyectar su futuro, así como las personas podrán elegir los modos para realizar sus aspiraciones de criaturas formadas a imagen del creador.

En esta fase histórica, en efecto, la comunidad internacional, sus normas y sus instituciones se encuentran obligadas a elegir una dirección que retome sus respectivas raíces constitutivas y lleve a la familia humana hacia un futuro que no sólo hable el lenguaje de la paz y del desarrollo, sino que sea capaz en los hechos de incluir a todos, evitando que alguien quede al margen. Esto significa superar la actual situación, en la vida de los Estados y en la vida internacional, que ve la ausencia de convicciones fuertes y de programas en un largo período entrelazarse con la profunda crisis de esos valores que desde siempre fundan los vínculos sociales.

Ante esta globalización negativa que es paralizante, la diplomacia está llamada a emprender una tarea de reconstrucción redescubriendo su dimensión profética, determinando la que podríamos llamar utopía del bien, y si es necesario reivindicándola. No se trata de abandonar ese sano realismo que de cada diplomático es una virtud, no una técnica; sino de superar el dominio de lo contingente, el límite de una acción pragmática que a menudo tiene el sabor de la involución. Un modo de pensar y de actuar que, si predomina, limita cualquier acción social y política e impide la construcción del bien común.

La verdadera utopía del bien, que no es una ideología ni sólo filantropía, a través de la acción diplomática puede expresar y consolidar esa fraternidad presente en las raíces de la familia humana y desde allí llamada a crecer, a extenderse para dar sus frutos.

Una diplomacia renovada significa diplomáticos nuevos, y, esto es, capaces de volver a dar a la vida internacional el sentido de comunidad rompiendo la lógica del individualismo, de la competición desleal, del deseo de sobresalir, promoviendo más bien una ética de la solidaridad capaz de sustituir la del poder, ya reducida a un modelo de pensamiento para justificar la fuerza. Precisamente esa fuerza que contribuye a romper los vínculos sociales y estructurales entre los distintos pueblos, y al mismo tiempo a destruir los vínculos que unen a cada uno de nosotros a otras personas hasta el punto de compartir el mismo destino. La dirección que tomarán las relaciones internacionales estará entonces relacionada a la imagen que tenemos del otro: persona, pueblo, Estado.

He aquí la clave del renacimiento de esa unidad entre los pueblos que hace suyas las diferencias sin ignorar los elementos históricos, políticos, religiosos, biológicos, psicológicos y sociales que son expresión de diversidad. También ante los límites, condicionamientos y obstáculos es posible fundir e integrar los comportamientos, los valores y las normas que se fueron constituyendo con el tiempo.

La perspectiva cristiana sabe valorar tanto lo que es auténticamente humano como cuanto brota de la libertad de la persona, de su apertura a lo nuevo, en definitiva de su espíritu que une la dimensión humana a la dimensión trascendente. Esta es una de las aportaciones que la diplomacia pontificia ofrece a toda la humanidad, actuando para hacer renacer la dimensión moral en las relaciones internacionales, la que permite a la familia humana vivir y desarrollarse juntos, sin llegar a ser enemigos unos de otros. Si el hombre manifiesta su humanidad en la comunicación, en la relación, en el amor hacia su propios semejantes, las diversas Naciones pueden relacionarse entorno a objetivos y acciones compartidas, y generar así un sentir común bien arraigado. Aún más pueden dar vida a instituciones unitarias en el seno de la comunidad internacional, capaces de realizar un servicio sin que ello niegue la identidad, la dignidad y la libertad responsable de cada país. El servicio de estas instituciones se inclinará ante la necesidad de los diversos pueblos, descubriendo las capacidades y las necesidades del otro. Es el rechazo de la indiferencia o de una cooperación internacional fruto del egoísmo utilitarístico, para hacer, en cambio, a través de organismos comunes algo por los demás.

El servicio así, no es sencillamente un compromiso ético o una forma de voluntariado, ni un objetivo ideal, sino una elección fruto de un vínculo social basado sobre ese amor capaz de construir una nueva humanidad, un nuevo modo de vivir. No será haciendo prevalecer la razón de Estado o el individualismo como eliminaremos los conflictos o daremos a los derechos de la persona la justa ubicación. El derecho más importante de un pueblo y de una persona no está en el no estar impedido de realizar las propias aspiraciones, sino en realizarlas efectiva e integralmente. No basta con evitar la injusticia, si no se promueve la justicia. No es suficiente proteger a los niños del abandono, de los abusos y de los malos tratos, si no se educan a los jóvenes a un amor pleno y gratuito por la existencia humana en sus diversas fases, si no se dan a las familias todos los recursos que necesitan para realizar su imprescindible misión, si no se favorece en toda la sociedad una actitud de acogida y de amor por la vida de todos y cada uno de sus miembros.

Una comunidad de los Estados madura será aquella en la que la libertad de sus miembros es plenamente responsable de la libertad de los demás, en la base del amor que es solidaridad activa. Esta, sin embargo, no es algo que crece espontáneamente, sino que implica la necesidad de invertir trabajo, paciencia, empeño cotidiano, sinceridad, humildad, profesionalidad. ¿No es éste el camino real que la diplomacia está llamada a recorrer en este siglo XXI?

Son muchos y ricos los puntos de este trabajo que demuestra cuanto el cardenal Bertone haya sabido presentar el anuncio evangélico, los valores y las grandes instancias de la doctrina de la Iglesia, en conformidad con las líneas maestras del magisterio de Benedicto XVI, con el equilibrio y la sobriedad necesarios para favorecer una cultura del diálogo, propia de la Santa Sede.

La medida de la vida de los servidores de la Iglesia no lo indica el «imprimir una noticia con grandes titulares, para que la gente piense que es indiscutiblemente verdadera» (Jorge Luis Borges), es más, está entrelazada, incluso en los límites inherentes de la condición y posibilidad de cada uno, por la silenciosa y generosa entrega al bien auténtico del cuerpo de Cristo y al servicio duradero de la causa del hombre. Por ello la historia, cuya medida es la verdad de la cruz, hará evidente la intensa acción del cardenal Bertone, que demostró incluso tener el temple piamontés del gran trabajador que no ahorra fatigas al promover el bien de la Iglesia, preparado cultural e intelectualmente, y animado por una serena fuerza interior que recuerda la palabra del apóstol de los gentiles: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gálatas 6, 14).

 



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