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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN LA PLENARIA DEL
CONSEJO PONTIFICIO PARA LA FAMILIA

Sala Clementina
Viernes 25 de octubre de 2013

 

Señores cardenales,
queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:

Os doy la bienvenida con ocasión de la XXI Asamblea plenaria y doy las gracias al presidente, monseñor Vincenzo Paglia, por las palabras con las que ha introducido nuestro encuentro. Gracias.

El primer punto sobre el que desearía detenerme es éste: la familia es una comunidad de vida que tiene una consistencia autónoma propia. Como escribió el beato Juan Pablo II en la exhortación apostólica Familiaris consortio, la familia no es la suma de las personas que la constituyen, sino una «comunidad de personas» (cf. nn. 17-18). Y una comunidad es más que la suma de las personas. Es el lugar donde se aprende a amar, el centro natural de la vida humana. Está hecha de rostros, de personas que aman, dialogan, se sacrifican por los demás y defienden la vida, sobre todo la más frágil, más débil. Se podría decir, sin exagerar, que la familia es el motor del mundo y de la historia. Cada uno de nosotros construye la propia personalidad en la familia, creciendo con la mamá y el papá, los hermanos y las hermanas, respirando el calor de la casa. La familia es el lugar donde recibimos el nombre, es el lugar de los afectos, el espacio de la intimidad, donde se aprende el arte del diálogo y de la comunicación interpersonal. En la familia la persona toma conciencia de la propia dignidad y, especialmente si la educación es cristiana, reconoce la dignidad de cada persona, de modo particular de la enferma, débil, marginada.

Todo esto es la comunidad-familia, que pide ser reconocida como tal, más aún hoy, cuando prevalece la tutela de los derechos individuales. Y debemos defender el derecho de esta comunidad: la familia. Por esto habéis hecho bien en poner una atención particular en la Carta de los derechos de la familia, presentada justamente hace treinta años, el 22 de octubre del '83.

Vamos al segundo punto —se dice que los jesuitas hablamos siempre en tres puntos: uno, dos, tres. Segundo punto: la familia se funda en el matrimonio. A través de un acto de amor libre y fiel, los esposos cristianos testimonian que el matrimonio, en cuanto sacramento, es la base sobre la que se funda la familia y hace más sólida la unión de los cónyuges y su donación recíproca. El matrimonio es como si fuera un primer sacramento del humano, donde la persona se descubre a sí misma, se auto-comprende en relación con los demás y en relación con el amor que es capaz de recibir y de dar. El amor esponsal y familiar revela también claramente la vocación de la persona a amar de modo único y para siempre, y que las pruebas, los sacrificios y las crisis de la pareja como de la propia familia representan pasos para crecer en el bien, en la verdad y en la belleza. En el matrimonio la donación es completa, sin cálculos ni reservas, compartiendo todo, dones y renuncias, confiando en la Providencia de Dios. Es ésta la experiencia que los jóvenes pueden aprender de los padres y de los abuelos. Es una experiencia de fe en Dios y de confianza recíproca, de libertad profunda, de santidad, porque la santidad supone donarse con fidelidad y sacrificio cada día de la vida. Pero hay problemas en el matrimonio. Siempre distintos puntos de vistas, celos, se pelea. Pero hay que decir a los jóvenes esposos que jamás acaben la jornada sin hacer las paces entre ellos. El Sacramento del matrimonio se renueva en este acto de paz tras una discusión, un malentendido, unos celos escondidos, también un pecado. Hacer la paz que da unidad a la familia; y esto decirlo a los jóvenes, a las jóvenes parejas, que no es fácil ir por este camino, pero es muy bello este camino, muy bello. Hay que decirlo.

Quisiera ahora hacer al menos una alusión a dos fases de la vida familiar: la infancia y la vejez. Niños y ancianos representan los dos polos de la vida y también los más vulnerables, frecuentemente los más olvidados. Cuando yo confieso a un hombre o a una mujer casados, jóvenes, y en la confesión sale algo referido al hijo o a la hija, yo pregunto: ¿pero cuántos hijos tiene usted? Y me dicen, tal vez esperan otra pregunta después de ésta. Pero yo siempre hago esta segunda pregunta: Y dígame, señor o señora, ¿usted juega con sus hijos? —¿Cómo, padre?— ¿Usted pierde tiempo con sus hijos? ¿Usted juega con sus hijos? —Pues no, ya sabe usted, cuando salgo de casa por la mañana —me dice el hombre— todavía duermen y cuando regreso están en la cama. También la gratuidad, esa gratuidad del papá y de la mamá con los hijos, es muy importante: «perder tiempo» con los hijos, jugar con los hijos. Una sociedad que abandona a los niños y que margina a los ancianos corta sus raíces y oscurece su futuro. Y vosotros hacéis la valoración sobre qué hace esta cultura nuestra hoy, ¿no? Con esto. Cada vez que un niño es abandonado y un anciano marginado, se realiza no sólo un acto de injusticia, sino que se ratifica también el fracaso de esa sociedad. Ocuparse de los pequeños y de los ancianos es una elección de civilización. Y es también el futuro, porque los pequeños, los niños, los jóvenes llevarán adelante esa sociedad con su fuerza, su juventud, y los ancianos la llevarán adelante con su sabiduría, su memoria, que nos deben dar a todos nosotros.

Y me da alegría que el Consejo pontificio para la familia haya ideado esta nueva imagen de la familia, que retoma la escena de la Presentación de Jesús en el templo, con María y José que llevan al Niño, para cumplir la Ley, y a los dos ancianos Simeón y Ana, que, movidos por el Espíritu, le acogen como el Salvador. Es significativo el título del icono: «De generación en generación se extiende su misericordia». La Iglesia que atiende a los niños y a los ancianos se convierte en la madre de las generaciones de los creyentes y, al mismo tiempo, sirve a la sociedad humana para que un espíritu de amor, de familiaridad y de solidaridad ayude a todos a redescubrir la paternidad y la maternidad de Dios. Y me gusta, cuando leo este pasaje del Evangelio, pensar en que los jóvenes, José y María, también el Niño, hacen todo lo que la Ley dice. Cuatro veces lo dice san Lucas: para cumplir la Ley. Son obedientes a la Ley, ¡los jóvenes! Y los dos ancianos, hacen ruido. Simeón inventa en aquel momento una liturgia propia y alaba, las alabanzas a Dios. Y la ancianita va y charla, predica con las charlas: «¡Miradle!». ¡Qué libres son! Y tres veces de los ancianos se dice que son conducidos por el Espíritu Santo. Los jóvenes por la Ley, estos por el Espíritu Santo. Mirar a los ancianos que tienen este espíritu dentro, ¡escucharles!

La «buena noticia» de la familia es una parte muy importante de la evangelización, que los cristianos pueden comunicar a todos, con el testimonio de la vida; y ya lo hacen, esto es evidente en las sociedades secularizadas: las familias verdaderamente cristianas se reconocen por la fidelidad, por la paciencia, por la apertura a la vida, por el respeto a los ancianos... El secreto de todo esto es la presencia de Jesús en la familia. Propongamos por lo tanto a todos, con respeto y valentía, la belleza del matrimonio y de la familia iluminados por el Evangelio. Y por esto nos acercamos con atención y afecto a las familias en dificultades, a las que están obligadas a dejar su tierra, que están partidas, que no tienen casa o trabajo, o por muchos motivos están sufriendo; a los cónyuges en crisis y a los ya separados. A todos queremos estarles cerca con el anuncio de este Evangelio de la familia, de esta belleza de la familia.

Queridos amigos, los trabajos de vuestra Plenaria pueden ser una contribución preciosa en vista del próximo Sínodo extraordinario de los obispos, que estará dedicado a la familia. También por esto os doy las gracias. Os encomiendo a la Sagrada Familia de Nazaret y de corazón os doy mi bendición.

 



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