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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL DE NAMIBIA Y LESOTO
EN VISITA "AD LIMINA APOSTOLORUM"

Viernes 24 de abril de 2015

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Queridos hermanos obispos:

Os saludo a vosotros, pastores de Lesoto y Namibia, en la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo, durante vuestra visita para rezar en el umbral de los santos apóstoles Pedro y Pablo. Con esta visita expresáis vuestro deseo de profundizar los vínculos de comunión con el Sucesor de Pedro y con la Sede de Roma. Agradezco al arzobispo Lerotholi y al arzobispo Nashenda las cordiales palabras que me han dirigido en vuestro nombre y en el de todos los que están encomendados a vuestro cuidado.

Habéis venido a Roma desde las ciudades, pueblos y aldeas de Lesoto y Namibia, tierras conocidas por su floreciente fe cristiana. El Espíritu Santo ha plantado las semillas de la fe a través del trabajo y los sacrificios de tantos misioneros, sostenidos también por generaciones de colaboradores indígenas en las viñas del Señor. Vuestras tierras han presentado a menudo grandes desafíos, tanto ambientales como sociales, pero vuestros antepasados cristianos perseveraron, de modo que verdes brotes pudieron crecer «en medio de hierbas, como sauces a la orilla de los ríos» (Is 44, 4). Desde los desiertos de Namibia hasta las altas cumbres de Lesoto el gran árbol de la fe creció, ofreciendo la protección y el amparo de Dios a muchas almas, como alimentado por las aguas de la gracia.

Vuestros países son justamente conocidos por sus iglesias y capillas, parroquias, estaciones misioneras y estaciones apartadas, que atraen a muchos hacia una vida comunitaria centrada en la oración y el trabajo. También son famosas vuestras numerosas escuelas de todos los grados, vuestras clínicas y los hospitales, construidos con amor y fidelidad con material proveniente del suelo de Namibia y de las montañas de Lesoto. Os animo a seguir sosteniendo y alimentando estas grandes bendiciones, incluso cuando los recursos son escasos, puesto que el Señor promete que no dejará de bendecirnos: «Derramaré agua sobre el suelo sediento, arroyos en el páramo. Derramaré mi espíritu sobre tu estirpe y mi bendición sobre tus vástagos» (Is 44, 3).

Sé que vuestras comunidades deben afrontar numerosos desafíos cada día, y estoy seguro de que esto es un gran peso para vuestros corazones. Fortalecedlas en el amor para vencer el egoísmo en la vida privada y pública; sed generosos al llevarles la ternura de Cristo allí donde hay amenazas contra la vida humana, desde el seno materno hasta la edad avanzada, y pienso de modo particular en los enfermos de VIH y de sida. En todo esto, para «formarlos en las virtudes cristianas y guiarlos hacia la santidad» (Africae munus, 109), los fieles encomendados a vuestro cuidado os mirarán a vosotros y a vuestros colaboradores sacerdotes. A través de la dedicación que les mostréis, vosotros, por vuestra parte, «no sólo los ganaréis para Cristo, sino que los haréis también protagonistas de una sociedad africana renovada» (ibídem).

También pienso en las familias cristianas, fragmentadas a causa del trabajo lejano de casa, o por la separación o el divorcio. Os exhorto a seguir ofreciéndoles ayuda y guía. Preparad con nueva firmeza a las parejas para el matrimonio cristiano y sostened constantemente a las familias, ofreciendo con generosidad los sacramentos de la Iglesia, asegurando de modo particular que el sacramento de la misericordia sea largamente disponible. Os agradezco vuestros esfuerzos por promover una sana vida familiar ante las visiones distorsionadas que emergen en la sociedad contemporánea. Que todos nosotros ayudemos a formar familias que puedan ofrecer paz en el mundo; puesto que «la familia es ciertamente el lugar propicio para aprender y practicar la cultura del perdón, de la paz y la reconciliación» (ibídem, n. 43).

De familias sanas nacerán numerosas vocaciones al sacerdocio, familias donde los hombres han aprendido «a amar en cuanto son amados gratuitamente, […] el respeto […], la justicia […], la función de la autoridad manifestada por los padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles» (ibídem, nn. 42-43). Los hijos de tales familias estarán más fácilmente abiertos a una vida de servicio incondicional a la familia de la Iglesia.

En un tiempo de evidente disminución de las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa, es importante hablar abiertamente de la experiencia satisfactoria y gozosa de ofrecer la propia vida a Cristo. De hecho, cuando vuestras comunidades cristianas son edificadas con vuestro ejemplo constante de vivir «con verdad y alegría vuestros compromisos sacerdotales: el celibato en castidad y el desapego de los bienes materiales» (ibídem, n. 111), entonces las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada ciertamente abundarán. Proseguid también el exigente trabajo de guiar, con solicitud personal y paterna, toda vocación propiamente reconocida, así como a todos vuestros sacerdotes ya ordenados, para que, con el alimento de la formación permanente, estos colaboradores en los campos del Señor puedan ser alimentados y sostenidos durante toda su vida sacerdotal. Os pido que les transmitáis mi cercanía espiritual y mi apoyo en la oración.

Gran atención espiritual en el desarrollo de los planes pastorales debe dedicarse a los más pobres en vuestras sociedades (cf. Evangelii gaudium, 33); he notado que, «cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio […] para los pobres» (ibídem, n. 2). Os pido que seáis particularmente solícitos con los más necesitados en vuestras Iglesias, encomendado todas vuestras iniciativas al cuidado de Dios, puesto que «Él tiene poder para colmaros de toda clase de dones, de modo que teniendo lo suficiente siempre y en todo, os sobre para toda clase de obras buenas» (2 Cor 9, 8). Viviendo de este modo, ayudaréis a todos los fieles a descubrir la riqueza más grande: el amor de nuestro Señor y Salvador Jesucristo.

Doy gracias, junto con vosotros, a Dios omnipotente por el constante testimonio y el servicio de muchas comunidades de religiosos y religiosas que son fundamentales para el corazón orante de la Iglesia, junto con los numerosos grupos comprometidos y las asociaciones laicas en la Iglesia en Lesoto y Namibia. Puesto que, precisamente como nos hemos encomendado a ellas al edificar la Iglesia, tanto material como espiritualmente, así ahora su papel es cada vez más indispensable.

En fin, os exhorto a perseverar como hombres de oración profunda y constante, a la manera del beato José Gerard, que escuchó las inspiraciones del Espíritu Santo en cada cuestión. La oración precede a toda evangelización auténtica y conduce a ella. Como sabéis por experiencia, cuando la Iglesia invita a todos los cristianos a asumir de nuevo constantemente la tarea de evangelizar el mundo, «no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo de la realización personal» (Evangelii gaudium, 10); o sea: nos está mostrando el camino a la felicidad más profunda.

Queridos hermanos: Que al volver a casa seáis como el árbol plantado junto a corrientes de agua, que dará fruto a su tiempo y cuyas hojas no caerán jamás; que seáis fecundos en todo lo que haréis (cf. Sal 1). Que vuestra visita aquí os impulse a llevar la misericordia salvífica de Cristo cada vez con mayor abundancia a todos de quienes os ocupáis.

Encomendándoos a vosotros y a los fieles a quienes servís en Lesoto y Namibia a la intercesión amorosa de María, Madre de la Iglesia, que vuelve a encender nuestros corazones en el servicio a su Hijo, os imparto de corazón mi bendición apostólica como prenda de paz y alegría en el Señor resucitado. Gloria a Él por los siglos de los siglos.

 



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