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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS MIEMBROS DE LA PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA

Sala de los Papas
Viernes 12 de abril de 2013

Eminencia,
venerados hermanos,
queridos miembros de la Pontificia Comisión Bíblica:

Con alegría os recibo al final de vuestra asamblea plenaria anual. Doy las gracias al presidente, arzobispo Gerhard Ludwig Müller, por sus palabras de saludo y la concisa exposición del tema que ha sido objeto de atenta reflexión en el curso de vuestros trabajos. Os habéis reunido nuevamente para profundizar un tema muy importante: la inspiración y la verdad de la Biblia. Se trata de un tema que concierne no sólo a cada creyente, sino a toda la Iglesia, porque la vida y la misión de la Iglesia se fundan en la Palabra de Dios, la cual es alma de la teología y, a la vez, inspiradora de toda la existencia cristiana.

Las Sagradas Escrituras, como sabemos, son el testimonio escrito de la Palabra divina, el memorial canónico que atestigua el acontecimiento de la Revelación. La Palabra de Dios, por lo tanto, precede y excede a la Biblia. Es por ello que nuestra fe no tiene en el centro sólo un libro, sino una historia de salvación y sobre todo a una Persona, Jesucristo, Palabra de Dios hecha carne. Precisamente porque el horizonte de la Palabra divina abraza y se extiende más allá de la Escritura, para comprenderla adecuadamente es necesaria la constante presencia del Espíritu Santo que «guiará hasta la verdad plena» (Jn 16, 13). Es preciso situarse en la corriente de la gran Tradición que, bajo la asistencia del Espíritu Santo y la guía del Magisterio, reconoció los escritos canónicos como Palabra dirigida por Dios a su pueblo y nunca dejó de meditarlos y descubrir en ellos las riquezas inagotables. El Concilio Vaticano II lo ratificó con gran claridad en la constitución dogmática Dei Verbum: «Todo lo dicho sobre la interpretación de la Escritura queda sometido al juicio definitivo de la Iglesia, que recibió de Dios el encargo y el oficio de conservar e interpretar la Palabra de Dios» (n. 12).

Como se recuerda también en la mencionada constitución conciliar, existe una unidad inseparable entre Sagrada Escritura y Tradición, porque ambas provienen de una misma fuente: «La Tradición y la Escritura están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin. La Sagrada Escritura es la Palabra de Dios, en cuanto escrita por inspiración del Espíritu Santo. La Tradición recibe la Palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a los sucesores; para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza de todo lo revelado. Y así se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (ibid., 9).

Por lo tanto, se deduce que el exegeta debe estar atento a percibir la Palabra de Dios presente en los textos bíblicos situándolos en el seno de la fe misma de la Iglesia. La interpretación de las Sagradas Escrituras no puede ser sólo un esfuerzo científico individual, sino que debe ser siempre confrontada, integrada y autenticada por la tradición viva de la Iglesia. Esta norma es decisiva para precisar la relación correcta y recíproca entre la exégesis y el Magisterio de la Iglesia. Los textos inspirados por Dios fueron confiados a la comunidad de los creyentes, a la Iglesia de Cristo, para alimentar la fe y guiar la vida de caridad. El respeto de esta naturaleza profunda de las Escrituras condiciona la propia validez y eficacia de la hermenéutica bíblica. Esto comporta la insuficiencia de toda interpretación subjetiva o simplemente limitada a un análisis incapaz de acoger en sí el sentido global que a lo largo de los siglos ha constituido la Tradición de todo el Pueblo de Dios, que «in credendo falli nequit» (Conc. Ecum. Vat. II, constitución dogmática Lumen gentium, 12).

Queridos hermanos, deseo concluir mi intervención formulando a todos vosotros mi agradecimiento y alentándolos en vuestro valioso trabajo. El Señor Jesucristo, Verbo de Dios encarnado y divino Maestro que abrió la mente y el corazón de sus discípulos a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45), guíe y sostenga siempre vuestra actividad. Que la Virgen María, modelo de docilidad y obediencia a la Palabra de Dios, os enseñe a acoger plenamente la riqueza inagotable de la Sagrada Escritura no sólo a través de la investigación intelectual, sino en la oración y en toda vuestra vida de creyentes, sobre todo en este Año de la fe, a fin de que vuestro trabajo contribuya a hacer resplandecer la luz de la Sagrada Escritura en el corazón de los fieles. Y deseándoos una fructífera continuación de vuestras actividades, invoco sobre vosotros la luz del Espíritu Santo e imparto a todos vosotros mi bendición.

 


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