Index   Back Top Print

[ DE  - EN  - ES  - FR  - IT  - PT ]

DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS PARTICIPANTES EN EL CONGRESO PARA LOS OBISPOS
DE NUEVO NOMBRAMIENTO ORGANIZADO
POR LA CONGREGACIÓN PARA LAS IGLESIAS ORIENTALES

Sala Clementina
Jueves 19 de septiembre de 2013

 

El Salmo nos dice: «Ved qué dulzura, qué delicia, convivir los hermanos unidos» (Sal 132, 1).

Pienso que habéis experimentado la verdad de estas palabras en los días que habéis pasado aquí en Roma viviendo una experiencia de fraternidad; fraternidad que es favorecida por la amistad, por conocerse, por estar juntos, pero que es dada sobre todo por los vínculos sacramentales de la comunión en el Colegio episcopal y con el Obispo de Roma. Que este formar un «único cuerpo» os oriente en vuestro trabajo cotidiano y os impulse a preguntaros: ¿cómo vivir el espíritu de colegialidad y de colaboración en el episcopado? ¿Cómo ser constructores de comunión y de unidad en la Iglesia que el Señor me ha confiado? El obispo es hombre de comunión, es hombre de unidad, «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad» (cf. Conc. Vat. II, Lumen gentium, 23).

Queridos hermanos en el episcopado, os saludo uno por uno, obispos latinos y orientales: vosotros mostráis la gran riqueza y variedad de la Iglesia. Doy las gracias al cardenal Marc Ouellet, prefecto de la Congregación para los obispos, por el saludo que me ha dirigido también en vuestro nombre y por haber organizado estas jornadas en las que sois peregrinos ante la Tumba de Pedro para reforzar la comunión y para orar y reflexionar sobre vuestro ministerio. Con él saludo al cardenal Leonardo Sandri, prefecto de la Congregación para las Iglesias orientales, y al cardenal Luis Antonio Tagle, arzobispo de Manila, y a monseñor Lorenzo Baldisseri, infatigable trabajador para estas cosas.

«Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo, mirad por él, no a la fuerza, sino de buena gana, como Dios quiere; no por sórdida ganancia, sino con entrega generosa; no como déspotas con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño» (1 Pe 5, 2-3). ¡Que estas palabras de san Pedro se esculpan en el corazón! Somos llamados y constituidos pastores, no pastores por nosotros mismos, sino por el Señor, y no para servirnos a nosotros mismos, sino al rebaño que se nos ha confiado, servirlo hasta dar la vida como Cristo, el Buen Pastor (cf. Jn 10, 11).

¿Qué significa pastorear, tener «cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas» (Lumen gentium, 27)? Tres breves pensamientos. Pastorear significa: acoger con magnanimidad, caminar con el rebaño, permanecer con el rebaño. Acoger, caminar, permanecer.

Acoger con magnanimidad. Que vuestro corazón sea tan grande como para saber acoger a todos los hombres y las mujeres que encontraréis a lo largo de vuestras jornadas y que iréis a buscar cuando os pongáis en camino en vuestras parroquias y en cada comunidad. Desde ahora preguntaos: los que llamen a la puerta de mi casa, ¿cómo la encontrarán? Si la encuentran abierta, a través de vuestra bondad, vuestra disponibilidad, experimentarán la paternidad de Dios y comprenderán cómo la Iglesia es una buena madre que siempre acoge y ama.

Caminar con el rebaño. Acoger con magnanimidad, caminar. Acoger a todos para caminar con todos. El obispo está en camino con y en su rebaño. Esto quiere decir ponerse en camino con los propios fieles y con todos aquellos que se dirigirán a vosotros, compartiendo sus alegrías y esperanzas, dificultades y sufrimientos, como hermanos y amigos, pero más aún como padres, que son capaces de escuchar, comprender, ayudar, orientar. El caminar juntos requiere amor, y el nuestro es un servicio de amor, amoris officium decía san Agustín (In Io. Ev. tract. 123, 5: pl 35, 1967).

Y en el caminar desearía recordar el afecto hacia vuestros sacerdotes. Vuestros sacerdotes son el primer prójimo; el sacerdote es el primer prójimo del obispo —amad al prójimo, pero el primer prójimo es ese—, indispensables colaboradores de quienes hay que buscar el consejo y la ayuda, a quienes hay que cuidar como padres, hermanos y amigos. Entre las primeras tareas que tenéis está el cuidado espiritual del presbiterio, pero no olvidéis las necesidades humanas de cada sacerdote, sobre todo en los momentos más delicados e importantes de su ministerio y de su vida. Nunca es tiempo perdido el que se pasa con los sacerdotes. Recibidles cuando lo piden; no dejéis sin respuesta una llamada telefónica. Yo he oído —no sé si es verdad, pero lo he oído muchas veces en mi vida— de sacerdotes, cuando daba ejercicios a sacerdotes: «¡Bah! He llamado al obispo y el secretario me dice que no tiene tiempo para recibirme». Y así durante meses y meses y meses. No sé si es verdad. Pero si un sacerdote llama al obispo, el mismo día, o al menos al día siguiente, la llamada telefónica: «He oído, ¿qué deseas? Ahora no puedo recibirte, pero intentemos buscar juntos la fecha». Que oiga que el padre responde, por favor. Al contrario, el sacerdote puede pensar: «Pero a éste no le importa; éste no es padre, es jefe de oficina». Pensad bien en esto. Sería un buen propósito: ante una llamada de un sacerdote, si no puedo este día, al menos responder al día siguiente. Y después ver cuándo es posible encontrarle. Estar en continua cercanía, en contacto continuo con ellos.

Después la presencia en la diócesis. En la homilía de la Misa Crismal de este año decía que los pastores deben tener «el olor de las ovejas». Sed pastores con el olor de las ovejas, presentes en medio de vuestro pueblo como Jesús Buen Pastor. Vuestra presencia no es secundaria, es indispensable. ¡La presencia! La pide el pueblo mismo, que quiere ver al propio obispo caminar con él, estar cerca de él. Lo necesita para vivir y para respirar. No os cerréis. Bajad en medio de vuestros fieles, también en las periferias de vuestras diócesis y en todas esas «periferias existenciales» donde hay sufrimiento, soledad, degradación humana. Presencia pastoral significa caminar con el Pueblo de Dios: caminar delante, indicando el camino, indicando la vía; caminar en medio, para reforzarlo en la unidad; caminar detrás, para que ninguno se quede rezagado, pero, sobre todo, para seguir el olfato que tiene el Pueblo de Dios para hallar nuevos caminos. Un obispo que vive en medio de sus fieles tiene los oídos abiertos para escuchar «lo que el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7) y la «voz de las ovejas», también a través de los organismos diocesanos que tienen la tarea de aconsejar al obispo, promoviendo un diálogo leal y constructivo. No se puede pensar en un obispo que no tenga estos organismos diocesanos: consejo presbiteral, los consultores, consejo pastoral, consejo de asuntos económicos. Esto significa estar precisamente con el pueblo. Esta presencia pastoral os permitirá conocer a fondo también la cultura, los hábitos, las costumbres del territorio, la riqueza de santidad que allí está presente. ¡Sumergirse en el propio rebaño!

Y aquí desearía añadir: que el estilo de servicio al rebaño sea el de la humildad, diría también de la austeridad y de la esencialidad. Por favor, nosotros pastores no somos hombres con la «psicología de príncipes» —por favor—, hombres ambiciosos, que son esposos de esta Iglesia en espera de otra más bella o más rica. ¡Esto es un escándalo! Si viene un penitente y te dice: «Yo estoy casado, vivo con mi mujer, pero miro continuamente a aquella mujer que es más bella que la mía: ¿es pecado, padre?». El Evangelio dice: es pecado de adulterio. ¿Existe un «adulterio espiritual»? No sé, pensadlo vosotros. No estar a la espera de otra más bella, más importante, más rica. ¡Estad bien atentos en no caer en el espíritu del carrerismo! ¡Eso es un cáncer! No es sólo con la palabra, sino también y sobre todo con el testimonio concreto de vida como somos maestros y educadores de nuestro pueblo. El anuncio de la fe pide conformar la vida con lo que se enseña. Misión y vida son inseparables (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 31). Es una pregunta para hacernos cada día: ¿lo que vivo se corresponde con lo que enseño?

Acoger, caminar. Y el tercer y último elemento: permanecer con el rebaño. Me refiero a la estabilidad, que tiene dos aspectos precisos: «permanecer» en la diócesis y permanecer en «ésta» diócesis, como he dicho, sin buscar cambios o promociones. No se puede conocer verdaderamente como pastores al propio rebaño, caminar delante, en medio o detrás de él, cuidarlo con la enseñanza, la administración de los sacramentos y el testimonio de vida, si no se permanece en la diócesis. En esto, Trento es actualísimo: residencia. El nuestro es un tiempo en que se puede viajar, moverse de un punto a otro con facilidad, un tiempo en el que las relaciones son veloces, la época de internet. Pero la antigua ley de la residencia no ha pasado de moda. Es necesaria para el buen gobierno pastoral (cf. Directorio Apostolorum Successores, 161). Cierto, existe una solicitud por las demás Iglesias y por la universal que pueden pedir ausentarse de la diócesis, pero que sea por el estricto tiempo necesario y no habitualmente. Ved, la residencia no es requerida sólo para una buena organización, no es un elemento funcional; tiene una raíz teológica. Sois esposos de vuestra comunidad, ligados profundamente a ella. Os pido, por favor, que permanezcáis en medio de vuestro pueblo. Permanecer, permanecer... Evitad el escándalo de ser «obispos de aeropuerto». Sed pastores acogedores, en camino con vuestro pueblo, con afecto, con misericordia, con dulzura del trato y firmeza paterna, con humildad y discreción, capaces de mirar también vuestras limitaciones y de tener una dosis de buen humor. Esta es una gracia que debemos pedir nosotros, obispos. Todos debemos pedir esta gracia: Señor, dame sentido del humor. Encontrar el medio de reírse de uno mismo, primero, y un poco de las cosas. Y permaneced con vuestro rebaño.

Queridos hermanos, al regresar a vuestras diócesis llevad mi saludo a todos, en particular a los sacerdotes, a los consagrados y a las consagradas, a los seminaristas, a todos los fieles, y a quienes tienen más necesidad de la cercanía del Señor. La presencia —como ha dicho el cardenal Ouellet— de dos obispos sirios nos impulsa una vez más a pedir juntos a Dios el don de la paz. ¡Paz para Siria, paz para Oriente Medio, paz para el mundo! Por favor, acordaos de orar por mí; yo lo hago por vosotros. A cada uno y a vuestras comunidades doy de corazón mi bendición. Gracias.

 


Copyright © Dicastero per la Comunicazione - Libreria Editrice Vaticana