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VIDEOMENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA PRESENTACIÓN DE LA
OPERA OMNIA DE DON MILANI
EN LA FERIA DE LA INDUSTRIA EDITORIAL ITALIANA*
(MILÁN, 19-23 DE ABRIL DE 2017)

 

“No me rebelaré jamás a la Iglesia, porque tengo necesidad varias veces por semana del perdón de mis pecados, y no sabría a qué otros ir a buscarlo cuando hubiera dejado la Iglesia”. Así escribía don Lorenzo Milani, prior de Barbiana, el 10 de octubre 1958. Me gustaría proponer este acto de abandono a la misericordia de Dios y a la maternidad de la Iglesia como una perspectiva desde la cual ver la vida, la obra y el sacerdocio de don Lorenzo Milani.

Todos hemos leído las tantas obras de este sacerdote toscano, fallecido con apenas 44 años y recordamos con especial cariño su Carta a una maestra, escrito junto con sus chicos de la escuela de Barbiana, donde fue párroco. Como educador y maestro, recorrió, sin duda, rutas originales, a veces quizás demasiado avanzadas y, por lo tanto, difíciles de entender y de aceptar inmediatamente. Su educación familiar, provenía de unos padres no creyentes y anticlericales, le había acostumbrado a una dialéctica intelectual y a una franqueza que a veces podían parecer demasiado ásperas e incluso marcadas por la rebelión. Mantuvo estas características, adquiridas en su familia, también después de la conversión, que se produjo en 1943 y en el ejercicio de su ministerio sacerdotal. Se entiende que esto crease alguna fricción y algunas chispas, así como alguna incomprensión con las estructuras eclesiásticas y civiles, debido a su propuesta educativa, a su amor por los pobres y a la defensa de la objeción de conciencia. La historia se repite siempre. Me gustaría que lo recordásemos principalmente como un creyente enamorado de la Iglesia, aunque herido, y un educador apasionado con una visión de la escuela que me parece que responde a las necesidades del corazón y la inteligencia de nuestros niños y jóvenes.

Con estas palabras me dirigí al mundo de la escuela italiana, citando precisamente a Milani: “Amo la escuela porque es sinónimo de apertura a la realidad. ¡Al menos así debería ser! Pero no siempre logra serlo, y entonces quiere decir que es necesario cambiar un poco el enfoque. Ir a la escuela significa abrir la mente y el corazón a la realidad, en la riqueza de sus aspectos, de sus dimensiones. Y nosotros no tenemos derecho a tener miedo de la realidad. La escuela nos enseña a comprender la realidad. Ir a la escuela significa abrir la mente y el corazón a la realidad, en la riqueza de sus aspectos, de sus dimensiones. ¡Y esto es bellísimo! En los primeros años se aprende a 360 grados, luego poco a poco se profundiza un aspecto y finalmente se especializa. Pero si uno ha aprendido a aprender —este es el secreto ¡aprender a aprender!— esto le queda para siempre, permanece una persona abierta a la realidad. Esto lo enseñaba también un gran educador italiano, que era un sacerdote: don Lorenzo Milani”. Así me dirigía a la educación italiana, a la escuela italiana, el 10 de mayo de 2014.

Su inquietud, sin embargo, no era fruto de la rebelión, sino del amor y de la ternura por sus chicos, que eran su rebaño, por el que sufría y luchaba para darle la dignidad que a veces se le negaba. La suya era una inquietud espiritual, alimentada por el amor a Cristo, al Evangelio, a la Iglesia, a la sociedad y a la escuela que soñaba cada vez más como “un hospital de campaña” para socorrer a los heridos, para recuperar a los marginados y a los descartados. Aprender, conocer, saber, hablar con franqueza para defender los derechos propios eran verbos que don Lorenzo conjugaba todos los días a partir de la lectura de la Palabra de Dios y de la celebración de los sacramentos, hasta el punto de que un sacerdote que lo conocía mucho decía de él que tenía “indigestión de Cristo”. El Señor era la luz de la vida de don Lorenzo, la misma que me gustaría que iluminase nuestro recuerdo de él. La sombra de la cruz se alargó a menudo sobre su vida, pero él siempre se sintió partícipe del misterio pascual de Cristo y de la Iglesia, hasta el punto de manifestar, a su padre espiritual, el deseo de que sus seres queridos “vieran como muere un sacerdote cristiano”. El sufrimiento, las heridas padecidas, la Cruz, nunca eclipsaron en él la luz pascual de Cristo resucitado, porque su única preocupación era que sus hijos crecieran con una mente abierta y acogedora y con el corazón acogedor y compasivo, listo para inclinarse sobre los más débiles y socorrer a los necesitados, como enseñó Jesús (cf. Lc 10: 29-37), sin mirar el color de su piel, el idioma, su cultura, su afiliación religiosa.

Dejo la conclusión, como la apertura, a don Lorenzo, citando las palabras escritas a uno de sus chicos. A Pipetta, el joven comunista, que le decía: “Si todos los sacerdotes fuesen como usted, entonces ...”, Milani respondía: “El día en que derribemos juntos las verjas de algún jardín e instalemos juntos la casa de los pobres en el palacete del rico, acuérdate de esto, Pipetta; ese día te traicionaré. Ese día podré cantar, por fin, el único grito de victoria digno de un sacerdote de Cristo: Bienaventurados los pobres, porque el Reino de los cielos es suyo. Ese día yo no me quedaré allí contigo. Me volveré a tu casucha húmeda y maloliente a rezar por ti ante mi Señor crucificado”. (Carta a Pipetta, 1950). Acerquémonos, pues, a los escritos de don Lorenzo Milani con el afecto de quien lo mira como como a un testigo de Cristo y del Evangelio, que siempre ha buscado, consciente de su ser pecador perdonado, la luz y la ternura, la gracia y el consuelo que sólo Cristo nos da y que podemos encontrar en la Iglesia nuestra Madre.


* Boletín de la Oficina de Prensa de la Santa Sede

 



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