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DISCURSO DEL SANTO PADRE FRANCISCO
A LOS OBISPOS DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL
DE BOSNIA Y HERZEGOVINA EN VISITA “AD LIMINA APOSTOLORUM”

Lunes 16 de marzo de 2015

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Señor cardenal, queridos hermanos obispos:

La experiencia espiritual de la visita a las tumbas de los Apóstoles y del encuentro con el obispo de Roma es siempre un momento intenso de fe y comunión. Os doy mi cordial bienvenida y os agradezco que me hayáis manifestado el afecto de vuestras Iglesias y de los pueblos de Bosnia y Herzegovina. Por mi parte, estoy deseoso de viajar a vuestra patria el próximo 6 de junio y experimentar qué bueno y suave es que los hermanos se reúnan (cf. Sal 133, 1).

He podido leer con atención y cercanía vuestras relaciones, con vuestras esperanzas, con vuestros proyectos; y, junto con vosotros, he rezado por todos los habitantes del país y por cuantos se han visto obligados a refugiarse en el extranjero a causa de los conflictos bélicos no muy lejanos, el desempleo y la falta de perspectivas.

La emigración es, con razón, una de las realidades sociales que os preocupan más. Evoca la dificultad del regreso de muchos de vuestros compatriotas, la escasez de fuentes de trabajo, la inestabilidad de las familias, el desgarro afectivo y social de comunidades enteras, la precariedad operativa de diversas parroquias, el recuerdo aún vivo del conflicto, tanto a nivel personal como comunitario, con las heridas de los ánimos todavía dolorosas. Sé bien que esto suscita, en vuestro corazón de pastores, amargura y preocupación. El Papa y la Iglesia están junto a vosotros con la oración y el apoyo concreto a vuestros programas en favor de cuantos viven en vuestros territorios, sin ninguna distinción. Os animo, pues, a no ahorrar energías para sostener a los débiles, ayudar —en la medida de vuestras posibilidades— a cuantos tienen legítimos y honestos deseos de permanecer en su propia tierra natal, salir al encuentro del hambre espiritual de quien cree en los valores indelebles, nacidos del Evangelio, que a lo largo de los siglos han alimentado la vida de vuestras comunidades. Animados por el bálsamo de la fe, por vuestro ejemplo y vuestra predicación, podrán fortalecer la propia determinación al bien. En esta obra es indispensable la ayuda de vuestros presbíteros, de quienes me decís que son generosos, laboriosos y pastores convencidos del rebaño confiado a ellos.

La sociedad en la que vivís tiene una dimensión multicultural y multiétnica. Y a vosotros os compete la tarea de ser padres de todos, incluso en la escasez material y en la crisis en la que tenéis que actuar. Que vuestro corazón sea siempre generoso para acoger a cada uno, como el corazón de Cristo sabe cobijar en sí —con amor divino— a todo ser humano.

Cada comunidad cristiana sabe que está llamada a abrirse, a reflejar en el mundo la luz del Evangelio; no puede permanecer solamente encerrada en el ámbito de las propias tradiciones, incluso siendo nobles. Sale del propio «recinto», firme en la fe, sostenida por la oración y animada por los propios pastores para vivir y anunciar la vida nueva de la que es depositaria, la de Cristo, Salvador de todo hombre. Desde esta perspectiva, aliento las iniciativas que pueden ampliar la presencia de la Iglesia más allá del perímetro litúrgico, asumiendo con creatividad cualquier otra acción que pueda influir en la sociedad, aportándole el espíritu lozano del Evangelio. Aun sin saberlo, toda persona tiene necesidad de encontrar al Señor Jesús.

En vuestras orientaciones tratáis de promover una sólida pastoral social para los fieles, en especial para los jóvenes, a fin de que se formen conciencias dispuestas a permanecer en los propios territorios como protagonistas y responsables de la reconstrucción y del crecimiento de vuestro país, del que no pueden esperar solamente recibir. En este trabajo educativo-pastoral, la doctrina social de la Iglesia es una ayuda valiosa. También este es un modo de superar viejas incrustaciones materialistas que aún hoy persisten en la mentalidad y en el comportamiento de algunos sectores de la sociedad en la que vivís.

Vuestro ministerio, queridos hermanos, asume diversas dimensiones: pastoral, ecuménica, interreligiosa. Gracias a vuestras relaciones, he podido darme cuenta mejor del intenso trabajo que lleváis adelante en estos ámbitos, trabajo que siempre expresa vuestra paternidad hacia el pueblo encomendado a vosotros. Os animo recordándoos que, aunque con respeto a todos, esto no os exime de dar un testimonio abierto y franco de pertenencia a Cristo.

Los sacerdotes, los religiosos y religiosas y los fieles laicos que viven en estrecho contacto con ciudadanos de diferentes tradiciones religiosas, pueden ofreceros valiosos consejos sobre vuestro comportamiento y vuestras palabras, a partir de su sabiduría y su experiencia en comunidades mixtas. Creo que semejante enfoque sapiencial puede dar semillas y frutos de pacificación, de comprensión y también de colaboración.

Un ulterior aspecto que habéis presentado y quiero recordar, elogiando vuestra sensibilidad pastoral, es el de la relación entre vuestro clero y el clero religioso. Conozco por experiencia directa la complejidad de estas relaciones, así como las dificultades de armonización de los respectivos carismas. Pero el hecho más importante es que en ambas dimensiones del único sacerdocio se ha perseguido siempre la única misión: servir al reino de Cristo. Y esto es una alabanza y un honor para vuestras fuerzas apostólicas, que dedican todas sus energías a dicho servicio. Recuerdo lo que san Juan Pablo II, con palabras inspiradas, dijo en Sarajevo durante su visita en abril de 1997; me parecen proféticas también hoy: el obispo es padre, sabe que todo don perfecto viene de Dios (cf. Discurso a los obispos, 13 de abril de 1997, n. 4).

En este año dedicado a la vida consagrada debemos mostrar cómo todos los carismas y los ministerios están destinados a la gloria de Dios y a la salvación de todos los hombres, vigilando para que se orienten efectivamente a la edificación del reino de Dios y no se contaminen con finalidades parciales, que se ejerzan en un régimen de comunión humana y fraterna, llevando los unos las cargas de los otros, con espíritu de servicio (cf. Ga 6, 2).

Por último, permitidme una palabra personal entre obispos, como corresponde en plena caridad. Conozco las circunstancias históricas que diferencian a Bosnia de Herzegovina en muchos ámbitos. Y, sin embargo, vosotros sois un cuerpo único: sois obispos católicos en comunión con el Sucesor de Pedro, en un lugar de frontera. Brota espontáneamente de mi corazón una palabra sola: estáis en comunión. Aunque esta comunión a veces es imperfecta, hay que perseguirla con vigor en todos los niveles, más allá de las individualidades peculiares.

Es preciso actuar según la pertenencia al mismo Colegio apostólico; otras consideraciones pasan a segundo plano y han de analizarse a la luz de la catolicidad de vuestra fe y de vuestro ministerio.

Queridos hermanos: En espera de encontrar a vuestra gente en Sarajevo, deseo expresaros la caridad, la atención y la cercanía de la Iglesia de Roma a vosotros, herederos de tantos mártires y confesores que, a lo largo de la atormentada y secular historia de vuestro país, han conservado viva la fe.

Estos son los sentimientos que con gran cordialidad os expreso y que os ruego transmitáis a vuestras comunidades, pidiéndoles una oración por mi ministerio y haciéndoles partícipes de la bendición apostólica que os imparto con afecto fraterno.

 



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